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La decisión de Raquel (I)

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Veinte años estuvo esta mujer pensando en salvarle la vida a su hermana. Su callado empeño llegó al éxito de la mano de un equipo de jóvenes y brillantes médicos del hospital Ameijeiras que realizó el trasplante de riñón  

Mañana de martes 14 de abril de 2009. Parece no tener prisa el Jefe de Servicios de Trasplantes de Órganos Abdominales del Hospital Hermanos Ameijeiras. Pero la procesión va por dentro. En el quirófano todo está listo —el team y la logística— para que Raquel Rodríguez cumpla con lo que la ha obsesionado durante 20 años: confiar a su hermana Odalys uno de sus sanos riñones. Salvarle la vida.

No lo podemos creer: 20 minutos antes de una operación tan delicada, que viene fraguándose hace tiempo, el doctor Boris Gala López, timonel principal de la expedición quirúrgica, nos recibe con una «apertura informativa» desconcertante, y la frescura de 37 años que no esperábamos para tanta autoridad profesional.

Mientras en su oficina el doctor Gala nos sumerge en los intersticios de ese expediente trasplantológico de donante vivo de riñón —el número 113 de su tipo en la historia de estas intervenciones en el Ameijeiras—, un piso más abajo, en la sala de preoperatorio, Raquel y Odalys (43 y 45 años, respectivamente) descansan muy juntas sobre sendas camillas. Se hablan bajito y, como en aquellos años infantiles de rondas y juegos, se toman las manos. Se encomiendan a la vida, a un desenlace feliz sin otra alternativa.

  Dos rigurosas intervenciones quirúrgicas ocurren paralelas. Mientras una parte del equipo se dispone a conectar el riñón en el organismo de Odalys (izquierda), otro, en una sala continua, ha finalizado satisfactoriamente su labor con Raquel. De improviso, Odalys descubre que Raquel lleva en sus pies un par de medias prohibidas en el quirófano. Ríen con toda la complicidad de lo que ellas saben está en juego.

Se hace el silencio. Odalys viaja en el tiempo, como en un filme al revés, hacia el origen del suceso que sobrevendrá, quizá el más decisivo de ambas vidas... Aquellas piedras endemoniadas estaban ensañándose con sus riñones, cuando en 1984 nefrólogos y urólogos, allá en su natal Camagüey, diagnosticaron una insuficiencia renal crónica. Perplejos quedaron los especialistas ante cálculos inmensos, de tipo coraliforme, que atenazaban por dentro y por fuera los novicios riñones.

El organismo de Odalys fue, desde entonces, el escenario de un perenne duelo entre la ciencia y las impredecibles malignidades de la Naturaleza. Operación tras operación en el Hermanos Ameijeiras, no lograban derrotar la litiasis que, como hidra, reproducía sus secuelas. Se luchó sin descanso por salvarle el riñón izquierdo, mediante un catéter con un colector, para que drenara; pero al final tuvo que ser sacrificado. A su sobreviviente compañero le pronosticaron cinco años de existencia. Aun así, el derecho pronto empezó a reiterar el mal, y hubo que extirparle la parte superior.

A fuerza de voluntad, y a contrapelo de la creciente angustia de sus seres queridos, Odalys sacaba fuerzas de lo imposible, en un ingreso que se prolongó por dos años. Los especialistas advertían a la familia que debía estar preparada para lo peor. Y era tanto el ánimo de Odalys, que llegó a granjearse, por las salas y pasillos del Ameijeiras, el cariñoso sobrenombre de «La Gata», por aquello de la resurrección contumaz.

Un día de 1987, ya retornada a la vida normal y entre constantes cuidados en el Ameijeiras, Odalys dejó boquiabierto al profesor Gómez Sampera, con un embarazo contra todo pronóstico y consejo clínico:

—Profe, quiero tener mi hijo... aunque me cueste la vida. De los cobardes no se ha escrito nada.

Se tomaron todas las precauciones con ese embarazo de alto riesgo ya irreversible, para que 22 años después, allá abajo, en el gran lobby del Ameijeiras, un saludable joven, Lazarito, esté hoy invocando todas las fuerzas positivas del mundo para que su mamá y su tía salgan indemnes de la operación de trasplante.

Después de 25 años de progresivo deterioro, Odalys fue remitida hace unos meses a la consulta de Trasplante, y allí debían prepararla para la hemodiálisis hasta que apareciera un riñón, por donación cadavérica. Fue entonces cuando Raquel reveló lo que había ido urdiendo desde que tenía 19 años y comenzó a presenciar el sufrimiento de Odalys. No, ella no lo permitiría. Lo había preparado todo, hasta el alumbramiento temprano de sus hijos Armando Luis y Odalys Susana, para cuando llegara el momento: darle un riñón a su hermana, costara lo que costara.

