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Mariana: madre de la virtud

La huella de Mariana es también la del ejemplo desde la sencillez, de cómo forjar una familia unida y virtuosa. Con los años, la historia distinguiría a la hija de José Grajales y Teresa Cuello como la Madre mayor

Autor:

Odalis Riquenes Cutiño

SANTIAGO DE CUBA.— Parir y educar 11 hijos, cultivando en ellos las virtudes humanas que los convirtieron en la heroica tribu de Los Maceo. Esa sería la primera y más excelsa demostración de amor por Cuba de aquella muchacha de piel cobriza y grandes ojos soñadores, nacida en Santiago de Cuba en 1808, de padres dominicanos, y bautizada con el nombre de Mariana.

Con los años, la historia distinguiría a la hija de José Grajales y Teresa Cuello, como la madre mayor, que tuvo el privilegio de ofrecer, a la causa redentora, a su prole de valientes soldados, cuyas hazañas los inscribirían, junto a su progenitora, en las páginas más gloriosas de las guerras por la independencia cubana.

La huella de Mariana es también la del ejemplo desde la sencillez, de cómo forjar una familia unida y virtuosa. Con cuatro niños pequeños, hijos de Fructuoso Regüeyferos, unió su destino a Marcos Maceo, un valiente venezolano que había emigrado a Santiago de Cuba, junto a su madre y hermanos, al calor de la efervescencia revolucionaria suscitada en su país.

Rodeados de una naturaleza exuberante, en el hogar limpio y honrado que juntos supieron levantar en la finca de Majaguabo, San Luis, Santiago de Cuba, de manera sencilla, pero firme, orientaban a sus hijos en los más altos valores éticos y morales. Y mientras los preparaban para enfrentar la vida, les dieron la herencia más digna: ese sentimiento de amor a la Patria que los vio nacer.

El padre les hablaba de la lucha protagonizada en Venezuela para lograr la independencia de la metrópoli española, y luego en la práctica enseñaba a los muchachos a usar el machete como arma de guerra, o a llevar a la obediencia al más brioso corcel.

La dulce Mariana evocaba la guerra en Haití y contaba a sus críos cómo su familia emigró a Santo Domingo y vino a Cuba, buscando un poco de tranquilidad ante los peligros de la lucha armada en su país de origen.

Después los hijos de Mariana Grajales se convirtieron en bravos guerreros. La salita de la casa de Majaguabo fue sustituida por el campamento mambí; inmersa en lo intrincado de la serranía, sus manos callosas, de mujer laboriosa, rompieron el monte para hacer la estancia sustituta, con la ayuda intensa de sus hijos menores y nietos.

La madre que dio a luz a aquella pléyade de temerarios soldados sabía ser dulce o enérgica, según las circunstancias.

Ya en los ardores de la contienda bélica supo construir la retaguardia de su familia, y su finca fue abrazo solidario para cuanto cubano insurgente requiriese de un plato de comida, de un refugio para el descanso, del cuidado de la tradición sanitaria de aquellos tiempos.

Con su esposo, el sargento Marcos Maceo, y con sus hijos todos, que sumaron decenas y decenas de heridas de balas y de armas blancas en sus cuerpos, fue igualmente enfermera; sanitaria de cubanos y de españoles, y costurera, labriega, cocinera, y educadora de los más jóvenes en el crisol del patriotismo, y en la resolución para el combate.

Siendo ya una viejecita, cuando sus hijos en el exilio se preparaban para reiniciar la Guerra Necesaria, murió Mariana en Kingston, Jamaica, el 27 de noviembre de 1893.

En homenaje al hacer corajudo de esa matrona de la virtud que fue Doña Mariana Grajales Cuello, el 6 de enero de 1894, aún conmovido por su muerte, escribió José Martí en el periódico Patria: «¿Qué había en esa mujer, qué epopeya y misterio había en esa humilde mujer, qué santidad y unción hubo en su seno de madre, qué decoro y grandeza hubo en su sencilla vida, que cuando se escribe de ella es como la raíz del alma, con suavidad de hijo, y como de entrañable afecto?».

A Martí, justamente, debe la posteridad grandes aportes para una biografía de Mariana, como esa narración con que la pintó. Estaba ataviada con una pañoleta sobre su cabeza, cuando le trajeron el cuerpo casi exánime del general Antonio. Con el instinto de quien sabía echar de su lado la debilidad, cuando solo hacía falta fortaleza, dijo: «¡Fuera, fuera faldas de aquí! ¡No aguanto lágrimas! Traigan a Brioso (el médico de oficio José Bernardino Brioso Horta)». Y a Marcos, el hijo, se lo encontró en una de las vueltas, y le dijo: «¡Y tú, empínate, porque ya es hora de que te vayas al campamento!».

No había ni dureza extrema ni drama en aquel gesto, sino realidad repetida, porque antes lo hizo con Julio, cuando murió Marcos (1869), y con Tomás, cuando se enteró de la muerte de Miguel, allá en Cascorro, en abril de 1874.

Alguien que la conoció y admiró bien en aquella contienda, el general José María Rodríguez Rodríguez (Mayía), enterado, con la tardanza de entonces, de la muerte de Mariana, escribió meses después del suceso:

«Pobre Mariana, murió sin ver a su Cuba libre, pero murió como mueren los buenos, después de haber consagrado a su Patria todos sus servicios y la sangre de su esposo y de sus hijos. Pocas matronas producirá Cuba de tanto mérito, y ninguna de más virtudes».

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