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Crímenes sensacionales

¿Cuáles son los hechos de sangre más sensacionales que se registran en la historia de Cuba? ¿Quiénes han sido los criminales más célebres? Sobre algunos de ellos ya hemos hablado. Ahora, sin un estricto orden cronológico, sintetizamos en esta página algunos de esos sucesos.

El secuestrador

En primer lugar cabe mencionar a Carlos Ayala. Secuestraba, en tiempos de la Colonia, a bellas mujeres bayamesas para atormentarlas en un potro que, en el interior de una cueva cercana a la ciudad de Bayamo, construyó en el tronco de un árbol.

Le sigue Florentino Villa que llevó hasta una casa deshabitada de la Calzada de Jesús del Monte esquina a Luz, a Antonio Casademund, a quien propinó 16 puñaladas, sin tener en cuenta que se trataba de un tuberculoso en fase terminal, incapaz de resistir, por su estado de salud, no ya una cuchillada, sino un galletazo.

El asesinato de los esposos Micaela Rebollo y Domingo Sañudo, vecinos de Inquisidor 19, conmovió a La Habana colonial. Fueron muertos a hachazos y nunca se encontró al culpable. Se sospechó que el asesino fue alguien que gozaba de la confianza de las víctimas, que atendían a los visitantes a través de una reja y no les daban acceso a desconocidos. En un primer momento la Policía detuvo a uno de los yernos del matrimonio, que luego quedó en libertad. Micaela y Domingo son los abuelos maternos de la poetisa Dulce María Loynaz y poseían 102 casas en la ciudad, que daban en alquiler. Parte de su fortuna, contaba Dulce María, paró en manos de las autoridades, no solo por lo que sustrajeron de la casa en el primer momento, sino por lo que quedó confiscado y nunca devolvieron.

Muy recordadas son las muertes, ya en la República, de las niñas Zoila y Luisa, que sirvieron para exacerbar sentimientos de odio por razones raciales. Con una diferencia de dos años, ambas tuvieron la misma muerte, la primera en el pueblo de Gabriel, y en Alacranes, la otra: las desangraron y les sacaron el corazón. Por el caso de la niña Zoila murieron en el garrote Bocú y Víctor Molina. Celia, otra niña vecina del Vedado y de ocho años de edad, fue violada y luego muerta con una navaja. Es el caso conocido como el del vendedor de tierra, pues a eso, de manera ambulante, se dedicaba el agresor, llamado Sebastián Fernández y conocido como Tintán.

Benitín y Benitón

Por venganza y odio incontenible, María Luzardo, de 60 años de edad, mató, con un hacha, a su hijastro José Luis Trujillo mientras dormía, en tanto que dos parricidios llenaron de estupor e indignación a la sociedad cubana. Uno es el de Emilio Mendive, que mató a golpes a su padre cuando lo sorprendió en amores con su propia hija. El otro, el de Benito Torres: a tiros de escopeta y a machetazos dio muerte a su madre y a uno de sus tíos y luego segó la vida de sus ocho hermanitos.

El robo fue el móvil de la muerte de Florencio Camporro, propietario de la casa de empeños El Pensamiento, sita en la calle Sol 93. Los asesinos, Antonio Padilla y Domingo Betancourt, pagaron en el garrote su culpa.

También el robo parece haber sido la causa de las muertes de Benito Méndez Fernández y Benito Rodríguez Pérez, dos sujetos avaros y egoístas residentes ambos en una casa de la calle Facciolo, en Regla, y que eran conocidos como Benitón y Benitín, apelativos de los que se valió la prensa para dar nombre al caso. En el llamado crimen de La Osa, la occisa fue una mujer cuya identidad nunca se supo.

Ángel Naya, gerente de la Compañía de Lanchas Santamaría y Naya, trabajaba en su oficina de la calle Inquisidor, cuando lo ultimaron a tiros a través de una ventana. La policía atribuyó el hecho a las diferencias existentes entre dicha empresa y el gremio de los trabajadores portuarios. Varios obreros fueron detenidos, pero no tardó en exonerárseles.

Por haber diagnosticado los médicos su locura, Cuba no accedió a la petición del gobierno español de extraditar a Ramón Gómez Sar, asesino del doctor Ramón García Mon a la salida de su consultorio, en la calle Sol esquina a Aguacate, y al que Madrid reclamaba por una causa pendiente de asesinato. Tampoco cumplió la sanción que aquí le impusieron por la muerte del doctor García Mon. A causa de su enajenación mental lo benefició una ley de amnistía. Salió de la cárcel, pero fue internado en una institución siquiátrica.

