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Aquel golpe de Estado (III y Final)

El ascenso a Coronel del sargento taquígrafo Fulgencio Batista y su designación como jefe del Estado Mayor del Ejército, acometidos por Sergio Carbó, comisionado encargado de las secretarías de Gobernación, Guerra y Marina, provocó la crisis en la Comisión Ejecutiva o Pentarquía, gobierno colegiado que desde el golpe de Estado del 4 de septiembre regía los destinos de la nación. La promoción de Batista fue el pretexto esgrimido por Franca, Irisarri y Portela, tres de los cinco comisionados, para justificar el cisma. Alegaban que tan importante decisión no les fue consultada, lo que entrañaba una violación flagrante de las normas que regulaban el funcionamiento de la Comisión que exigía que los acuerdos se tomaran por mayoría.

Es cierto que Carbó pasó por encima de ese requisito, pero la solución del problema del Ejército no admitía dilaciones. Además había consultado el asunto con todos y cada uno de los miembros del Directorio Estudiantil que estaban en el Palacio Presidencial la noche del 8 de septiembre, y todos se mostraron conformes, acuerdo ratificado más tarde en la reunión que mantuvieron la Comisión Ejecutiva y el Directorio. Una reunión interminable. Comenzó a las diez de la noche del 8 y se extendió hasta la mañana del 9. Defendió la mayoría de los presentes la vigencia del gobierno colegiado. Opuestos solo los comisionados Portela e Irisarri, pues Franca desde el día 5 no se portaba por Palacio. Asombra la actitud de Irisarri; vehemente propulsor del gobierno colegiado y ahora su impugnador más acérrimo al abogar por un gobierno presidencialista. La amenaza de la intervención militar norteamericana provoca calambrina en Portela e Irisarri, que tan gallito se mostraría sin embargo en la entrevista que un periodista le fabricó después de 1959. Sin ocultar su miedo a la intervención, Irisarri recomendaba cerrar las puertas de Palacio y dinamitarlo con estudiantes y pentarcas dentro. Asustado, repetía: «Estamos sobre un volcán», a lo que, sarcástico, ripostaba Ramón Grau San Martin, otro de los pentarcas: «Pues apaguemos ese volcán».

La bicicleta de Carbó

Crece la conspiración que contra la Pentarquía comanda el general Menocal y a ella se suman miembros de la organización ABC y los seguidores del exalcalde habanero Miguel Mariano Gómez. El coronel oculista Horacio Ferrer prosigue su campaña en favor de la intervención norteamericana, y los oficiales desplazados de sus cargos por el golpe del 4 se septiembre van refugiándose en el Hotel Nacional, que no demora en quedar convertido en un campamento. La Isla está rodeada por barcos de guerra estadounidenses. Vive La Habana un clima de terror. Detonan bombas, suenan las ametralladoras recortadas y desde las azoteas francotiradores accionan sus escopetas. Los ánimos se hallan muy excitados aquella noche del 8 de septiembre cuando estudiantes y pentarcas se reúnen en el fastuoso Salón de los Espejos de Palacio.

Portela enfila los cañones a Grau: «Ya todo está perdido; estamos provocando la intervención», dice e Irisarri lo secunda: «Debemos renunciar inmediatamente y entregar el poder a una Junta de Notables presidida por Menocal, Mendieta y Miguel Mariano…».

«No se trata de volar Palacio, sino de salvar la Revolución», dice Grau y añade que, aunque la Isla esté rodeaba de barcos de guerra norteamericanos, Roosevelt no inauguraría su política del buen vecino, en vísperas de la celebración de la Conferencia Panamericana de Montevideo, con la ocupación militar de Cuba.

Vuelve Portela a la carga: «Todos los partidos están contra nosotros. La intervención se puede producir de un momento a otro».

Habla Grau: «La Revolución se hizo, doctor Portela, para destruir la política tradicional. Es natural que los  partidos estén en contra de nosotros».

Salta Irisarri de nuevo: «¡Yo no acepto la responsabilidad histórica de provocar la intervención! En cualquier momento pueden los soldados irrumpir en esta sala y ametrallarnos a todos».

