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¿Cómo se votaba en Cuba antes del triunfo de la Revolución?

Pronto se realizarán las elecciones en Cuba. En esos comicios, el pueblo postula y elige a sus representantes y los elegidos lo son solo si alcanzan más del 50 por ciento de los votos válidos emitidos. Ellos rinden cuenta a sus electores y pueden ser revocados en cualquier momento de su mandato. Aquí, donde las elecciones son financiadas por el Estado, el Registro Electoral es automático y gratuito y existe absoluta transparencia en la votación y en el conteo de los votos. Niños y adolescentes que cursan estudios en escuelas primarias y secundarias «custodian» el día de las elecciones los colegios electorales.

No siempre fue así, por supuesto. Muy distinto, ciertamente, era el panorama electoral cubano antes de 1959, cuando los comicios eran, en mayor o menor medida, sinónimo de farsa y, en ocasiones, de brava. Unos más que otros, como aquellos de 1916 en los que el fraude obligó a la oposición a alzarse en armas contra un gobierno que insistió y logró a toda costa mantenerse en el poder, o los de 1954, cuando el único candidato oposicionista a la presidencia de la República que se prestó a participar en el juego electoral se vio obligado, ante tantos desmanes y atropellos, a ir al retraimiento dos días antes de la fecha marcada para la contienda.

Mucho podría escribirse sobre ellos. De hecho, abordé este tema en otras ocasiones. Vuelvo a hacerlo hoy movido por la curiosidad del lector Manuel Andreu Pérez, de Camajuaní, Villa Clara, que remitió al autor de esta página importantes documentos personales relativos al proceso electoral en Cuba antes del triunfo de la Revolución.

Por cierto, en uno de esos documentos, correspondiente a 1957, se certifica que el titular está afiliado a un partido político. En la carta que acompaña la documentación, Andreu Pérez asegura, sin embargo, que nunca estuvo afiliado a ninguno.

Votó siete por ciento  

En las primeras elecciones que se convocaron en Cuba luego del cese de la dominación española, votó el siete por ciento de la población. Se celebraron el 16 de junio de 1900, bajo la égida del gobierno interventor norteamericano, con el fin de elegir a las autoridades municipales. Del total de 1 572 797 habitantes que tenía entonces el país, se empadronaron 150 648 y de ellos 110 816 concurrieron a las urnas.

Y no es que la gente no quisiera votar, sino que a la mayoría se lo impedía la ley. Porque en aquellos comicios solo pudieron ejercer su derecho al sufragio —así lo estipuló la legislación que se aprobó al efecto— los mayores de 21 años que supieran leer y escribir y pudieran demostrar bienes no menores de 250 pesos. De esa forma se privaba de concurrir a las urnas a miles de cubanos pobres, blancos y negros, que carecían de instrucción y fortuna. Y tampoco podían votar las mujeres. Sí podían hacerlo los que pertenecieron al Ejército Libertador. Resultaba demasiado escandaloso privar de ese derecho a los que hicieron la Patria.

El Partido Revolucionario Cubano, fundado por José Martí y que alentó y sostuvo la guerra por la independencia, había quedado disuelto. Tres organizaciones políticas principales participarían entonces en el ruedo electoral: el Partido Republicano, de Las Villas, que agrupaba a los que con más calor propugnaban la independencia; el Partido Nacional Cubano, de La Habana, que proclamaba el mismo ideal, pero con tibieza, y el Partido Unión Democrática, que nucleaba en su seno tanto a independentistas como a elementos que simpatizaron con España durante la guerra y aun a partidarios de la anexión con Estados Unidos, y por el que se suponía que votaran muchos de los españoles que tenían ya la ciudadanía cubana. Contendería además el Partido Republicano de La Habana, que nada tenía que ver con el de Las Villas.

Las simpatías del interventor Leonardo Wood se inclinaban hacia la Unión Democrática. Pero era tal su indigencia en lo que a su número de afiliados se refería que ese partido decidió no concurrir a los comicios. Wood lamentó su retirada, pero no desistió por ello de imponer, con uso y abuso de su autoridad, a los candidatos de su conveniencia.

Sufragio universal   

Bajo las mismas restricciones en cuanto a instrucción y fortuna tuvieron lugar el tercer sábado de septiembre de 1900 las elecciones para elegir a los delegados a la asamblea que dotaría a la República de su primera Constitución.

El Partido Nacional incluyó en su candidatura a Máximo Gómez, general en jefe del Ejército Libertador, seguro de que el prestigio de su nombre constituiría de por sí un factor de éxito, pero el viejo guerrero no aceptó la nominación. Fue en esos comicios donde tuvo lugar en el país la primera coalición de partidos, cuando por instinto de conservación se unieron los republicanos habaneros y los demócratas ante la certeza de que el Partido Nacional los barrería si concurrían por separado a las elecciones. Aun así, los nacionales coparon la capital y los republicanos lo hicieron en Las Villas y Matanzas, en tanto que agrupaciones locales triunfaban en otras provincias.

Hubo problemas a pesar de todo, porque en La Habana las elecciones fueron tan fraudulentas que Juan Gualberto Gómez, que resultó electo por Oriente, impugnó en su primer discurso ante la Asamblea Constituyente las actas de los delegados habaneros; impugnación que a la postre fue rechazada.

