Lecturas
No fue tranquilo aquel verano de 1949, hace 76 años. Por entonces, el presidente Carlos Prío maniobraba para hacer pasar un empréstito de 200 millones de dólares que endeudaría más a la nación, al tiempo que anunciaba el propósito de su Gobierno de institucionalizar el país. Se creaba el Tribunal de Garantías Constitucionales y también el Grupo Represivo de Actividades Subversivas (GRAS). El senador Pelayo Cuervo denunciaba —la tan llevada y traída Causa 82—, al Gobierno de Grau San Martín por la malversación de 174 millones de pesos…
Fue un verano en que hubo congelamiento de salarios y miles de empleados públicos quedaron sin empleo en un solo día, el 3 de julio. Se decía que el carro de la basura de la ciudad de Caibarién, en el centro de la Isla, caminaba con leche porque eran los lecheros, y no el municipio, los que pagaban la gasolina que consumía. En Varadero, la Casa de Socorros no tenía personal y si lo tenía no se notaba, y en Regla los bomberos protestaban por la carencia de agua, lo que los hacía inoperantes en caso de incendio.
Un médico, vecino de la calle San Nicolás, no. 103, en La Habana, con equipo de Rayos X moderno y laboratorio clínico completo, que trabajaba personalmente ambas especialidades y también la medicina general, ponía un anuncio en los periódicos con la esperanza de conseguir una plaza de médico en un central azucarero.
En aquel 1949 disminuyeron sensiblemente los divorcios a causa, se decía, del sello por valor de 50 pesos que exigía el Colegio de Abogados para el documento notarial. Mientras, la denominada Diosa del Misterio, con domicilio en la calle K, no. 102, una casa de esquina situada a dos cuadras de Línea, se ofrecía para hacer predicciones sorprendentes a los políticos, y el cabaré Montmartre, donde se presentan en ese momento Los Churumbeles, de España, anunciaba que, a partir del 15 de agosto, dispondría de aire acondicionado en su local de P e Infanta.
Un año bueno para la cultura. Lezama Lima publica La fijeza, y Eliseo Diego, En la calzada de Jesús del Monte. Aparecen Betb-el, de Samuel Feijóo, Ensayo histórico de las letras cubanas, de José Antonio Fernández de Castro, y Panorama de la cultura cubana, de Félix Lizaso, en tanto que Virgilio Piñera estrena Falsa alarma, y Wifredo Lam, Carmelo González y Cundo Bermúdez enriquecen su rica obra plástica. Aparece, asimismo, un libro memorable, Pluma en ristre, con reportajes y crónicas de Pablo de la Torriente Brau, un grueso volumen editado por la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación en su serie de Grandes Periodistas Cubanos.
Es en ese ambiente cuando el 21 de julio de 1949 llega a La Habana el fakir Urbano, en compañía de la fakiresa Elvira. Es de origen brasileño y se le define como el ayunador más grande del mundo. Este astro del hambre, como se le identifica, quiere en la capital cubana permanecer dentro de una urna de cristal durante 25 días sin comer ni beber.
Hasta entonces, en Santiago de Chile y Buenos Aires, en Lima, Caracas y Bogotá había resistido solo 24. Había cosechado éxitos, además, en Río de Janeiro y Montevideo, y esperaba, a su salida de La Habana, repetir triunfos en Ciudad de México y Nueva York.
El fakir o faquir es un personaje fascinante y exótico fruto de la cultura mística de la antigua India. Mitad prestidigitador; mitad santo. Vive de la caridad pública, esto es, de la limosna, y practica actos de mortificación física, a veces muy riesgosos y sorprendentes, para llegar a la iluminación. Habitan en varios países. La palabra fakir es sinónimo de pobre, miserable, flaco, esquelético. El escribidor no sabe cómo cuadraban estas características en el brasileño Urbano.
Urbano se tomó un descanso largo en la capital cubana. El comienzo de su demostración se anunció para el 4 de agosto, a las siete de la tarde cuando, en el vestíbulo del teatro Martí, exponentes de la prensa escrita y radial y una representación del público asistente sellaron la urna en la que se encerraría y que contaría con un acondicionador de aire de marca Frigidaire, uno de los patrocinadores, aunque no se dijo abiertamente, del espectáculo.
