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Los sucesos de Orfila (IV y final)

En una entrevista que concedió en Miami, muchos años después de los sucesos de Orfila, Mario Salabarría afirmó que cuando tuvo en las manos la orden del juez de instrucción para detener a Emilio Tro, pidió al coronel Fabio Ruiz Rojas, jefe de la Policía Nacional, que la mostrara al Presidente de la República y que Grau estuvo de acuerdo con que se procediera a la detención, si bien el mandatario no fue responsable de lo que sucedió en la casa de Morín Dopico cuando se quiso ejecutar el arresto.

No se pierda de vista que ambos, nombrados por Grau, eran comandantes de la Policía, en virtud del Servicio Militar de Reserva, y que mientras Salabarría desempeñaba la jefatura del Servicio de Investigaciones Extraordinarias de la Policía Nacional, creado en los días de la II Guerra Mundial como Servicio de Investigaciones de Actividades Enemigas, Tro ocupaba la dirección de la academia de ese cuerpo represivo, cargo que en opinión de algunos nunca desempeñó y sí la jefatura de su unidad de Entrenamiento y Disciplina Militar.

En opinión del historiador Humberto Vázquez García, en su libro El Gobierno de la Kubanidad (1985), el coronel Ruiz Rojas era un hombre de Salabarría y participaba en sus fechorías. Tro se había enfrentado a las especulaciones de la bolsa negra y a otros negocios sucios organizados por las altas esferas del Gobierno. Salabarría, pese a su fama de honrado —recuérdese que denunció al Ministro de Comercio cuando lo «trabó» en un negocio escandaloso—, terminó involucrándose en ese tipo de operaciones en contubernio con el jefe de la Policía y con el comandante Roberto Meoqui Lezama, entre otros.

Tro se oponía a esas actuaciones ilícitas y quizá las habría denunciado al Presidente, dice Vázquez García y agrega que las contradicciones y los sentimientos de antipatía entre ambos venían desde la época de Machado, rivalidad que había conducido a sucesos de sangre entre sus respectivos seguidores. Ruiz Rojas no había sido nada feliz con la designación de Tro dentro del cuerpo policial y no asistió a su toma de posesión, como tampoco lo hizo ningún alto oficial, salvo Morín Dopico. La enemistad entre Salabarría y Tro se acrecentó cuando este quiso instalar su despacho en el mismo edificio donde el otro tenía el suyo.

El coronel Ruiz Rojas se parcializaba siempre a favor de Salabarría y Tro lo amenazó de muerte. «El temor a que ello se materializara hizo que Ruiz y Salabarría decidieran eliminar a Tro. El fallido atentado contra este y la muerte del capitán Ávila habían servido como catalizador del conflicto. En esas circunstancias, Salabarría y Ruiz recurrieron al mandato de detención dictado por el juez de instrucción, luego de lo cual, en compañía de Benito Herrera, jefe de la Policía Secreta, prepararon el ataque a la casa de Morín Dopico», precisa Vázquez García.

Por orden del jefe del Ejército, mayor general Genovevo Pérez, Salabarría y Morín quedaron incomunicados en el campamento militar de Columbia, sede del Estado Mayor. El Ejército ocupaba las oficinas de Salabarría y procedía a un registro minucioso en la casa del coronel Fabio Ruiz. Tres hombres de su escolta se hallaban detenidos en Columbia y Ruiz Rojas, creyéndose aún el jefe del cuerpo policial, se comunicó por teléfono con Genovevo para gestionar su libertad. El bien comido militar le contestó que los dejaría salir si demostraban no haber participado en los sucesos de Orfila. Ruiz Rojas no insistió. Él mismo estaba en llamas, y Genovevo, que lo tenía ya con la cabeza en el suelo, quería darle un porrazo en la oreja: tenía la idea de hacer que el coronel Oscar Díaz, oficial investigador de la causa 95 del Estado Mayor General del Ejército por la matanza de la casa de Morín, lo citara a Columbia y, una vez allí, disponer su detención.