Un punto conflictivo en aquella asamblea que dio cuerpo a la Constitución de 1901 fue el del sufragio. Se conocía la opinión de Wood favorable al voto limitado o restringido por razones de instrucción y fortuna, pero uno de los delegados propuso y sacó a votación el sufragio universal. Otro se opuso, pero saltó a la palestra Manuel Sanguily para decir que no concebía que pudiera existir un solo constituyente que se opusiera a que alguno de sus compatriotas pudiera ejercer ese derecho. Los hombres mayores de 21 años; no las mujeres. Y la asamblea aprobó la propuesta y la consignó en el texto constitucional.

Retraimiento de Masó                  

Llegaron después las elecciones presidenciales del 31 de diciembre de 1901. Ante la voluntad indeclinable del mayor general Máximo Gómez de no aspirar a la primera magistratura, otro general independentista, Bartolomé Masó, se perfiló como candidato indiscutible. Había sido un combatiente de primera línea tanto en la Guerra de los Diez Años (1868-78) como en la de Independencia (1895-98) y era diáfana su postura ante la intervención militar norteamericana, a la que siempre condenó. No gozaba, por supuesto, del apoyo de Wood, por más que el interventor jurara a pies juntillas que era absolutamente imparcial en lo que a los candidatos a la presidencia se refería. Fue entonces, para oponerla a la de Masó, que se lanzó la candidatura de Tomás Estrada Palma.

El pueblo se inclinaba por Masó porque encarnaba el espíritu separatista aun frente a la intervención y era resueltamente contrario a la Enmienda Platt, aquel documento del Congreso estadounidense adosado a la Constitución de 1901 y que otorgaba a Estados Unidos jurisdicción sobre la soberanía cubana. El pueblo desconfiaba de Estada Palma, ya que era el candidato de los norteamericanos y porque no podía hacerse una idea clara de aquel hombre que llevaba 25 años en el destierro y que había vivido sus últimos 20 años en Estados Unidos, donde residía para entonces.

Fue así que Máximo Gómez, cuyo apoyo resultaría decisivo para cualquiera de los candidatos en juego, viajó a Norteamérica para encontrarse con el solitario maestro de Central Valley y regresó con el propósito de darle su adhesión. Se la dieron también los republicanos de Las Villas y algunas altas personalidades de la vida nacional, y Estrada Palma tuvo prácticamente la presidencia en el bolsillo.

Aun así había que asegurársela y para ello Wood no incluyó a ningún masoísta en la Junta Central de Escrutinio. Protestó Masó, primero ante el interventor y luego ante Washington, pero se desoyó su queja y todo cambio fue denegado. Ya con pocas posibilidades de triunfo, Masó dirigió, el 31 de octubre, un manifiesto a la nación que lo colocó definitivamente frente a la ocupación extranjera.

El alcalde de La Habana, que expresó simpatías por Masó, fue destituido por las autoridades norteamericanas, y a partir de ahí las arbitrariedades se sucedieron, las protestas de los masoístas se hicieron inútiles y se entronizó la ilegalidad. Los partidarios de Masó se vieron en un callejón sin salida y su jefe fue al retraimiento. Estrada Palma concurrió entonces a los comicios sin oponente.

Pese a que don Tomás careció de contrincante y los suyos coparon las mesas de escrutinio, en no pocos lugares se ejerció la coacción y la violencia por parte de las autoridades norteamericanas a fin de evitar que los masoístas se adueñaran siquiera de posiciones secundarias.

Hasta entonces en todas las encuestas realizadas por el periódico La Discusión para conocer la voluntad popular con relación al primer presidente de la República, Estrada Palma fue siempre el candidato menos favorecido. La última de esas indagaciones dio 305 puntos a Estrada Palma y 1 529 a su rival.

El sentir del pueblo era uno y la realidad fue otra. Estrada Palma llegó a la primera magistratura no porque lo apoyaran republicanos y nacionales, sino porque contaba con el espaldarazo de Washington, que lo hizo su candidato.

El año 54

Las elecciones de 1954 fueron grotescas. Tras el golpe de Estado de 1952, Batista aspiraba a la presidencia de la República y solo Grau San Martín, por el partido Auténtico, aceptó tomar parte en los comicios como candidato opositor. Pero no pudo, porque el dictador estaba dispuesto a ganar las elecciones a cualquier precio y tuvo a la Guardia Rural a su servicio en todas las provincias. Solo en Matanzas, territorio que Batista consideraba perdido, más de 500 seguidores de Grau fueron detenidos en días previos a las elecciones. Los soldados allanaban las viviendas de los opositores y la requisa de cédulas se convirtió en un festín vandálico. Candidatos prominentes del autenticismo se vieron despojados de sus vehículos; les ponchaban los neumáticos o les echaban arena en el tanque de la gasolina. Aspirantes a alcaldes y a concejales fueron forzados a abandonar sus jurisdicciones electorales y en ocasiones se les obligó a arrancar los carteles en los que se anunciaba su candidatura. En la residencia de Grau buscaron refugio centenares de candidatos y activistas auténticos. Batista declaró a la revista Bohemia: «No admito la hipótesis de perder frente a Grau». El caudillo auténtico ordenó entonces el retraimiento. Pero antes de hacer pública su determinación pidió al Tribunal Supremo Electoral el aplazamiento de los comicios, lo que permitiría, a su juicio, encontrar la fórmula para superar la crisis. Esa entidad optó otra vez por servir a la dictadura y declaró sin lugar la petición.

Dos días más tarde tenían lugar las elecciones con Batista como candidato único. Poco después, con un decreto, convalidaba el dictador el fraudulento proceso electoral y casi enseguida amnistiaba todos los delitos cometidos en los comicios por sus partidarios que, a pesar de todo, tuvieron que inflar el número de votos y valerse de boletas falsas para lograr el triunfo.

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