Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Así murió Ignacio Agramonte

 

Si existen casi 50 versiones, y algunas de ellas contradictorias, acerca del combate en que perdió la vida el mayor general Antonio Maceo, algo similar ocurre con el combate en que, hace 152 años, en el Potrero de Jimaguayú, a 25 kilómetros al suroeste de la ciudad de Camagüey, encontró la muerte el mayor general Ignacio Agramonte y Loynaz, el Bayardo de la Revolución Cubana, «aquel diamante con alma de beso», como lo caracterizó José Martí. Una acción que algunos de sus propios compañeros de armas no vacilaron en calificar indistintamente como «inoportuna, imprudente, absurda, caprichosa, oscura y misteriosa».

Ramón Roa, secretario y ayudante del jefe de la caballería camagüeyana, y que fuera sobreviviente de aquel día aciago, escribió que el Mayor cayó en una acción que fue «poco más que una escaramuza». Serafín Sánchez, entonces capitán, habló de la «inesperada y hasta imprudente muerte de Agramonte», quien «no debió dejarse llevar de su impetuoso brío de guerrero y entrar en la acción de Jimaguayú como un simple soldado de fila, puesto que su carácter de primer jefe le ordenaba militarmente lo contrario de lo que desgraciadamente hizo». Vidal Morales, afirmaba por su parte, que el Bayardo fue víctima «de la audacia y de su propia imprudencia», cuando, aseguraba Bartolomé Masó, separado de los suyos y por andar erguido en su caballo, se hacía blanco seguro de la descarga enemiga. Manuel Sanguily le ponía la tapa al pomo al aludir, un año después del suceso, a «una muerte trágica y oscura, entre la angustia y la zozobra». Porque, para no faltar, no falta tampoco la versión que asevera que fue Agramonte víctima de sus propias armas, ni la que expone que cayó fulminado por un cubano que lo baleó por la espalda.

Para reconstruir y esclarecer el suceso, el Doctor en Ciencias Raúl Izquierdo Canosa y colaboradores dieron a conocer el libro Ignacio Agramonte y el combate de Jimaguayú (2007). Lamentablemente el escribidor no lo tiene a la mano en los momentos en que escribe.

Los hechos

El sanguinario Valeriano Weyler, jefe entonces de la plaza militar de Camagüey, quiere vengar el desastre sufrido por los suyos en la acción del fuerte de Molina y Cocal del Olimpo, donde 46 españoles fueron muertos a machetazos. Para hacerlo, organiza una columna bien armada y la pone bajo el mando del teniente coronel Rodríguez de León.

El Potrero de Jimaguayú era un trapezoide de 30 caballerías cubierto casi totalmente por yerba de guinea, tan alta que tapaba a un hombre montado a caballo, lo que imposibilitaba divisar la infantería mientras que los arroyos que lo atravesaban dificultaba el avance de los hombres a caballo.

A juicio de los investigadores, el combate se prolongó alrededor de una hora y tuvo, se dice, varias etapas no exentas de contratiempos para la tropa mambisa, dividida e incomunicada en gran medida.

Unos y otros

Por la parte cubana entrarían en combate tropas de infantería de Las Villas y Camagüey y la caballería camagüeyana. Unos 500 hombres en total. La fuerza española la conformarían 400 infantes del Regimiento de León, 200 jinetes de una columna volante y 74 guerrilleros montados… 800 hombres que disponían de una pieza de artillería.

El 9 de mayo, sobre el mediodía, llega Agramonte a Jimaguayú y los mambises lo saludan con júbilo. Dedica el resto del día y el siguiente a comprobar el estado de las fuerzas y su nivel de instrucción militar. Ordena asimismo exploraciones sistemáticas del terreno en previsión del arribo de tropas enemigas.

El día 10, mientras tiene lugar la comida que los oficiales camagüeyanos ofrecen a los villareños, llega la noticia de que una columna española de las tres armas se asienta en las cercanías del campamento mambí. El Mayor arenga a la tropa que entrará en combate al día siguiente, a las cinco horas cuando, por órdenes de Agramonte, la infantería se posiciona en la parte sur del potrero, a orillas de un bosque, y la caballería, se sitúa a su derecha, detrás de una arboleda. Es, dicen los especialistas, la clásica formación de «martillo», en «L». A las siete, Agramonte revista las posiciones y 30 minutos después se escuchan los primeros disparos. No tarda en entrar en acción la infantería cubana y le sigue la caballería mandada por el teniente coronel Henry Reeve, el Inglesito.

