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Los filos de la vagancia

Autor:

Juventud Rebelde
Hay frases y hechos que, aunque parezcan banales y casuales, empujan a la meditación. En pocos días varias personas, de ocupaciones distintas, me han soltado el mismo disparo en plena calle:

«¿Por qué no se habla de la vagancia? ¡Tantos vagos en las aceras cada día y tanta gente que hace falta en la agricultura!».

Al primero que le escuché la expresión fue a Favio, trabajador de CUPET. «Hay que buscar una fórmula urgente para ponerlos a hacer algo útil», me ha dicho campante.

Sus preocupaciones, con eco en otros ciudadanos, tienen, sin embargo, incontables aristas filosas, imposibles de dibujar en un comentario. Quizá la primera es que en Cuba, pese al daño que trae la holgazanería de unos cuantos, no existe una ley contra la vagancia.

Y duele que aquellos que no aportan a la colectividad y a este proyecto social sean muchas veces los primeros o casi los únicos en disfrutar de servicios a los que no llega el bolsillo sudoroso y exhausto de un trabajador.

Otro ángulo espinoso es que no conocemos realmente cuántos «vagos» existen porque en esa categoría no entran muchos que «marcan» y «pasan con ficha» —como se dice en el dominó—, y otros que permanecen escabullidos de las estadísticas oficiales.

En ese sentido un reportaje de este diario de hace unos meses reflejaba que, si bien la nación resolvió el problema de la desocupación como pocas y creó el inédito y privilegiado empleo de estudiar, constantemente entran y salen individuos al «directorio de desempleados», en una suerte de cuento que nunca se acaba; en ocasiones porque las opciones no «cuadran», en otras porque se forman especialistas —técnicos en electrónica, construcción civil, informática, etc.— que no encuentran su perfil. En esos asuntos hay que continuar pensando seriamente.

Pero yendo de nuevo a la vagancia, que significa, en fin, despreciar cualquier trabajo: el verdadero dolor de cabeza sobreviene ante la pregunta que se han formulado muchos, sin encontrar las mejores respuestas: ¿Cómo atraer a los desempleados a sectores necesitados de fuerza laboral como la agricultura y la construcción o a otros sin tantas carencias?

Es una verdad como roca aquel precepto que se ha gritado a los cuatro vientos y que se está intentando concretar ahora: hay que darle, paulatinamente, valor al trabajo, algo que se nos perdió, con toda lógica, en medio de la crisis económica.

Mas no se trata solo de una cuestión de salarios y estímulos; la prueba es que, cultivados por el vicio de obtener dinero fácil, cientos de desocupados actuales dicen que nunca más trabajarían estatalmente, aunque ganen un mundo.

Y es en el análisis profundo de esta esa vertiente en el que tal vez quedan en entredicho varias instituciones del país y también algunos conceptos tradicionales, manejados en reuniones, como: «convencimiento», «radio de acción», «nada nos es ajeno», «prevención» y otros.

¿Cuántas veces hemos tocado a la puerta de aquellos que no quieren aportar y viven del «viento y del polvo»? ¿No existen, para ellos, mecanismos de persuasión o, en último caso, de disuasión sin aspavientos? ¿Sabemos al dedillo lo que piensan todos? ¿Conocemos cuánto tiempo exacto llevan en esa vida callejera?

Tal vez ninguno quiera laborar en la agricultura; pero peor es no hacer el intento de llamarlos, de conquistarlos con otras opciones o de hacerles un simple llamado de advertencia sobre los volcanes del futuro.

Por supuesto, la vagancia, de la que ya habló en otro tiempo el bayamés José Antonio Saco, posee otros bordes hirientes: infecta, contagia, ensucia y pervierte, pero no se cura con el mayor fuego o con el hielo más frío.

«Un hombre con pereza es un reloj sin cuerda», sentenció con acierto el filósofo catalán del siglo XIX Jaime Luciano Balmes. ¿Dejaremos entonces, sin más batalla y sin porfía, que en nuestra sociedad, humanista por excelencia, haya seres humanos que no nos puedan dar nunca la hora?

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