Ruiz Rojas, sin embargo, se refugió en Palacio y, tras conseguir una licencia por 30 días —para reponerse, dijo Genovevo, de las emociones recibidas— marchó al extranjero. Regresó el 2 de febrero de 1950 y debió responder por los cargos que se le imputaban en la causa 95. Prestó entonces declaraciones en Columbia y fue remitido a las prisiones militares: lo acusaban de ser el autor intelectual de la masacre.

Muertos que sabían demasiado

El documental de Guayo para el Noticiero Nacional de Cine, que recoge minuto a minuto los detalles de la matanza, se exhibía en los cines Fausto y Rex cuando Alejo Cossío del Pino, ministro de Gobernación (Interior) del presidente Grau, dispuso su prohibición por considerarlo «poco edificante». El joven estudiante Fidel Castro acusó al mandatario y a su ministro de ese secuestro encaminado, aseguró, a borrar las pruebas acusatorias. Por los sucesos de Orfila, líderes de la oposición tacharon al Gobierno de «irresponsable, inepto e indisciplinado» y acusaron al Ejecutivo de fomentar desórdenes y violencia, mientras que otros, de manera más directa, identificaban al Presidente como «el gran culpable, el gran defraudador, el gran asesino, el gran simulador». El senador Eduardo Chibás ponía por los cielos las virtudes reales o imaginarias de Tro. Condenaba, sí, sus hechos de sangre, pero reconocía que no mataba por la espalda ni asesinaba mujeres y que tampoco participaba en las especulaciones de la bolsa negra. Exaltó su generosidad cuando reveló que en los momentos más intensos del tiroteo, Emilio Tro propuso suicidarse para salvar con su sacrificio a la esposa y a la hijita de Morín.

Después de tres largos meses y tras escuchar las declaraciones de 168 testigos y consumir unas 200 horas en sesiones permanentes y secretas, el Consejo de Guerra dictó, el 6 de marzo de 1948, su fallo en la causa 95. Fueron jornadas que transcurrieron en un ambiente de relativa hostilidad, aseguraron los reporteros de la sección En Cuba, de la revista Bohemia. El público no lo componían simples curiosos, sino familiares y partidarios de los acusados de uno y otro bando y muchos no podían contenerse y amenazaban por señas a sus enemigos o proferían insultos a media voz. Salabarría protestó ante el presidente del tribunal por las provocaciones de que era objeto y al finalizar una de las sesiones, al coincidir en el pasillo del edificio del Consejo Superior de Guerra, Morín Dopico y el hermano de El Colorado casi se van a las manos pese a las presencia de los escoltas, que rastrillaron sus fusiles para disuadirlos. El abogado de Salabarría desistió de seguirlo siendo por lo que consideró coacciones morales del tribunal, que ponía continuos reparos a su desempeño.

Salieron a relucir en el juicio las operaciones de bolsa negra y el contrabando de armas y drogas por el río Almendares, pero en ningún momento se dedujo testimonio para la investigación de los delitos que se mencionaban. Se dijo que algunas de las víctimas de Orfila, como el teniente Puertas Yero, murieron porque sabían demasiado de esas cosas y no porque fueran actores de la contienda. Se dejó entrever una versión muy diferente a la conocida en cuanto al motivo del intento de detención de Emilio Tro. Su eliminación del tablero de las actividades policiales no fue idea de Salabarría, su enemigo irreconciliable, sino que nació en el Palacio Presidencial. Eso provocó que el abogado Fernando del Busto, un batistiano notorio, reclamase la presencia del mandatario de la nación como testigo del proceso.

