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Historias de la alfabetización

En el año 1961, la Campaña de Alfabetización le cambió el rumbo a la vida de quienes hasta ese momento no podían leer ni escribir, pero también a los jóvenes que les mostraron la luz del conocimiento. A seis décadas de aquella hermosa gesta, compartimos testimonios de sus protagonistas

Autores:

Margarita Barrios
Juan Morales Agüero
Hugo García
Liudmila Peña Herrera
Dorelys Canivell Canal
Greidy Mejía
Laura Brunet Portela

Han pasado seis décadas, pero Leoncio Cárdenas Hernández no olvida el año 1961. Lo recuerda al dedillo porque ahora mira sus manos callosas y le parece verlas aprendiendo a agarrar un lápiz, a domesticar un cuaderno. No lo olvida porque gracias a la Campaña de Alfabetización logró escribir, con su puño y letra, el nombre de sus hijos.

Tenía 30 años cuando Cuba se convirtió en una infinita escuela. En las zonas rurales y en las ciudades los gobiernos de turno habían dejado crecer la ignorancia. Le tocaba entonces a la naciente Revolución llevar la luz de la sabiduría hasta los rincones más distantes del país. Fue entonces que Iguará, apartado paraje de Yaguajay, perteneciente al municipio de Sancti Spíritus, también se ilustró. Bien lo sabe este anciano que estuvo bajo el sol durante muchísimos años, dentro de los campos de caña.

«Cuando nos dijeron que íbamos a recibir clases por las noches no me importó el cansancio del día, ni las ampollas que se me hacían en las manos por el roce del machete. Era mi oportunidad para conocer algo de la vida, porque nosotros vivíamos ciegos», cuenta Leoncio, de 89 años.

Durante las noches, y repartidos en grupos de hasta ocho personas, recibían las lecciones. Recuerda que los maestros eran muy pacientes, pues «darle clases a tanta gente de campo no era nada fácil».

«Yo tenía dificultades para sumar, restar, multiplicar y dividir, y la maestra no paró hasta que aprendí —asegura—. Solo llegué hasta el sexto grado, pero gracias a lo que aprendí pude crear mi propia firma, y perdí hasta el miedo de moverme hacia otros lugares, pues ya sabía leer y manejar dinero. Y eso para mí no tuvo precio».

Fuimos libres desde que nos sentamos en aquellos pupitres, reconoce Leoncio. Foto: Laura Brunet

Leoncio se desempeñó toda su vida como obrero agrícola, pero sus cuatro hijos estudiaron y sus nietos tuvieron la posibilidad de ir a la universidad. Por eso, el espirituano asegura que ellos «tienen que ser agradecidos con esta Revolución porque, gracias a su obra inmensa, campesinos y personas pobres como yo nos convertimos en seres completamente libres desde la primera vez que nos sentamos en aquellos pupitres».

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Salvador Regueira Millán tenía solamente 14 años de edad cuando tomó parte en la Campaña de Alfabetización. Seis décadas después, rememora aquella proeza que enseñó a leer y a escribir a más de 700 000 cubanos.

«Todo ocurrió muy rápido. El curso escolar 1960-1961 culminó en abril y no en julio, para que pudiéramos trabajar en el Censo de Población y Viviendas, previo a la Campaña de Alfabetización. Después partimos para Varadero. Allá recibimos instrucciones como la utilización del manual, la cartilla y el farol chino», recuerda.

Salvador conserva como reliquias el manual y la cartilla de la Campaña. Foto: Juan Morales

El joven Salvador fue ubicado en la comunidad rural de Los Sitios, en el barrio de Jobabo. Por el día enseñaba en la escuelita de la zona, y por la noche se iba hasta las casas más apartadas, atravesando un potrero inmenso, en los límites con la provincia de Camagüey. En aquella época operaban por allí bandas de alzados, pero él desafiaba resuelto el riesgo, para enseñar.

«Los alfabetizadores nos guiábamos por un manual donde venían las orientaciones metodológicas —precisa—. Se enseñaba a partir de temas que marcaban el contexto cubano de entonces, como el derecho a la tierra y a la vivienda, las cooperativas, la industrialización… Así alfabeticé a ocho personas de entre 40 y 50 años».

El 2 de diciembre de 1961, Los Sitios fue declarado Territorio libre de Analfabetismo. Ese día hubo en el barrio una fiesta de despedida, en la que, además, se celebró el cumpleaños de Salvador. Allí no solo enseñó a leer y a escribir, sino también a apreciar el arte y a practicar deportes, con la organización de grupos de teatro y de carteles de boxeo con unos guantes que le habían regalado. Cuando recuerda la Campaña de Alfabetización, este profesor de toda la vida, que anda por los 74 años de edad, suspira satisfecho, pues una huella suya pervive en Los Sitios.

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«Yo tuve una experiencia muy difícil porque en la casa donde alfabetizaba vivía la familia de uno de los alzados del Escambray. Lo llamaban El Duque», relata Alberto Solís Sotolongo, quien formó parte de la Brigada Conrado Benítez.

Cuenta Alberto que «un día llegó uno de los hijos del matrimonio. Noté que estaban discutiendo, pero no le di importancia. Incluso, esa noche él durmió en una hamaca al lado de la mía. En la mañana fui al río con uno de los niños de la casa y entonces me contó que su hermano era un alzado, y que sus padres habían tenido una discusión muy fuerte con él, porque decía que yo era un “maestro comunista”».

