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Los mundos de Liedys

Autor:

Juventud Rebelde

Dos instructoras de arte y una trabajadora social abrieron nuevas puertas en la vida de una niña cubana muy especial, que padece de xeroderma pigmentoso

Pedro Ballester, Ciego de Ávila.— «Vamos, Cheo, hay que trabajar». Intrigado, Eliseo Viera Guzmán (Cheo), empezó a rascarse el mentón. «¿Adónde hay que ir?», preguntó. Danay Castillo Galán, la trabajadora social, se acercó con premura al carretón y dijo: «A la escuela».

Cheo soltó un gruñido. Cuando esa muchachita rubia y de nariz pecosa lo buscaba, era por algo serio y esa mañana él la vio con demasiados apuros. Aun así no aguantó la pregunta: «¿A qué vamos?». Danay levantó las cejas y dijo: «A buscar las cosas de Liedys».

El carretonero repitió el gruñido. Liedys Santos Martínez era la niña que vivía a la entrada del poblado. No podía estar bajo el sol y a la escuela la llevaban cubierta con ropas oscuras y bajo una sombrilla. Así fue hasta que él se enteró que ya no iba a clases. Debió respirar hondo y pensar: «Una muchachita tan inteligente y tan linda...».

En el barrio los vecinos se preguntaban cómo sería la vida de la niña, ahora que salía únicamente con la caída de la noche. ¿Cómo iba a aprender? ¿Quién le daría las clases? Nadie conocía la respuesta. ¿Por qué Liedys debía permanecer en su casa, con ventanas y puertas cerradas, todas cubiertas con cortinas, los ventiladores encendidos y las lámparas de luz fría sustituidas por bombillos incandescentes?

Una voz dijo: «Llegamos; dale, ayúdame». Él miró aturdido, pero al momento su asombro fue mayor. Porque en unos minutos al carretón subieron un televisor, una pizarra, una paquete de libros de texto y otro de libretas, un borrador, una caja de tizas, un librero, una mesa y un pupitre. Azorado, preguntó: «¿Y esto qué es?». Danay se encaramó al pescante y dijo: «La escuela de Liedys».

Cosas de primos

La abuela materna, Zenaida Vidal Rivera, saluda con voz suave: «La niña se está despertando; ahorita viene la maestra». Danay levanta la cortina y aparece el aula. Es un local en miniatura, donde se observan los muñecos y cadenetas de papel armadas por Liedys y sus amigos de la escuela junto con Yinet Jiménez Guevara y Dainelys Martínez Castillo, las instructoras de arte que atienden a la muchacha.

«Yo soy su vecina —explica Danay. A principios del año pasado a ella le confirmaron la enfermedad, el xeroderma pigmentoso. Terminó ese curso, pero el siguiente no pudo comenzarlo. El sol y la luz de las lámparas le hacían daño. La ponían como si tuviera fiebre. Además estaban sus impulsos por salir al escuchar cualquier juego de niños. Fue entonces que pedí que me asignaran el caso».

Gracias a la trabajadora social y las dos instructoras de arte, la niña ha podido continuar su vida dentro de los límites impuestos por la enfermedad. Ellas son las que estimulan la visita de los niños a la casa. Organizan juegos y obras de teatro. Una de esas actividades fue el 4 de Abril, cuando en el patio celebraron el aniversario de la UJC y la Organización de Pioneros.

Pero quizá el logro más importante es el más íntimo. Quien imaginaba encontrar una muchacha ensimismada, se asombra cuando una de las cortinas se levanta y Liedys aparece vestida de pionera. Tiene un pelo rojo, que le crece hasta la cintura; unos rasgos suaves y ojos oscuros y profundos que preguntan: «¿Por qué me despertaron?».

Se echa en una butaca. «¿Has leído todos los libros?», le preguntan. Ella encoge los hombros: «Todos; por eso hay que buscar más. Algunos me los he leído varias veces». «¿Cuáles?». Se levanta con rapidez y toma dos ejemplares en las manos. «Oros Viejos, y este de teatro para niños, lo usamos para las obras que montamos por la noche. Yo hago el papel de la bruja mala. Todas esas cosas que usted ve ahí, las cadenetas, los sombreros de cartón, las varitas mágicas... las hemos hecho nosotros».

Un muchachito vestido de pionero aparece en la puerta. Tiene el pelo rebelde y mira con una mezcla de picardía y timidez. «Este es Henry, el primo», anuncia la abuela. El niño se acerca a la prima y empiezan a cuchichear. A cada rato se ríen. De pronto Henry se pega aún más al oído de Liedys, murmura algo y la prima se aparta con los ojos muy abiertos. «Mijito —le dice—, tú siempre con lo mismo». La abuela pregunta: «¿Qué pasó?». Henry se estira ufano y responde: «Nada, cosas de primos».

Las flores a Camilo

«Buenas tardes», se oye en el patio, y Nora León Dávalos aparece con una sombrilla de colores. Es la maestra de Liedys. Se jubiló con 37 años en el sector y al llamado de Raúl a los docentes retirados se reincorporó a clases. «La muchachita es muy inteligente —comenta; fija muy bien las cosas. Tiene mucha facilidad para los números y siempre me hace preguntas. ¿Cuáles? De todo tipo». Se echa a reír: «A veces me quedo sin respuestas».

Julia Martínez Viera, la madre de la niña, espera a que la maestra pase al aula. Se sienta en la mesa del traspatio y enseña unos papeles. «Estas son las pruebas y el dictamen de la enfermedad —cuenta. No fue fácil al principio y tampoco lo es ahora, aunque resulta diferente. Estas tres muchachas, Danay, Yinet y Dainelys nos abrieron la vida.

«El padre, Eddis Santos Viera, y yo, junto con toda la familia, no sabíamos cómo enfrentar el problema. Soñábamos con una niña que pudiera normalmente disfrutar su vida, que no tuviera que estar despierta hasta la madrugada y levantarse al mediodía. Cuando la llevaba a la escuela, protegida con las ropas negras y una sombrilla, le aguantaba los impulsos por correr. Ella preguntaba por qué no la dejaba y yo me mordía los labios para no llorar. Eso también lo hice cuando preguntó por qué no podía ir más a la escuela; cómo iba a aprender y con quién iba a jugar. Eran demasiadas preguntas.

«Por eso al principio no lo podíamos creer. Danay llegó con el aula y luego apareció la maestra. Yinet y Dainelys empezaron a convertir el patio en una zona de juegos por las noches, y vimos cómo la niña ha empezado a hacer su propia vida. Es cierto que todavía hay que contenerla. Por el día siente un ruido, una algarabía de muchachos y enseguida quiere lanzarse afuera. Ya comprende mejor por qué no puede hacerlo, que debe cuidarse, que no está sola y hay mucha gente que la quiere. Y eso se lo debemos a esas tres muchachas. Ellas son las hermanas grandes de Liedys, las que se quedan con ella cuando los mayores debemos trabajar.

«Miro a mi hija y me doy cuenta de que la felicidad puede encontrarse. Que como ella, nosotros también podemos hacer nuestra vida a pesar de su enfermedad. Y eso lo vi también en octubre pasado. Entonces la UJC llamó a Liedys. Ella salió en una caminata al anochecer con un grupo de pioneritos. Llegaron a un río y todos tenían flores en la mano. Iban a ponérselas a Camilo. No dije nada, pero tuve que apretar los dientes cuando ella me lo contó. La primera en poner las flores fue mi hija».

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