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Disgustos ¿casuales?

Autor:

Juventud Rebelde

Casualidades de un día ordinario: en tres tiendas recaudadoras de divisas el hombre vivió igual número de «monstruosidades»; una en cada centro comercial.

Primero acudió a una espaciosa «shopping Panamericana» y, segundos previos a la compra de la ¿barata? licuadora, recibió una advertencia por parte del dependiente: «Antes de usarla ¡engrásela! Eso... si quiere que le dure».

El empleado brindó, incluso, el sitio exacto del taller donde realizar la operación; y edificó un tratado metafísico sobre el empleo de la grasa para retardar roturas.

Así, el comprador terminó huyendo: marchó a otro establecimiento, cuyo rótulo identificador (TRD) sobresalía desde la distancia. Allí sufrió el segundo absurdo.

Vio un ventilador Ideal —«tremenda marca»— y como ya se había espantado de la faena de licuar, lo adquirió con gusto.

Sin embargo, la alegría casi siempre en estos casos retoña exiguamente. Cuando pidió el estuche de cartón para guardarlo, le contestaron: «Las cajas las botamos para que no estorbaran, lléveselo en la mano».

Girando aspas e ideas partió a su morada sin chistar ni maullar. En el trayecto creyó oportuno liquidar el menudito; desvióse hacia un Servi CUPET, de horario «las 24 horas», según una pancarta. En este conoció la tercera anomalía.

Al entrar se estrelló contra un cartel más pequeño, colgado en la puerta principal: «Por favor, espere unos minutos; estamos almorzando». Un «pistero» le explicó entonces: «La que vende ahí no puede dejarle la tienda a nadie; antes sí porque eran dos, pero con el “reajuste” se quedó ella sola».

No tuvo otro remedio el cliente que esfumarse, invadido por una turba de incógnitas, disgustos, asombros y desacuerdos.

Transportó la mente al pretérito reciente y caviló durante algunos minutos: ¿Por qué cuando nacieron tales comercios apenas había irregularidades de este tipo? ¿Verán los clientes ya como «normal» la anormal sugerencia de «llévatelo y engrásalo»? ¿Cómo puede una tienda de teórica «categoría» despachar cualquier producto «al trozo» sin inquietarse un pelo?

Se contestó él mismo, con pesadumbre, como resignado, sumiso ante ese estado de cosas que parecen insignificantes al lado de otras.

No obstante, tal vez la interrogante de mayor peso gravitó luego: ¿Habrán sido tan casuales estos dislates? Probablemente no.

Reparó en que si bien algunas tiendas del signo convertible todavía conservan el brillo y la exquisitez en sus oficios, a un número significativo de estas se les pasó la «fiebre» de la excelencia de los primeros días para caer en un bache inmortal de «pequeñas deficiencias».

Recordó que, en principio, la inmensa mayoría de estos expendios poseía probadores; aunque con el pretexto de evitar «la sustracción de mercancías» muchos acabaron por «exterminarlos».

Observó que en otra era, el tiempo de servicios se extendía más allá de la tarde y que, con el velo realmente necesario de «ahorrar energía», fue restringido y así quedó. Y en muchos casos surgieron, —se inventaron— horarios de almuerzo o de otras interrupciones (arqueos, cuadres, etc.), aun para aquellas dependencias que supuestamente laboraban «a full».

Notó, quién sabe si con subjetividad, que antaño los empleados iban de impecable uniforme y se deshacían en un mar de sonrisas en el trato; y ahora algunos se arropaban con un traje de aridez y destilaban sequedad en el «cara a cara» con el cliente.

Sospechó que acaso antes había una política más discrecional de estas instituciones pues revendedores y usuarios comunes parecían estar en iguales condiciones a la hora de las rebajas. Ahora no.

Rememoró, finalmente, algunos comentarios periodísticos sobre el tema, desvanecidos al parecer en el vacío. Aún así aspiró un mínimo aire optimista, y supuso que otro día, lejano —cuando el bolsillo lo permita— no agonizará de disgustos «casuales» en las célebres tiendas recaudadoras de divisas.

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