Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La cola, ese mal que nos acompaña

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

¿Cuándo se acabarán las colas en Cuba? Probablemente, al leer la pregunta, la respuesta de muchos será un «¡Ah!, tú estás loco»; mientras que otros quizá inclinen la cabeza y encojan los hombros para murmurar lo increíble de esa posibilidad.

Puede que hasta un tercer grupo desarrolle un tratado verbal sobre las vías, métodos y circunstancias para su eliminación; sin embargo, luego de tanta enjundia, con mucha certeza las conclusiones serían que el final nunca estaría a la vista, al menos no en un futuro inmediato.

Sin duda, las colas y sus fenómenos colaterales —la espera infinita, el compadreo, el colado o el quítate tú para ponerme yo— nos han acompañado desde hace más de 50 años. Ellas han sido tan abarcadoras y persistentes que numerosas personas ya las ven como parte de nuestra idiosincrasia, al punto de que todo parece indicar que no es posible concebir un servicio sin su respectiva hilera de ciudadanos.

En Llover sobre mojado, su libro de memorias, el escritor y periodista cubano Lisandro Otero contaba cómo al triunfar la Revolución la capacidad de los servicios se fue abajo al surgir una demanda, no vista antes, cuando se dignificó la vida de cientos de miles de ciudadanos.

Gabriel García Márquez, por su lado, en su crónica ¿Cómo se asfixia un pueblo sin tirar un cañonazo? detallaba esa misma fiesta y narraba el furor de los que vivían en los arrabales de las grandes ciudades por adquirir un reloj en una tienda exclusiva, tomarse un batido de chocolate en un hotel o bañarse y consumir en la playa antes prohibida hasta que todo se estremeció cuando Estados Unidos decretó el bloqueo y casi la totalidad de lo que se consumía en Cuba se perdió, porque era norteamericano.

Por aquel tiempo nacieron las colas. Y entre otras expresiones, como la de repartir de manera equitativa lo poco que tenemos, ellas han sido también el resultado de una productividad que no satisface todo el diapasón de la demanda en Cuba. Aun así, su permanencia y con ello la justificación de su existencia no se puede explicar solo desde los problemas de la economía.

Entre otras causas, la idiosincrasia colera se sustenta gracias a ese enfoque de la productividad y los servicios dirigido a satisfacer los ingresos de las entidades y no las aspiraciones de los clientes. La salud financiera pesa y más en estos tiempos, pero no es lo único; y la prueba más palpable la tenemos cuando llegamos a establecimientos comerciales con más posibilidades que otros, y enseguida aparece la cola de rigor.

Si se pensara en el cliente, este no se encontraría con un solo cajero en el departamento —como ocurre en las tiendas recaudadoras de divisas—, sino con varios, o al menos existiría la iniciativa para que en los momentos pico la muchedumbre ansiosa se convirtiera en una suerte de hilo que se deslizaría con rapidez ante la contadora.

Entre las viejas mentalidades que entorpecen la economía y los servicios se encuentran esas posiciones que desconocen el producto final, que es la persona. Por consiguiente se ejecutan inversiones como recintos feriales, tiendas de todo tipo o sucursales bancarias para lucir muy hermosas; pero que al final no permitirán que se aproveche ese recurso tan preciado y no renovable, llamado tiempo.

Llegados a ese punto valdría profundizar en un tema. ¿Alguien ha meditado cuál es el costo, no solamente social, sino económico de las colas? ¿Cuánto se pierde o se deja de ingresar con agilidad por esas aglomeraciones? Bajo el espejismo de que no importa nada si todo se vende, se esconden otras realidades que la inercia colera no nos deja ver. Como el disgusto, las mercancías que pudieran «salir» más rápido o el dependiente que debiera recibir un estímulo acorde a su gestión porque agilizó el servicio y el tumulto se evaporó.

Por eso valdría la pena irse de la mano con Tomás Moro, el autor de Utopía, e imaginar cómo sería nuestras vidas sin las colas. Soñar, por ejemplo, que llegamos a cualquier lugar con la certeza de que hallaremos la mínima expresión de ese grupo de personas, «organizadas» en algo que se parece a una fila, para acercarnos al mostrador, pedir algo y recibirlo en pocos minutos con todas las reglas de un correcto servicio. ¿Qué bueno sería, verdad?

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