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La Protesta de los 13

El pasado día 18 se cumplieron 90 años de la histórica Protesta de los 13, aquel gesto que protagonizaron 15 jóvenes cubanos y que fue, dijo Juan Marinello, «la primera expresión política de nuestros intelectuales, como grupo definido».

Salían a la palestra para denunciar el turbio negocio de la compra del convento de Santa Clara, llevada a cabo por la administración del presidente Zayas. En 1911, las monjas clarisas, decididas a abandonar el viejo caserón enmarcado en el cuadrilátero conformado por las calles Cuba, Habana, Sol y Luz, que ocupaban desde el siglo XVII, a fin de trasladarse a un nuevo edificio en la barriada de Lawton, pusieron en venta su propiedad. La adquirió, en 1921, una compañía urbanizadora que quería demoler el convento y construir en ese espacio locales para viviendas y establecimientos comerciales. Las clarisas recibieron como pago un certificado de depósito, que expidió el banquero Narciso Gelats, por la cantidad de 400 000 pesos y una primera hipoteca de $600 000 con intereses al cinco por ciento. El 28 de marzo de 1922, cuando solo 31 monjas conformaban la comunidad, se trasladaron las clarisas para su nuevo edificio.

La situación económica del país impidió llevar a vías de hecho el proyecto de los compradores, y en una sucia operación, el 10 de marzo de 1923, el presidente Zayas autorizó adquirir de la compañía urbanizadora el viejo convento. Se pagaron 2 350 000 pesos, siendo el Gobierno el encargado de liquidar la hipoteca que mantenían las clarisas.

Contra ese acto, que reportaba una tajada de más de un millón y cuarto de pesos para repartir entre el Gobierno y la compañía urbanizadora, se rebeló el poeta Rubén Martínez Villena. Lo secundaban el ya aludido Marinello, Jorge Mañach, José Z. Tallet, José Antonio Fernández de Castro, Francisco Ichaso y Luis Gómez-Wangüemert, entre otros.

En su gesto, expresó el historiador Ramiro Guerra, cuajó el ideal más alto de la revolución de 1895: libertad para pensar, para ser, para afirmar la personalidad.

Hasta entonces, proseguía Guerra, «habíamos dispuesto en nuestros juicios de una escala de valores seudocoloniales a base de convencionalismo, de respeto, de cobardía frente a lo insincero y falso; a partir de aquel momento tuvimos otra medida llena de audacia y de juvenil insolencia y, al mismo tiempo, de elevada rectitud moral. Después de aquella tarde nadie se sintió en la posesión de una reputación legítima. Cada hombre debía ser capaz de resistir los recios martillazos de la verdad».

¿Qué pasó aquella tarde del domingo 18 de marzo de 1923? Veámoslo en la versión que acerca del suceso legó el poeta Tallet, uno de sus protagonistas.

Almuerzo en Chinchurreta

Pocos días antes, el 8, la compañía mexicana de Lupe Rivas Cacho estrenaba en el teatro Payret la revista titulada Las naciones del Golfo, original de los jóvenes escritores cubanos Andrés Núñez Olano y Guillermo Martínez Márquez, con música del compositor mexicano Ignacio Torres. La obra —que se mantendría en escena durante dos meses— gozó desde su primera puesta del favor del público y de la crítica, y la juventud intelectual de entonces quiso rendir un sencillo homenaje a sus exitosos autores. Nada pareció mejor que un almuerzo. Tendría lugar aquel domingo 18 en el restaurante de Chinchurreta, en Compostela, entre Sol y Luz, frente por frente al callejón de Porvenir, en los bajos del hotel Campoamor. Fue un encuentro plácido y distendido. Se hizo el elogio de los homenajeados, hubo una larga sobremesa y una fotografía de grupo, ya histórica, remató el convite.