Minutos antes de entrar al quirófano, también Raquel evoca aquel día de su decisión, cuando sus nervios estallaron al sufrir tanto tormento físico que tempranamente ahogaba a Odalys, pero no la vencía. Ahora en la camilla, sosteniendo la mano de su hermana, recuerda cómo de tanto penar, comenzó a caérsele el cabello... y era Odalys, sumida en la incertidumbre, quien le daba fuerzas.

Raquel, camino a la sala de recuperación. Raquel sabía, vaya a saber por qué intuición misteriosa, que darían positivo las pruebas de compatibilidad hechas a ambas hace unos meses en el Ameijeiras.

Ahora, cuando un cosquilleo le inunda el pecho ante lo desconocido que se avecina, Raquel se consuela en el preoperatorio rememorando el día, meses atrás, en que les confirmaron que son casi idénticas genéticamente. De no existir la Ley de Gravedad, ella hubiera volado de alegría por sobre la Isla, proclamando a todos su victoria.

Como si no bastaran tantas convergencias y coincidencias en esas almas, los cuerpos hablan el mismo lenguaje identitario.

—¿Qué tal las hermanitas?

El doctor Gala trae a las dos mujeres al presente. Es la hora definitiva. Él les explica cómo será todo: «Raquel irá primero, y tú, Odalys, debes esperar un poquito. No te desesperes...».

—No se preocupe, doctor. Yo estoy bien, responde Odalys, y lanza un beso a la hermana, que va alejándose sobre la camilla hacia el quirófano. Álea jacta est.

El momento de la verdad

El riñón de Raquel dentro de Odalys, listo para renacer. Allá en el lobby de la planta baja, rodeada de familiares y amigos, Raquel Varela Matos absorbe un cigarrillo tras otro, sintiendo el bisturí en su propia piel. Promete —y está segura de que lo cumplirá— abandonar ese maldito vicio de una vez cuando sus muchachas salgan por esa gran puerta. Cómo no va a empeñar su palabra una mujer que fue combatiente del Ejército Rebelde y capitana de corbeta de la Marina de Guerra Revolucionaria...

En el quinto piso, donde se decide todo, los dos quirófanos están comunicados. En el primero, Raquel semeja una gacela dormida, toda inocencia, cuando el equipo hace orfebrería quirúrgica, mediante mínimo acceso, para alcanzar finalmente el amasijo de vida que levantará a la hermana receptora.

Muy cerca, ya Odalys tiene su abdomen desplegado para recibir la carga preciosa. Los cirujanos, auxiliados de las enfermeras, exploran la cavidad que acogerá al nuevo inquilino. Los galenos conversan entre sí, de cualquier cosa, sin abandonar cada detalle. Intercambian bromas y hasta escuchan música mientras liberan tensiones y llevan minuciosamente el tiempo quirúrgico de cada paso.

La anestesióloga es blanco continuo de las bromas verbales de sus compañeros. No hay solemnidad: así se salvan las vidas. Durante toda la operación ella va de un lado al otro, velando por la presión arterial, la frecuencia cardiaca, la respiración y la concentración de oxígeno en la sangre de ambas pacientes.

Mientras bordan con tiernas puntadas los tejidos hasta alcanzar la fina epidermis de Raquel, el órgano extraído recibe cuidados extremos en una tercera mesa, hasta que lo sumergen en una solución helada.

El doctor Gala observa la víscera tan simbólica, y recuerda el día en que Raquel les rogó: «Quiero que usen la vía más segura para que el riñón funcione». Ni habló de sí misma. Qué mujer aquella, a la que hubo que advertirle: «Pero nosotros queremos la vía más segura para ustedes, y para el riñón».

Todos navegan contra el tiempo, más que implacable en situaciones límite. Automáticamente callan en el momento más delicado, el clímax: en instantes se conecta, como un puente redentor, el pedacito de Raquel al desgastado organismo de Odalys. Ya para entonces, la donante descansa en la sala de recuperación.

Ese riñón, que permaneció huérfano durante 55 minutos, ahora está pálido. Le vierten agua caliente para que despierte y reinicie el sempiterno ciclo de la Naturaleza. Esperan a que recobre el cromatismo de la vida. No estarán tranquilos hasta que ese filtro empiece a drenar.

Alguien mira el reloj y susurra: «Las tres de la tarde, la hora en que mataron a Lola». Y todos ríen.