Grau: «Yo estoy dispuesto a asumir todas las responsabilidades…. Estaré con los estudiantes hasta el final. Si ellos caen, yo caeré a su lado. Retirarse ahora sería una deserción, una cobardía».

Pregunta Grau su opinión a Carbó. Dice este: «No tengo su optimismo, pero estoy de acuerdo con usted». Interviene de nuevo Irisarri, que es el miedo disfrazado de pentarca: «Vamos por un camino peligroso. Debemos detenernos». Y Carbó le responde: «Estamos montados en una bicicleta y no podemos detenernos. Si no pedaleamos, nos caemos».

Avanza la madrugada y el estudiante Eduardo Chibás se muestra inconforme con el mantenimiento de la Pentarquía. Cree que está muerta porque Franca, Irisarri y Portela la mataron. Pide que se designe a un Presidente de la República, fórmula que, a su juicio, apoyarían naciones del continente. En efecto, esa misma tarde los embajadores de Argentina, Brasil y Chile acreditados en Washington pidieron al presidente Roosevelt que no interviniera en Cuba.

La propuesta de Chibás se discute durante horas y es rechazada al fin a las seis de la mañana. A esa hora se conoce que Irisarri y Portela renuncian a la Pentarquía de manera irrevocable y se retoma la propuesta de Chibás. Por decisión de la asamblea, los cuatro pentarcas presentes designarán al Presidente de la República.´

A Washington que espere

A las ocho de la noche del día 9 Grau, Portela, Irisarri y Carbó se dan cita en el tercer piso de Palacio. En el segundo se reúne, en sesión secreta, el Directorio Estudiantil. Los estudiantes se huelen que Irisarri y Portela quieren entregar el poder a los políticos —en específico al ginecólogo menocalista Gustavo Cuervo Rubio— y que existe un complot para detener a Batista y restaurar en sus mandos a la oficialidad destituida. Se acuerda derogar el voto de confianza que se otorgó a los pentarcas. El estudiante Rubio Padilla —y no Chibás, como él se adjudicó— propone a Grau para la primera magistratura.

Prío y otros dos estudiantes suben al tercer piso. Portela, luego de una violenta discusión, les pide que se retiren pues «nosotros tenemos la grave, trascendente e histórica misión de elegir al presidente». Rojo de ira, Prío le ataja los caballos. «No, señor Portela, esa misión grave, esa misión trascendente, esa misión histórica les ha sido retirada. El Directorio revocó su voto de confianza y designó Presidente al doctor Ramón Grau San Martín». Irizarri y Portela quedan sin palabras. Carbó, de pie, dice a Grau: «A sus órdenes, Señor Presidente». «Muchas gracias, Carbó», responde el aludido y añade: «Ahora, adelante».

En su residencia de 17 esquina a J, en El Vedado, Grau es recibido con lágrimas por sus sobrinos y su cuñada —era soltero. Piden que no acepte el cargo; temen por su vida. Grau se conmueve, pero no se ablanda. Comenta: «Esta es la primera vez que la familia de un hombre exaltado a la primera magistratura de la República le pide que no acepte».

Al filo del mediodía está de nuevo en Palacio. Viste de blanco y a duras penas se abre paso entre la multitud que colma el Salón de los Espejos. En uno de los extremos aguardan los magistrados del Tribunal Supremo encabezados por su presidente. Tomarán juramento al nuevo mandatario.

«Doctor Edelmann, dice Grau al rector del Supremo, me  niego a jurar ante la Constitución de 1901, que repudio, por estar mediatizada por la Enmienda Platt… Invito al Tribunal a que me acompañe fuera».

Desde la terraza norte Grau San Martín saluda a los congregados en la plaza. «Amigos, me he negado jurar ante la Constitución porque contiene un apéndice que coarta la soberanía del país. En su lugar, juro ante ustedes». Un funcionario palaciego interrumpe su discurso: «Señor Presidente, lo llaman de Washington». Grau responde, rápido: «A Washington que espere, que yo estoy hablando con el pueblo de Cuba».

Comenzaba el llamado Gobierno de los Cien Días que, en realidad, fueron 127. Nacía a la vida política un hombre que capitalizó las esperanzas de la nación y las defraudó todas.

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