Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Hipertensiones

Autor:

Yoelvis Lázaro Moreno Fernández

De haberlo podido escoger, de seguro me hubiera retractado sin miramiento alguno, sin pensarlo mucho. Y de haber tenido la sensata oportunidad de elegir cómo, cuándo y por qué yo, me hubiera negado con tan solo saber que sería de por vida un soldado de las pastillas, un mercenario de la calma efímera y hasta un neurótico de orejas rojas y fogajes inquietos a deshora, en ocasiones sin argumentos tantas veces incomprendidos.

Pero no fui yo quien lo propuso ni se lanzó como el que se postula para un ejercicio de democrática salud; al parecer fueron mis genes nerviosos, las dos fracciones de mis paternidades ya comprometidas con esa herencia de escaso tesoro, las matrices bisabuelas de una sangre hirviente que me irrigan en abrupto curso para esclavizarme al más impertinente de los procederes, al que poco me gusta, y al que evado por momentos, haciéndome el cervecero, sin romper del todo la estricta disciplina que prescriben los médicos.

Cruzaba yo apenas los 17 años cuando quebranté por vez primera el relojero latido de un esfigmo. ¡Notición de familia a aquella hora! ¿160 con 100? ¿Pero cómo es eso? ¿Aventura retozona del chiquillo o desperfecto de un equipo en desacoples de juego? ¿Presión alta tan temprano o rezagos momentáneos de alguna remota emoción? Desde entonces han cabido las preguntas, esas y muchas otras, aunque el tiempo, sin yo quererlo demasiado, me ha respondido con una certeza que me zigzaguea hoy como la mejor razón:

«No hay dudas, muchacho, eres hipertenso, e hipertenso severo. Pero no te ofusques ni te sonrojes por reconocerlo, por escribir tu crónica más personal desde la crónica exigencia de un padecer que te invita al cuidado. Y no temas a tus predisposiciones; aprende de una vez y por todas que el mundo por el que andas con la prisa de un “luchero” convencido es también el de un paciente que sufre de presión alta, de colapsos y desequilibrios».

En este tránsito impredecible por la vida, desde la coexistencia íntima hasta la más completa aspiración en sociedad, ¿cuántas experiencias compartidas, entendibles unas, inexplicables otras, no nos enrojecen el sentido de lo anhelado o querible; o no nos agolpan el cerebro para profanarnos la lógica de la mejor medida, el orden de algunas cosas sobre las propias cosas?

Que si la guagua, la cola y la llegada a tiempo; que si el trabajo, la pretensión y los compromisos; que si el dinero y el estirado ahorrito; que si la ropa o los zapatos; que si el arroz, la proteína o la sazón; que si los amigos, la novia o los abuelos, que si el enfermo o la cura; que si la bulla o el silencio...

Aunque cueste creerlo, vivimos en la era de las hipertensiones más escépticas, irreverentes, implacables. Hemos anclado por momentos en la estación de los excesos, el ruido sordo y los apremios. ¿Ya solo nos bastará con comer bajo de sal o con tomarnos el captopril de la paciencia?

Así, con poco y con mucho, sujetos a los vaivenes de esta cotidianidad tan comprometida con el movimiento, siempre opuesta al sedentarismo de las buenas ideas, nos hemos convertido en unos románticos empedernidos del estrés moderno, en unos fatigosos porque las cosas salgan bien, en unos apasionados de la rutina que pocas veces se advierte como tal, en unos hacedores y cómplices de la agitación que jamás aconsejan los facultativos.

Entonces, ¿somos o no somos hipertensos a nuestra manera? ¿acaso lo soy yo solo?

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