Ahora, mientras una retaguardia sella los tejidos, el doctor Gala comienza a despojarse de su andamiaje quirúrgico, incorpora en su anular la alianza matrimonial, y recuerda que le espera un bulto de pañales con la «gracia» de su bebita. La esposa necesita un «relevo» para aquella otra operación, no menos complicada; y él deberá probar suerte con el ómnibus P-9 para retornar a casa.

Tozudez salvadora

Raquel labora noche y madrugada cazando gazapos en las páginas de un diario antes de imprimirse. Y Odalys es trabajadora civil de la Policía Nacional Revolucionaria. Ni ellas, ni toda la familia junta, podrían en Cuba tener los cientos de miles de dólares que les hubiera costado emerger de este calvario —incluidas seis intervenciones quirúrgicas en el cuerpo de la receptora— prolongado por más de dos décadas.

El talentoso equipo de trasplantólogos —para quien esta proeza es una entre muchas, fraguadas sin alardes— tampoco habría llegado por sí solo al súmmum de una especialidad elitista en esta humanidad asimétrica. Es un milagro que un país pobre, con los bolsillos siempre agónicos, persista en la tozuda salvación humana. Es una historia infinita, cuya lista de espera no excluye a viajero alguno: no importa su equipaje ni punto de partida. Ni su filosofía en este tránsito por la vida. Un riñón no filtra estratos ni colores.

El reencuentro

Odalys abandona el quirófano. La intervención de las hermanas ha sido un verdadero éxito. Tarde de jueves 16 de abril: Raquel retorna a casa, de alta. Pero antes le espera una sorpresa. Odalys va a ser trasladada de Terapia Intensiva hacia un cuarto aislado, donde continuará su recuperación, con la ofrenda que la hermana le dejó. Le anuncian que va a poder verla por primera vez después de la operación.

A Raquel se le enfrían las manos, le sube un temblor extraño. «No puedo perder el control», piensa. Pero cuando mira a su alrededor se percata de que, en un silencio denso, se agrupa todo el equipo médico y el resto del personal de la sala, como si fueran a asistir a un raro encuentro de dos astros.

Súbitamente, tiene ante sí a Odalys sobre una silla de ruedas, sosteniendo diversas conexiones y conductos. Las separan apenas tres metros. Se miran a los ojos, y es Odalys, como siempre, quien transgrede la calma.

—Ay, mi hermanita, me has devuelto la vida. No sé como agradecértelo—, susurra, y rompe a llorar.

—No te pongas así, te puede hacer daño. Solo me falta un pedacito que está dentro de ti—, responde Raquel con la voz ya quebrada. Y cuando mira a su alrededor, todas esas personas, acostumbradas al autocontrol y la precisión, a vivir esa frontera entre la vida y la muerte, están llorando también.

En busca del tiempo perdido

«Cuba atesora una gran experiencia en el trasplante de órganos, y el programa de trasplante renal demostró con los años haber sido el embrión del resto de los modelos cubanos en esa materia», refiere la doctora Berta González Muñoz, especialista de Primer Grado en Nefrología, e integrante del equipo que asistió a Raquel y Odalys en el Hospital Hermanos Ameijeiras.

En la Isla, el primer trasplante renal se hizo el 24 de febrero de 1970, en el Instituto de Nefrología. Y de entonces para acá se han efectuado más de 4 200 de ellos, en nueve hospitales.

Según la página web de Infomed, la tasa de trasplante renal del país es de 13,3 por millón de habitantes; índice que nos sitúa entre los primeros de la región.

El Hospital Hermanos Ameijeiras hizo su primer trasplante renal el 7 de marzo de 1984, y hasta diciembre del año 2008, según palabras de la doctora Berta González, la institución había acometido 544 transplantes renales de donantes cadavéricos, y 112 de donantes vivos. El primer trasplante de donante vivo realizado en el portentoso centro se efectuó el 8 de octubre de 1985.

En el universo de la trasplantología, Cuba había despegado a la par de los países pioneros a nivel mundial. El período especial, sin embargo, significó un duro golpe para todos los programas de trasplantes. La actividad, como han recordado los especialistas entrevistados por este diario, se retomó a finales de los años 90 e inicios de 2000. El programa de riñón no se detuvo, aunque los de páncreas y corazón, por ejemplo, sí tuvieron que hacerlo.

En esta historia que demanda recursos a manos llenas, como material gastable, equipamiento, tecnología de última hora, Cuba debió aminorar su velocidad mientras otros seguían adelante. Hoy revisa sus programas y los perfecciona. Lucha por recuperar, sumergida en múltiples complejidades, el precioso tiempo perdido en esa ruta de alta precisión, a la que nunca ha renunciado, que es la de la trasplantología.

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