Antes, a las seis, se ofreció en el Martí un coctel que estuvo a cargo del
restaurante Miami, de Prado y Neptuno. La emisora Unión Radio, que monopolizaría la transmisión que se hiciera sobre el fakir, nombró a Urbano artista exclusivo.
El doctor Francisco Alonso, el llamado «Médico de los artistas» y que asumió la asistencia de Urbano, declaró a la prensa: «Estamos en presencia de un espectáculo pocas veces visto en nuestro medio y que cuenta con todas las garantías de seriedad. Así lo constatarán todos los que aquí vengan, tanto de día como de noche». De inmediato, Alonso dio a conocer el parte médico: Temperatura: 36 grados. Tensión arterial: 118/80. Pulso: 80 por minuto.
El acceso al local donde se emplazó la urna se mantuvo las 24 horas del día y la entrada costaba 30 centavos. De más está decir que Urbano, el fakir que dejaba de comer para ganarse la vida, superó en La Habana su propia marca.
Otros sucesos, algunos felices y otros, no, tuvieron lugar en el ya lejano verano de 1949.
En esa fecha, la Cancillería cubana logró recuperar las obras que, 20 años antes, se remitieron a la Exposición Iberoamericana de Sevilla y que por desidia y apatía de Gobiernos nacionales sucesivos no habían
podido ser devueltas a Cuba. No se sabe hoy, tampoco se hizo público en 1949, qué pinturas y esculturas cubanas se exhibieron en el pabellón nacional expresamente diseñado por los arquitectos Govantes y Cabarrocas. Se conoce que allí, en una vitrina, se expuso el tabaco más grande del mundo, con 2,60 metros de largo, 40 centímetros de grueso y un peso de 55 kilogramos. Y también una maqueta del Capitolio Nacional, a punto entonces de inaugurarse y que, con sus 94 metros, era en la época el cuarto monumento de mayor altura en el mundo.
Cuba llevó 300 obras a Sevilla y todas fueron devueltas. Signaron también el acontecer noticioso del verano del 49, el caso de la joven que, convencida de que su novio no se casaría con ella, pensó en suicidarse, pagó su propio sepelio, y no murió a la postre. Y el de la muchacha que sí murió de verdad.
Con ánimo suicida la primera de ellas ingirió una dosis excesiva de barbitúricos, tomó un auto de alquiler y, como no quería fallar, intentó pegarse un tiro. El taxista, a quien parecía extraño el comportamiento de la muchacha, la observaba por el retrovisor, y dio un frenazo violento al percatarse de sus intenciones. El revólver se encasquilló y la joven, sacudida por las convulsiones, fue trasladada al hospital Calixto García. Pedía a los médicos que no la salvaran y llamaba con insistencia a su novio, desplomado en un rincón de la enfermería y con más necesidad de asistencia médica que ella misma, que le diera un beso. El último beso. Salvó la vida.
La otra joven no tendría esa suerte. Se lanzó desde el quinto piso de la Manzana de Gómez, y de milagro no cayó sobre un sujeto que, desprevenido, caminaba por el pasillo del edificio y que, alertado por los gritos que la suicida profería en su caída, pudo ponerse a buen recaudo. Era, en aquel verano de 1949, la octava persona que, en los dos años precedentes, escogía ese lugar para matarse. Tenía 21 años de edad, una belleza extraordinaria y un embarazo incipiente.
Una muchacha cariñosa e ingenua, criada al calor de la familia. La madre dijo a la Policía que un hombre sin conciencia se había cruzado en su camino. Un tipo que la perseguía y le hacia promesas de matrimonio pese a estar casado. La Policía detuvo al individuo. Ante el juez de instrucción la señora volvió a arremeter contra el galán y lo responsabilizó con el suicidio de su hija. El juez decidió ponerlo en libertad. No vio en la conducta del individuo indicios racionales de culpabilidad.