También los políticos

En el hotel Luz, José Cano, miembro de la Cámara de Representantes, dio muerte a tiros, mientras almorzaban, al famoso cacique liberal Manuel Martínez Alonso. Comían tranquilamente cuando Cano hizo los disparos por debajo de la mesa. Días antes, había escuchado decir a Martínez Alonso, sin que este lo advirtiera, que no favorecería su candidatura en los comicios siguientes y decidió sacarlo del camino, aunque ese fuese el fin de su carrera política. El Congreso accedió al suplicatorio del Tribunal Supremo para juzgarlo y Cano huyó al extranjero. Regresó acogido a una ley de amnistía, pero no vivió mucho tiempo. Lo cazaron a la salida del frontón de la calle Concordia, conocido como El Palacio de los Gritos. Su automóvil, ya en marcha, fue atacado por varios tiradores.

La premeditación, la nocturnidad y la alevosía coinciden en el asesinato del corredor de casas y terrenos Ramón Font (no confundir con el famoso esgrimista) muerto a cabillazos en un oscuro paraje de la playa de Marianao. Hasta allí logró llevarlo, con el pretexto de un buen negocio con dos campesinos ricos, su amigo Miguel Cabello Malpica, ex cónsul de Cuba en París. Los supuestos campesinos nunca aparecieron; sí dos sujetos, Giraldo Osorio y Jesús Granda que, confabulados con Cabello Malpica, lo asesinaron. Fue un proceso judicial ruidoso porque uno de los criminales, Granda, se suicidó en la cárcel antes de que lo llevaran a juicio.

Se cuentan además, entre los crímenes sensacionales, el del rico naviero Raúl Mediavilla, abatido a balazos por un tal Ruiz en la esquina de Cuba y Aguiar, y el de la joven conocida como La Bella Murciana, vecina del edificio de Nueva del Pilar esquina a Belascoaín, y en el que resultó acusado el doctor Edmundo Mas. En su vivienda de la calle San Ignacio 16, Ambrosia Martínez, por celos, hundió con una plancha de hierro el cráneo de Dulce María Valdés. Aurora del Castillo resultó muerta en Guanabo. Su asesino fue un titulado explorador inglés que se hacía nombrar Ibien Monsi y que era, en verdad, un cubano de apellido Driggs. María Grant Lamigueiro, conocida como Nena Capitolio por su anatomía monumental, fue condenada por el asesinato de su amante, Santiago González, estudiante y empleado del hotel Bristol, a quien doblaba tranquilamente la edad. Lo ultimó a tiros en la habitación de la casa de huéspedes de la calle San Rafael donde vivían. La mujer, que se había autoagredido, quiso hacer pasar el hecho, primero, como un pacto suicida y luego como una defensa propia. Pero sus argumentos no convencieron a los jueces. Despertó muchos comentarios el suicidio, en su habitación del hotel Alcázar, cercano a la Estación Central de Ferrocarriles, del ex representante a la Cámara Juan Antonio Casariego. Se sospechó en un inicio que su ex esposa, Conchita Valdivieso, presente en el lugar en el momento del suceso, lo había agredido, pero cartas escritas por el propio Casariego esclarecieron el asunto. Casariego y Conchita estuvieron, junto a Guiteras, en El Morrillo, donde cayó en combate ese valeroso revolucionario.

El crimen del siglo

La muerte de Rachel Kergeester, la linda francesita, cuyo asesinato inspiró una canción, una película y centenares de notas periodísticas, se conceptúa como el Crimen del Siglo en Cuba. La encontraron completamente desnuda y con el cráneo destrozado en la bañadera de su apartamento de la calle San Miguel entre Águila y Amistad. Lo curioso es que la puerta de la casa tenía el pestillo pasado por dentro.

La policía detuvo a Jiménez Rebollar, cantante del cabaret Montmartre y amante de la occisa, que, por otra parte, llevaba también relaciones íntimas con el norteamericano que representaba en Cuba a los vehículos de la marca Ford. Las diligencias del letrado Carlos M. Palma —Palmita, el llamado Abogado de las Mujeres— demostraron la inocencia de Jiménez Rebollar, que quedó en libertad, mientras los indicios agravaban la culpabilidad de Oscar Villaverde, antiguo propietario del cabaret Tokio y ex esposo de la muerta. Pero por una causa u otra, dicen que por su amistad con el jefe de la Policía Judicial de Machado, jamás se inició proceso legal contra Villaverde. Por cierto, Rachel fue enterrada en el cementerio de Calabazar, en el panteón propiedad de Villaverde. Y a la misma tumba fue a parar el supuesto victimario cuando murió muchos años después. Juntos por los siglos de los siglos.