Agramonte cruza el potrero de izquierda a derecha, bien para ponerse al frente de la caballería o dar a Reeve una orden determinada, la de retirada quizá, que dio antes, pero que no llegó. Se adelanta a los cuatro combatientes que lo acompañan y es tiroteado por un grupo de fusileros ocultos por la hierba. Le disparan a corta distancia, de frente y desde abajo. El impacto lo desploma de su caballo, que tiene el nombre de Ballestilla. Uno de los proyectiles entra por la sien derecha y sale por la parte superior del parietal izquierdo. Una muerte instantánea.

El padre Olayo

Se resisten los oficiales mambises a dar por cierta la noticia; no hacen nada por confirmarla ni intentan de inmediato
el rescate del jefe muerto. Cuando ya el enemigo ha partido, sale el capitán Serafín Sánchez a recorrer el campo. Lo hace durante tres horas, con la certeza de es una búsqueda infructuosa. Encuentran, sí, el cuerpo del joven teniente ayudante de Agramonte y lo sepultan sin sospechar que a escasos 300 metros yace el Bayardo.

Avanza la tarde. El jefe español se entera de que uno de sus soldados despojó a un cadáver de prendas y documentos que identifican a Agramonte, y ordena que localicen el cuerpo y lo conduzcan a su presencia.

El día 12, en horas de la mañana, los restos de Agramonte son paseados por las calles de la ciudad en medio de la algazara de voluntarios e integristas. Lo llevan doblado sobre el lomo de una mula. Ya en la plaza de San Juan de Dios, frente al hospital del mismo nombre, dos soldados desatan las cuerdas que lo sostienen y el cadáver cae al suelo para quedar a la vista de vecinos y curiosos. El rostro, maltratado, está cubierto de fango.

José Olayo Valdés, el Padre Olayo, no soporta el bochornoso espectáculo y hace trasladar el cadáver hacia el pasillo del hospital. Con su propio pañuelo, mojado en alcohol, limpia la cara de Agramonte y, junto al padre Martínez Saltage reza por su eterno descanso.

Por temor a la indignación popular, dada la connotación del difunto en la comunidad, se apresuran los españoles a conducir los restos al cementerio, donde, para su cremación, hay dispuestas dos carretas de leña que se mojará con petróleo.

Afirma el doctor Pérez Recio, uno de los autores del libro citado sobre el combate de Jimaguayú: «De boca en boca y de libro en libro ha corrido desde entonces la fábula de que sus cenizas se esparcieron y el viento hizo el resto. En verdad, para reducir a polvo un cadáver se precisa de un horno a temperatura muy superior, y por eso la hipótesis manejada en el libro de que los restos fueron enterrados en fosas comunes».

Añade: «...Lo ocurrido no fue el saldo de una terquedad, sino un riesgo que corre cualquiera que permanezca en un escenario bélico, más aun tratándose de un guerrero principal…».

Gallardería, valor y patriotismo

Ignacio Agramonte y Loynaz, símbolo de gallardía, valor y patriotismo, nació en la ciudad de Puerto Príncipe en 1841. Abogado. En los tres años y medio de su vida militar participó en más de cien combates. Supo combinar los principios de la táctica con la lucha irregular, en lo esencial con el empleo de la caballería y estableció en su territorio una sólida base de operaciones. Prestó especial atención a la preparación de sus jefes y oficiales y supo ganarse el cariño y el respeto de sus subordinados.

A su muerte, Máximo Gómez fue designado jefe de Camagüey. Cuando se trasladaba a esa región para asumir su cargo, una avanzada de su tropa se topó con una patrulla local. Hablaron así.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntaron los camagüeyanos.

—Somos de la tropa del Mayor.

—¿Qué Mayor es ese?

—El Mayor Máximo Gómez

—¡Ah! Dirá usted el mayor general Máximo Gómez porque en Camagüey no hay más Mayor que Ignacio Agramonte. 

Fuentes: Diccionario enciclopédico de historia militar de Cuba. Textos de Mario Cremata y Abel Marrero Companioni.

Comparte esta noticia

Enviar por E-mail

  • Los comentarios deben basarse en el respeto a los criterios.
  • No se admitirán ofensas, frases vulgares, ni palabras obscenas.
  • Nos reservamos el derecho de no publicar los que incumplan con las normas de este sitio.