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La historia de Kimberly Rivera

Cuando el pueblo norteamericano clamaba contra la guerra en Vietnam, y entre los cientos de miles de manifestantes había no pocos veteranos de esa agresión genocida, más de 90 000 jóvenes estadounidenses encontraron refugio en Canadá, para evitar ser reclutados con obligatoriedad. Entonces, recibieron refugio y residencia permanente para hacerse ciudadanos, pero la mayoría retornó a su país cuando el presidente Jimmy Carter otorgó amnistía para los objetores de conciencia.

Ahora, con Estados Unidos inmerso en dos guerras oficiales —Iraq y Afganistán— y ni se sabe cuántas por trasmano;  cuando el servicio es un acto voluntario, al que buena parte va apremiado por motivaciones económicas; con circunstancias tan especiales que obligan al Pentágono a enviar y reenviar a sus hombres y mujeres a repetir misiones bélicas, vuelven a darse las retiradas, solo que ahora son deserciones y mayores los castigos, para quienes se desengañaron de esas guerras, cuyos verdaderos propósitos se encuentran en el petróleo y el dominio geoestratégico en la región en conflicto.

Además, en Canadá, bajo una administración conservadora, no encuentran precisamente un Gobierno comprensivo, sino un aliado estrecho de Washington y su política guerrera, que cierra puertas y expulsa a quienes pretenden refugio.

Un ejemplo lo encontramos en la soldado Kimberly Rivera, una joven de 30 años que sirvió en Iraq en el 2006, y cuando cumplió esa misión que creyó era «algo bueno para los derechos humanos y la seguridad de su país», regresó decepcionada: «Usábamos las patrullas en las ciudades, los puntos de control y la violencia y la intimidación contra civiles inocentes», le dijo a Toronto Star, «Allanábamos sus casas sin causa. Vi madres, padres, abuelos y niños venir a pedirnos compensación por la muerte de sus seres queridos. No había ninguna buena razón para sus penas y sufrimientos».

En febrero de 2007, cuando le esperaba otra jornada de combate en el Oriente Medio, decidió franquear el linde canadiense. Convertirme en objetora de conciencia era «la cosa más positiva que podía hacer». Vivió cinco años en Canadá con su esposo y cuatro hijos hasta recibir un ultimátum de deportación para el 20 de septiembre. Resultado: fue puesta bajo custodia militar estadounidense inmediatamente que traspasó la línea de regreso en la estación Thousand Islands, estado de Nueva York. Tuvo la precaución de que su familia cruzara en otro momento para que sus hijos no presenciaran su arresto.

Su lucha legal para obtener el estatus de refugiada, no tuvo éxito, ni siquiera por razones humanitarias o compasivas, atendiendo a sus hijos de diez, ocho y tres años y a que el de 18 meses nació en ese país. Tampoco pesaron las 19 000 firmas que pidieron esa consideración, ni el soporte de la organización Campaña de Apoyo a los Resistentes a la Guerra, y la de  Veteranos por la Paz. Ahora pudiera enfrentar entre dos y cinco años en una prisión militar.

Ingenuidad o doblez, cualquiera de las dos está tras la declaración hecha en cortes por representantes del ministro de Inmigración canadiense Jason Kenney, acerca de que Kimberly Rivera no sería arrestada en la frontera, o la declaración de la vocera de ese ministerio, Alexis Pavlich, de que no creía que la administración del presidente Barack Obama sometía a persecución a los soldados norteamericanos. «Los desertores militares de Estados Unidos no son refugiados genuinos bajo el término aceptado internacionalmente» porque no enfrentan persecución.

No obstante, otros dos resistentes a la guerra en Iraq, Robin Long y Clifford Cornell, ya fueron deportados y sentenciados en EE.UU. a penas en prisiones militares y bajas deshonrosas.

Refugio, asilo, son alternativas que utilizan a su antojo, en fin de cuentas, cuando Estados Unidos y sus aliados llevaron a cabo la invasión y ocupación de Iraq en el año 2003, lo hicieron sobre la base de puras mentiras, y el mundo y sus soldados supieron que Saddam Hussein no tenía armas de destrucción masiva que amenazaran a la humanidad.

Nueve años de guerra, cientos de miles de iraquíes muertos, millones de desplazados, un país destruido y en un conflicto interno que parece ser eterno, son las consecuencias más evidentes; también la destrucción moral de miles de norteamericanos cuyo sentido del honor y el patriotismo fue burlado por los más corruptos intereses de los poderosos. Kimberly Rivera es una víctima más.

 

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