Conmovió también a la opinión pública el caso de Celia Margarita Mena, la Descuartizada, muerta y desmembrada por su amante, el policía René Hidalgo, en una habitación de la azotea del edificio Larrea, en la Calzada de Monte 969, entre Pila y Matadero.

Un día, una pierna de mujer, cuidadosamente envuelta en un saco de yute, apareció en una alcantarilla del reparto Buenavista, en Marianao. A partir de ahí los hallazgos se sucedieron. Aunque parezca increíble, muchos afirmaban que no se trataba de un crimen. Durante largo tiempo las especulaciones fueron diversas y encontradas. Mientras detectives e investigadores se empeñaban en esclarecer los hechos, había quienes lo conceptuaban, al no aparecer la cabeza, como una broma de pésimo gusto llevada a cabo, tal vez, por algún estudiante de Medicina que, por partes, había sustraído un cadáver del Departamento de Anatomía Patológica de la Universidad. Pero eso sí, debía ser el cadáver de una extranjera porque —chovinistas que somos— se decía que una cubana no podía tener los senos tan pequeños. Cuando al cabo de 11 meses del primer hallazgo apareció la cabeza en la letrina de una vivienda de la calle Dificultades, en Surgidero de Batabanó, la Policía pudo identificar a la víctima y tirar la línea que la enlazaba con su asesino.

Sin esclarecer

Un mediodía, debajo de un puentecito del río Almendares, en el Bosque de La Habana, fue hallada muerta, con diez puñaladas diseminadas por todo el cuerpo, una bella joven identificada después como Sima Rasbasky, de origen hebreo. Por la tarde, y muy cerca de ese sitio, aparecía el cadáver de su novio, el estudiante, también hebreo, Jaime Bergerman. Presentaba una cuchillada certera en el corazón.

¿Homicidio-suicidio? ¿Doble homicidio? ¿Pacto suicida? Durante largas semanas no cesó la polémica. Mientras las autoridades acometían las investigaciones pertinentes, los principales diarios de la capital dedicaban planas enteras al misterioso suceso y ahondaban en todos los detalles, por pequeños que fueran. Los forenses no descartaron la posibilidad de un homicidio-suicidio. Pero algunos apostaban por el doble homicidio y otros conceptuaban el suceso como un crimen pasional. Cuando parecía prevalecer la primera tesis, nuevos elementos hacían que la balanza se inclinara por el doble homicidio. Pero la muerte de Jaime y Sima no pudo esclarecerse nunca.

Ernesto Castilla salió a la calle San Ramón, en el reparto Jacomino, auxiliando a una mujer que se oprimía el pecho con las manos. ¡Me la han matado, ayúdenme!, gritaba. Los vecinos lo ayudaron a conducirla a la casa de socorros de San Miguel del Padrón, donde el médico de guardia apreció en su cuerpo cuatro heridas producidas por arma de fuego y dispuso su remisión al hospital Calixto García. En esa casa de salud, Emelina Miranda dejó de existir tras recibir los primeros cuidados.

Castilla, que sostenía relaciones maritales con Emelina desde hacía cuatro años, contaba una historia increíble. Leía en la sala de su casa y ella permaneció a su lado hasta que decidió dirigirse a la habitación. Él levantó la vista del libro y vio a un hombre parado en la ventana. Nada podía aportar sobre sus rasgos físicos, pero sí que empuñaba una pistola, disparó sobre Emelina y se dio a la fuga.

Los que escuchaban el relato sonreían escépticos. Las autoridades decidieron detenerlo y en la estación de policía lo presionaron para que confesara dónde había escondido el arma homicida. Castilla se mantuvo en sus trece.

Los mismos familiares de la muerta declararon a su favor: era hombre trabajador, callado, formal, incapaz de dañar a nadie. Hubo que ponerlo en libertad.

El más inquietante silencio rodeó la muerte de Emelina Miranda. Nadie en la barriada de Jacomino vio a hombre alguno correr después de escucharse los disparos, y la mujer, la única que podía esclarecer el caso, murió sin declarar. Pasó el tiempo. Se admitió que Castilla no mató a su mujer y que la muerte entró, en la noche, por aquella ventana.

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