Después de la foto —eran ya casi las cuatro de la tarde— se dispersó la mayor parte de los comensales, unas 40 personas. Quince de ellos quedaron frente al restaurante, sin saber qué hacer ni adonde ir. De pronto alguien recordó que cerca de allí, en la sede de la Academia de Ciencias, el Club Femenino de Cuba homenajearía a la escritora y pedagoga uruguaya Paulina Luisi, de paso por La Habana, y que el panegírico de la invitada estaría a cargo del doctor Erasmo Regüeiferos Boudet, ministro de Justicia del presidente Zayas. La misma persona propuso que el grupo se trasladara a la Academia y repudiara allí la actitud deshonesta de Regüeiferos, que había firmado, junto a Zayas, el decreto sobre la compra del convento por parte del Estado cubano.

Hay que decir, en honor a la verdad, que el sujeto no era una mala persona. Ni un ladrón. Por aquel «chivo» de la venta del convento no parece haberse metido un solo centavo en el bolsillo. El mismo Rubén lo exculpa cuando luego de llamarle «el seráfico Erasmo», lo califica en su famosa Epístola lírico-civil, que compuso poco después de la Protesta, de «señor incapaz del pecado y del vicio». Como senador de la República, este abogado oriental —Gran Maestro de la Masonería, ex autonomista y mediocre dramaturgo— dio siempre su apoyo a las causas más justas, si bien la mayoría de sus proyectos no progresó, ninguneados en el Congreso o vetados por el Presidente. Su único triunfo en el Senado resultó la ley del divorcio, de la que fue ponente. No tenía por qué haber firmado el decreto que lo pondría en la picota. Como secretario de Justicia no le correspondía. Pero cuando Manuel Despaigne, secretario de Hacienda, se negó a hacerlo, él asumió la responsabilidad por solidaridad con Zayas, con quien lo unía una larga y estrecha amistad. Como dijo Rubén: «Prefirió rendir una alta prueba de adhesión al amigo, antes que defender los intereses nacionales».

Todavía frente al restaurante de Chinchurreta, los jóvenes trazaron su estrategia: entrarían en pequeños grupos al paraninfo de la Academia y se dispersarían por el salón. Rubén Martínez Villena sería, de ellos, el único que hablaría.

Habla Rubén

El poeta de La pupila insomne ocupó una butaca en la segunda fila del lunetario, hacia el centro. Tomaban asiento en el estrado Hortensia Lamar, presidenta del Club Femenino, la educadora objeto del homenaje, el cuestionado ministro, el embajador uruguayo y su esposa… Ya con el salón lleno, la Lamar abrió el acto y dio la palabra a Regüeiferos. Cuando este se hallaba a mitad de camino hacia la tribuna, Rubén se puso de pie, gesto que imitaron sus compañeros. Señorita Presidenta, pido la palabra, dijo el poeta, y los «protestantes» aplaudieron. El ministro, parado en seco en medio de la tarima, sonrió. Quizá pensó que aquellos jóvenes estaban allí para vitorearlo.

Martínez Villena pidió perdón a la presidencia del Club Femenino y a la ilustre invitada, al embajador y a su esposa y a la distinguida concurrencia. El grupo de jóvenes no se oponía a la celebración de un acto como ese ni que se rindiera reconocimiento a Paulina Luisi… Dejaba, sí, constancia de su protesta por la presencia allí de Erasmo Regüeiferos, «que olvidando su pasado y su actuación, sin advertir el daño que causaría su gesto, ha firmado un decreto ilícito que encubre un negocio repelente y torpe… Protestamos contra el funcionario tachado por la opinión pública, y que ha preferido rendir una alta prueba de adhesión al amigo, antes que defender los intereses nacionales. Sentimos mucho que el señor Regüeiferos se encuentre aquí, por eso nos vemos obligados a protestar y a retirarnos».

