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Maradona (+ Infografías)

Llevan muchos hoy, y llevarán todavía cuando desgaste el calendario sus años, el rostro de Diego Armando Maradona tatuado en la piel, como una marca, como un trofeo y más, como un modo de vida

 

Autor:

Eduardo Grenier Rodríguez

Lo supe por un escueto mensaje de WhatsApp: «falleció Maradona». De primeras, no me creí nada. Lógico que no me lo creí. Busqué por todas partes. Arañé las paredes de la internet con la esperanza de comprobar la falsedad de un nuevo chisme. A Diego lo habían matado tantas veces ya que esta verdad debería tener mucho de ficción. Y además, no, entre tanta gente, entre tantos días, no, no podía ser que fuera aquella tarde y que fuera Diego. El bofetón me arrancó lágrimas.

Y me descubrí llorando casi sin darme cuenta por un tipo que nunca vi ni de lejos. Solo por la tele… y hablando. Ni siquiera con el sacudón que hubiese significado observarle hacer sus tropelías sobre el verde. Porque ahora, en las reiteraciones, tiene menos gracia. Lo ves, lo disfrutas, pero no es igual. La magia está en lo sorprendente.

Lo lloré yo y lo lloraron incluso aquellos que tacharon su don y le quisieron convertir en lo que no fue. Maradona era imperfecto, sí. Cometió errores y los pagó más caro de lo que debía, por ser un genio y porque los genios tienen menos derechos, parece, a desafiar lo correcto y a vivir como les da la gana. Le quisieron cortar las piernas cortándole el fútbol. Y Diego les respondió como solo podría responderles a los puristas que jamás le perdonaron su forma de ser: la pelota no se mancha.

Llevan muchos hoy, y llevarán todavía cuando desgaste el calendario sus años, el rostro de Diego Armando Maradona tatuado en la piel, como una marca, como un trofeo y más, como un modo de vida. Duele especialmente, en este año sufrido, el más grande de todos los cataclismos: la muerte de eso, de un modo de vida, el adiós a un fenómeno, un fenómeno zurdo y de pelo rizado, inmortal, pero de carne y hueso.

Y uno se queda con el terrible desaliento de esos días en que la vida te dice al oído que a partir de ahora tendrás que aprender a andar sin ídolos, con el único lazarillo del recuerdo.

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