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Para qué las terminales

El que haya pasado una noche —o parte de ella— a la intemperie, sabe cómo el látigo del aire helado, aun en nuestro caluroso país, puede tornarse insoportable. Si las horas desguarnecidas nos atrapan junto a niños pequeños, el drama es aún peor. Pero sufrirla a las puertas de un local de servicio público inexplicablemente cerrado puede trocar nuestro resfriado en ira.

Julián Sardiñas Pino (Finca La Victoria, Topeka, Agramonte, Jagüey Grande, Matanzas), experimentó una sensación tal el pasado 26 de marzo. En compañía de su suegro, Julián viajó ese día a la ciudad de Matanzas; y cuando se disponían a regresar, presenciaron una lamentable escena en la Terminal Interprovincial. Un grupo de personas allí reunidas aguardaban el transporte hacia diferentes destinos sentados en bancos exteriores o en el suelo, sin una techumbre de protección.

«Había hasta embarazadas, mujeres con niños de brazos tapados con toallas de baño, personas mayores y jóvenes, cuenta Julián. (...) Una compañera que se dirigía hacia Colón le planteaba a la empleada que se encontraba dentro de la Terminal que abriera la misma, para ocupar los asientos y así protegerse del frío y el viento hasta que arribara el ómnibus Habana-Colón, que se encontraba roto en Madruga. Pero la mujer respondía que no podía (...) porque existe una resolución del Ministerio de Transporte que prohíbe abrir las terminales en horario nocturno; y ella no era nadie para violar esa resolución».

Desde las 11:30 de la noche de ese jueves hasta la 1:30 de la madrugada del viernes 27, este matancero presenció indignado el mismo absurdo. Y terminó preguntándose: «¿Acaso hay transporte permanente para que los ciudadanos no hagan estancia en las terminales? ¿Qué función cumplen entonces estos establecimientos?».

«Y hubo tanto tanto ruido...»

La segunda misiva de hoy aborda un problema que nos suena conocido. Tristemente demasiado conocido y demasiado sonoro. Posiblemente no hagan falta más palabras para que los lectores identifiquen el rostro «decibélico» del asunto; pero la habanera María Elena Ruiz tiene un inventario de angustias en sus oídos; y nos lo cuenta.

La vecina de calle 74, No. 4718, en San José de las Lajas, y otros habitantes de las cercanías del lugar llevan diez años sufriendo las manifestaciones ¿culturales? de la Casa de la Cultura sita en su misma calle de residencia, específicamente entre 47 y 70.

El edificio de la institución —relata María Elena— no fue originalmente concebido para ello, pero posee un patio cementado al aire libre que ha sido empleado para distintas actividades musicales, entre las cuales se han incluido «hasta festivales de rock, con un nivel de audio que podría utilizarse para una plaza. Y aunque en reiteradas ocasiones ha sido planteado el problema, (...) nunca se ha logrado una solución.

«En uno de los fines de semana —continúa la atribulada mujer— han hecho actividades el viernes, el sábado y el domingo, empezando desde las 4:00 p.m. y hasta las 11:00 p.m. Todas tienen como punto común una gran dosis de reguetones. En otra ocasión una orquesta profesional empezó a las 10:00 de la noche de un domingo....

«Los vecinos —señala con justeza la remitente— tenemos derecho a oír la música que queramos y a poder descansar o ver televisión. Considero que existen otras posibilidades de ubicar en el pueblo un lugar para la recreación que no moleste a las personas cercanas».

¿Cuántas veces habrá que «gritar» un asunto como este para que autoridades de la localidad tomen partido? Y no se trata de botar el sofá y crear huecos insalvables en la recreación del poblado, pero urge hallar el justo y difícil equilibrio entre todas las necesidades. Los tímpanos también se infartan.

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