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Comienza nueva historia de la teleserie cubana La cara oculta de la Luna

La cuarta historia de esta serie, una de las más impactantes logró mostrar la ilimitada complejidad del individuo y las consecuencias de la falta de afecto

Autor:

Randol Peresalas

Enrique Bueno. Foto: Roberto Suárez No espero que el lector me siga en todos los aspectos, pero sí al menos en un criterio: la cuarta historia de La cara oculta de la Luna es, probablemente, junto a la primera, la de mayor impacto hasta la fecha. Esta vez la teleserie de Freddy Domínguez, dirigida por Cheíto González, aderezó su trama central con otras igualmente difíciles, donde el matiz brilló con luz propia y el maniqueísmo hizo mutis oportunamente. La estrategia del autor fue enfrentar, con justicia, la voracidad de ciertas actitudes negativas, con la inocencia de aquellas otras más valerosas.

Tópicos como la relación entre padres e hijos —con tintes belicosos—, y el matrimonio disfuncional, tanto en jóvenes como en adultos, calzaron con vigor el verdadero drama de esta cuarta historia: la carencia de afectos llama a la tragedia. Y es que, lamentablemente, la complejidad del individuo no tiene límites: los hay incapaces de querer, y los hay incapaces de odiar. El guión articuló correctamente esta idea, y mostró cómo la magnanimidad, el acto noble de regalar amor, puede refugiarse a veces en sujetos muy sufridos, y negarse a aquellos cuya incompetencia para manifestarla los convierte en «diablos» para la sociedad.

La selección del ambiente —marginal, pero no exclusivo de marginales—, encontró en ese solar su funcionalidad dramática; no se obvió la multiplicidad de seres que lo componen y la diversidad de criterios que estos aportan sobre la convivencia. La escritura en este sentido fue transparente, al brindar una galería de personajes muy representativos de esos módulos habitacionales, con todas sus contradicciones; además, huyó con tino de lugares comunes (el panadero negro es honesto y trabajador, por ejemplo), sin dejar de lado el costumbrismo (las anécdotas de la Quemá) como elemento esencial a la hora de recrear tipos sociales que confluyen en un mismo espacio.

Blanca Rosa Blanco. Foto: Roberto Morejón También la producción mostró logros significativos, sobre todo de ambientación. La labor del director le permitió avanzar un tanto en comparación con trabajos anteriores (Si me pudieras querer), donde igualmente abordaba lo marginal: nada de excesos en esos pequeños habitáculos —donde en otras ocasiones se han puesto de manifiesto inverosímiles condiciones de vida—, sin por ello renunciar a la dignidad en el vestir y en la decoración de los hogares, como muestra de ese espíritu de mejora que arrastramos muchos cubanos.

En el apartado de las actuaciones destaca, indiscutiblemente, Enrique Bueno (Leroy); un auténtico descubrimiento para el medio, poseedor de una naturalidad sorprendente, y una sensibilidad conmovedora. No recuerdo una sola escena donde el muchacho estuviera fuera de tono... Prometedor es la palabra; no hay otra. Blanca Rosa Blanco (Carmen), por su parte, encontró en esa madre ligera e iracunda un reto que supo asumir con dignidad y no pocos momentos de esplendor. Tanto sus proyecciones externas como internas, conocieron del rigor que una actriz como ella es capaz de imprimir.

Pero el trabajo de los secundarios también estuvo a la altura del drama en cuestión. Aplausos para Cristina Palomino (Cacha) y Alfredo Martínez (Carlos). Tanta bondad era impensable en una mujer que no tuviera la vocación de Palomino, como tampoco tal ternura era imposible sin un profesional como Martínez. Fue una pareja muy compenetrada, y constituyó el contraste ideal que pretendía el autor cuando diseñó a los otros dos matrimonios de la serie.

Erman Xor Oña (Felo) y Montse Duane (Santa) fueron convincentes de principio a fin en sus conflictos —a esta última se le vio segura y no cayó jamás en la caricatura. De Dianelis Brito prefiero quedarme con sus primeros capítulos, pues luego bajó la parada. Al principio sí estuvo ajustada, serena, y mesuró con oficio a su vehemente Lucía. Y luego está Enrique Molina. De este actor se ha dicho mucho, y creo que nunca será suficiente: ¡qué nivel de introspección tan alto, señores; que caracterización más perfecta de ese hombre roñoso y sin escrúpulos!...

Por último, debo confesar algo: solo me dolió que el sida atravesara el corazón menos indicado. ¿Por qué si el amor entre esos dos seres —marcados además por tragedias anteriores y mayúsculas— era tan puro y sincero, tuvo que sobrevenir sobre ellos esa sombra que a todos amenaza? ¿Qué mal hicieron? Tal vez lo duro de la vida tenga la respuesta... De momento, la irresponsabilidad sexual del muchacho no me convenció.

En espera de la última historia, convido a los lectores a opinar.

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