Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Los pechos de Giulietta

Autor:

Luis Sexto

Turistas y paseantes, y algún viajero de planchada billetera interesado en confirmar cuanto le mostraron los libros y la imaginación, pasan bajo el arco del breve zaguán y se aglomeran en el patio interior para mirar el balconcito, tan pequeño que a veces decepciona a quienes no lo suponían sino enorme como la tragedia de Shakespeare.

Esta mañana de verano, la ciudad de Verona, declarada por la UNESCO patrimonio de nuestra especie, recibe a centenares de viajeros que encuentran entre los meandros del Ádige, la presencia de la antigüedad romana, la Edad Media, el Renacimiento y la Modernidad de nuestros días en un espejismo propio de los ojos taladrantes de un Merlín. Visión mágica ante la cual uno puede ver el circo romano, menos alto que el Coliseo de Roma, pero completo en la circularidad de su gradería pétrea y en cuya arena se articulaba la escenografía de Romeo y Giulietta, Montescos y Capuletos redivivos en la opera de Gounod, inserta en el programa de esta temporada.

Mas, aunque el asombro se reestrene en el mercato vecchio, o entre los frescos medievales descubiertos bajo capas de torpezas en la capilla de San Pedro Mártir, o ande el asombro entre nubes al caminar sobre las chinas pelonas o los adoquines de callejones titubeantes por las tantas jorobas de una edad antigua y estrecha, el visitante sentimental considera a Verona como la ciudad de Giulietta.

En la calle Copello, 27, una tarja dice: «Queste furono le case dei Capuleto», y aquí vivió y sufrió Giulietta… Adentro, en el patiecito las paredes que lo limitan reflorecen cada jornada con nombres y dibujos, corazones y flechas que prometen amarse sin zigzagueos. Algunos románticos, para amarrar con más énfasis la promesa, unen dos candados a cualquier reja o clavo. Y como el galán de los Montescos que, aturdido por la presencia de su muchacha pregunta: «Ma, quale luce…?», suscriben las palabras de Romeo murmurando que el alba asoma, pero tú, Giulietta, mi Giulietta, eres el sol.

La casa de los Capuletos, mito ella misma en sus orígenes y fechas, se ha vuelto el santuario poético del amor, y su presencia conmociona y pide la solidaridad o la condolencia hacia los amantes que la oposición familiar maldice, y que por momentos data de abuelos litigantes y persiste hasta cuando una pareja de nietos quiebra lo incomprensible y se aman con pasión de resistencia y muerte.

En ese desacato, no obstante su fecundidad teatral, Giulietta y Romeo integran solo una réplica del sentimiento más común y arrebatado de los seres humanos. Porque las pasiones componen círculos concéntricos: se repiten cambiando solo nombres y circunstancias. Para probarlo, cerca de lo que las señales turísticas llaman la tumba de Giulietta, una sociedad china levantó un monumento a una pareja legendaria en Asia que también afrontó los mismos padeceres. Tal vez sobreviven ambos jóvenes en la tradición china, gracias al milagro de un poeta desconocido que los puso a habitar en un templo laico donde el amor se transforma en virtud estoica.

Podríamos, sin remordimientos, desconfiar de la veracidad del episodio de Romeo y Giulietta. Partió de un cuento italiano y se consolidó en el teatro isabelino, sin que la historia haya comprobado la existencia de los personajes protagónicos. Pero los símbolos se sobreponen al dictamen de los papeles y evidencias. Y hoy, bajo el balconcito de Giulietta Capuleto, con el diseño y la humedad que remiten en Verona al siglo XIII, poco antes de retirarse, los visitantes, como frente al chorro de una fuente sagrada, esperan el turno concertado espontáneamente para registrar en las cajitas fotográficas un abrazo a la estatua de la ragazza infeliz, a quien le piden buena suerte en el amor.

Y sin rubor, niños y niñas, y adultos de uno y otro sexo se retratan con una mano apretando la teta derecha de Giulietta. Acto de amor metálico que quizá Romeo nunca realizó en paz y de carne a carne, con la fuerza de los turistas. Tanta fuerza han ejercido por tanto tiempo que al señorío de esas caricias extrañas, el bronce brilla con el amarillo del oro allí donde el viajero modesto no quiso poner la mano. Porque, se dijo, soy casado y, además, no soy turista. Y pensó en Shakespeare.

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