El grupo de jóvenes salió del local y el acto continuó su curso. Regüeiferos, lento y grave, se dirigió a la tribuna y dijo su discurso. Después, en declaraciones exclusivas al periódico Heraldo de Cuba, expresó:

«Yo no le hago caso a eso. Hasta he aplaudido. Son unos inconscientes… He firmado el decreto de la compra del convento de Santa Clara porque estoy convencido de que se trata de una buena obra…

«Lo autorizo para que lo diga así: el pueblo de Cuba no sabe lo que se ha propuesto el Presidente con esta compra. Hemos comprado las reliquias históricas que allí existen, la verdadera Habana antigua con sus calles, con sus casas, casi como en su fundación. Tesoros de tradición, de historia, de leyenda, salvados para la posteridad… como se hace en todos los países».

Desde ese punto de vista, Regüeiferos tenía razón. Un decreto inmoral salvaba para la posteridad una reliquia histórica que la compañía urbanizadora, con sus planes, hubiera barrido para siempre del mapa de la ciudad.

Mis deberes de cubano

En la mesa de un cafetín cercano al Heraldo de Cuba, Rubén escribió a vuela pluma el manifiesto que exponía la razón y la finalidad de lo sucedido; documento que dio a conocer dicho periódico. Lo firman 13 de los 15 «protestantes». No lo hacen el poeta español Ángel Lázaro, por miedo a que lo expulsen de la Isla por «extranjero indeseable», y el doctor Emilio Teuma, pedagogo y propietario de una escuela para niños con trastornos físicos y síquicos, porque era masón y no quiso entrar en contradicción con el gran maestro Regüeiferos. Diría además Rubén a un reportero: «Esta protesta no será la última. Hemos decidido protestar contra aquellos que han violado la ley con escarnio, contra aquellos que han resucitado un pasado de ignominia. Protestaremos pues públicamente también contra el doctor Alfredo Zayas, autor de este decreto torpe e inmoral».

Dos días después del incidente, obedeciendo a su caballerosidad innata y a lo firme de sus convicciones, daba el poeta a conocer una carta abierta a la señorita Hortensia Lamar. De nuevo pedía excusas por la abrupta interrupción del acto y explicaba las motivaciones de su conducta. Se dice «el vocero de un grupo de adictos a la religión que profesaron en vida nuestros muertos» que no podía hurtar el cuerpo a su responsabilidad de cubano. Añadía: «Y para mí, señorita, mis deberes de cubano están por sobre todo. Creo que el hombre se debe primordialmente a la patria y a la madre. Los que como yo tienen la desgracia de deberse nada más que a la patria, a ella se deben doblemente». Subraya Rubén al final de la misiva la identificación suya y de sus compañeros con los ideales renovadores de la mujer cubana.

Delito de injurias

A esa altura ninguna medida había tomado el Gobierno contra los jóvenes de la Academia de Ciencias. La publicación de la carta a Hortensia Lamar y la insistencia del Heraldo de Cuba de no dejar morir los ecos de la Protesta, a fin de aprovecharla en su campaña contra Zayas, hicieron que Regüeiferos se querellara contra Rubén. A este lo detuvieron en la noche del día 21 y como el juez de guardia no apareció por ninguna parte —recuérdese que Regüeiferos era el ministro de Justicia— tuvo que dormir en el vivac, pues no pudo prestar fianza. Fue la primera vez, dice Raúl Roa, que el poeta pasó la noche en la cárcel, hecho que se repetiría luego. Al día siguiente se pagó la fianza y el poeta volvió a la calle.

El fiscal de la Audiencia habanera acusó a los «protestantes» por el delito de rebelión, pero el juez de instrucción García Solá modificó la imputación y dictó auto de procesamiento por el delito de injurias. En este sentido, se procedió a incoar la causa 330 de 1923. Se impuso una fianza de mil pesos a cada uno de los «protestantes» y tenían todos la obligación de acudir los lunes a firmar al juzgado, para un juicio que nunca se celebró. Así cerró esta historia, pero quedó la clarinada.

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