Entre otros militares, el comandante Mario Salabarría fue condenado a 30 años por asesinato y a un año y un día por desorden público. El teniente Roberto Pérez Dulzaides, 25 años por asesinato y seis meses y un día por desorden público. Capitán Mariano Miguel, 20 años por homicidio. Cabo Osvaldo Sabater, 25 años por asesinato… El comandante Antonio Morín Dopico fue sancionado a un año y un día por desorden público. Tribunales ordinarios juzgaron y sentenciaron a elementos civiles implicados en la matanza. Dicen que cuando le preguntaron a José Fayat o Fallat, alias el Turquito, por qué mató a la esposa de Morín Dopico, respondió como si una gran tristeza lo embargara: «Me daba pena verla sufrir tanto, pues estaba herida. La rematé por caridad…».

Seis nombres y una fecha

En la necrópolis de Colón, una lápida de grandes proporciones que resguarda un panteón tiene inscritos seis nombres y una fecha: Emilio Tro Rivero, Luis Padierne Labrada, Alberto Díaz González, Arcadio Méndez Valdés, Mariano Puertas Yero y Aurora Soler de Morín; 15 de septiembre de 1947. Por cada uno de esos nombres, la Unión Insurreccional Revolucionaria (UIR) la organización fundada por Tro, escribió el de uno de sus asesinos: Mario Salabarría, Roberto Meoqui, Rogelio Hernández Vega… lo que equivalía a una condena a muerte. Escribieron asimismo el nombre de Cossío del Pino. Consideraban que la prohibición de la exhibición del documental de Guayo, de la que fue responsable, lo hacía cómplice de la tragedia.

En la noche del 11 de febrero de 1952, Cossío fue víctima de un atentado mientras departía con amigos y correligionarios en torno a una mesa del café Strand, en la esquina de Belascoaín y San José. Con 16 perforaciones de bala en sus espaldas, no llegó vivo al Hospital de Emergencias. Para muchos, la UIR había cumplido el juramento de eliminarlo que hizo en el entierro de Tro, pero se dice que existen elementos sobre que Batista pagó a los asesinos con el ánimo de crear en el país un clima propicio al golpe de Estado del 10 de marzo.

Rogelio Hernández Vega, «Cucú», fue ultimado a balazos en el consulado cubano de México, en julio de 1948. Olvidado y en la miseria moría, en 1950, Roberto Meoqui en el sanatorio antituberculoso de La Esperanza, en Arroyo Naranjo. En la mañana del 21 de noviembre de 1951, escapaba el Turquito del Castillo del Príncipe, donde guardaba prisión; una fuga espectacular protagonizada por Policarpo Soler y dirigida desde fuera por Orlando León Lemus, el Colorado. Este, tras los sucesos de Orfila, logró salir a México y buscó luego refugio en Venezuela hasta que, expulsado del país sudamericano, halló refugio en Panamá. No demoró mucho en su periplo por el exterior. En mayo del 48 regresó clandestinamente, pero con el apoyo de altos funcionarios del Gobierno. Siempre fue antibatistiano y recrudeció su lucha contra el dictador a partir del 10 de marzo. En la madrugada del 24 de febrero de 1955, fuerzas policiales mandadas por el teniente coronel Lutgardo Martín Pérez lo abatieron a tiros en su escondite de Durege 211, en Santos Suárez.

Mario Salabarría salió de la cárcel el 3 de junio de 1961. Se hallaba internado en el Hospital Curie (Instituto de Oncología) operado de un cáncer en una pierna, cuando le comunicaron su libertad. El 22 de junio de 1965 fue detenido de nuevo por su participación probada en un atentado contra la vida del Comandante en Jefe. Pasó, en conjunto, 28 años en prisión, cifra que no incluye el tiempo de privación de libertad que padeció en los días de Machado. A su salida de su última cárcel fue a vivir en el número 60 de la calle Agustina, en la Víbora, junto a su hermana Haydée, que fue novia de Rafael Trejo. Murió en Miami, el 10 de marzo de 2004, a causa de una insuficiencia mitral. Sus restos fueron incinerados. Tenía 94 años de edad.

Emilio Tro sigue vivo en su leyenda.

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