El joven alfabetizador fue hasta el puesto de la milicia y contó lo que sucedía. Le dijeron que siguiera con su labor, pero recomendaron que por las noches fuera a dormir al puesto de milicias.

«Era una finca a la que llamaban La Mula, en Güinía de Miranda, Villa Clara. Los campesinos de allí eran muy pobres, vivían en bohíos de guano, en mal estado y hacían sus necesidades en los platanales. Por eso, los seis brigadistas de la zona, además de enseñarlos a leer y escribir, les hicimos unos escusados», recuerda.

Alberto estuvo expuesto a duras pruebas que lo hicieron crecer siendo un adolescente. Fotos: Abel Rojas Barallobre

El padre de Alberto Solís Sotolongo murió en el atentado al vapor La Coubre. Esa fue una de las circunstancias que lo motivaron a «hacer algo por la Revolución. Tenía 15 años y nunca había estado en el campo, porque nací en La Habana. A veces escucho a la gente hablando del campo hoy, y no saben: ¡aquello sí era pobreza! —asegura—. Aunque había triunfado la Revolución, en la finca había un mayoral que maltrataba a los guajiros».

No fue poco el valor demostrado por aquel muchachito adolescente, sobre todo porque estuvo expuesto a duras pruebas, que le hicieron crecerse. Así lo rememora: «Cuando ocurre el asesinato del brigadista Manuel Ascunce Domenech y su alumno Pedro Lantigua, yo estaba relativamente cerca.

«Fidel dio la orden de que sacaran a los brigadistas de toda esa zona y a los campesinos también los bajaron al llano. Era finales de noviembre y la campaña casi estaba terminada. Mis alumnos habían aprendido. Entonces me llevaron para una escuela en Jíquima de Peláez, Cabaiguán, donde hicieron un concentrado de campesinos que todavía necesitaban un poco más de clases».

Asegura Alberto que allí también había un ambiente hostil: «Había muchos contrarrevolucionarios. Una vez me tuve que fajar con un hombre que comenzó a tirar piedras a la escuela. Fue duro, trabajamos fuerte, y tuvimos la satisfacción de retornar a la casa con el deber cumplido».

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«De todas las tareas que he cumplido durante la Revolución, la más hermosa fue la de alfabetizar —afirma Nilda Mola Reyes—. No pude ir al campo, porque mi mamá estaba muy enferma. Mis hermanos, mis primas, todos fueron brigadistas. Yo tenía 17 años y era estudiante del Instituto de Segunda Enseñanza de Camagüey. No podía quedarme con los brazos cruzados, así que alfabeticé a tres familias de mi comunidad y me convertí en Alfabetizadora Popular».

Nilda recuerda con mucho afecto a las familias que enseñó a leer y escribir. Fotos: Abel Rojas Barallobre

Nilda se remonta a aquellos años iniciales de la Revolución y recuerda con afecto a los nueve adultos a quienes enseñó a leer y escribir: «Por la mañana iba a una casa, a otra por el medio día y en la tarde-noche a la que faltaba. Era todo el día dedicado a esa labor.

«Cuando hasta allí llegó la noticia de la muerte de Manuel Ascunce, todos nos estremecimos; pero nadie se amilanó y cumplimos con la palabra empeñada con Fidel. Y cuando izaron la bandera de Territorio Libre de Analfabetismo, lo vi todo por la televisión y sentí una emoción muy grande: sabía que había dado mi granito de arena para hacer realidad esa gran epopeya».

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La boina está descolorida por los años. Isabel la toma en sus manos, la acaricia y viene a su mente el día en que una amiga le bordó su nombre, además de las palabras Brigada Conrado Benítez, Año de la Educación, y Candelero, sitio donde estuvieron juntas alfabetizando en Oriente.

Isabel siente mucha satisfacción por haber cumplido con Fidel. Foto: Hugo García

Con solo 14 años de edad y sexto grado vencido, Isabel Curbelo Padrón se apuntó en su escuela primaria República de México como Alfabetizadora Popular en la barriada de Pueblo Nuevo, en la ciudad de Matanzas.

«Luego de los sucesos con Conrado Benítez, Fidel creó las Brigadas con el nombre del maestro matancero y no dudé en incorporarme, a pesar de que mis padres no me dieron su visto bueno. Desde el principio comprendí que la Campaña de Alfabetización era una idea genial de Fidel y que no podíamos defraudarlo», afirma.

Candelero era un sitio intrincado en la geografía santiaguera. Allí Isabel estuvo con la familia de Enrique Pérez y con los Mustelier. Ella asegura que les enseñó a leer y escribir, y recibió de ellos muchas enseñanzas:

«Conocí la vida humilde de la gente de campo, aprendí a lavar a mano porque no había electricidad, a limpiar el piso de tierra del bohío, a dormir todos en la misma habitación bajo el techo de guano, a planchar con carbón… Me apoderé de sus costumbres, trabajé la tierra y coseché los cultivos junto a ellos. Convivíamos como si fuéramos una gran familia.

«Con los campesinos aprendí muchas cosas útiles y organicé más mi vida. Los lunes lavábamos, los martes se almidonaba la ropa, el miércoles solo se planchaba y, por superstición, ese día no me dejaban dar clases porque decían que me pasmaría por el calor que tenía mi cuerpo provocado por la plancha y el carbón».

Isabel rememora las tardes y noches de clases, en las cuales se alumbraban con lámparas de carburo. Por eso, y como un gesto solidario, o quizá con la ilusión de que nunca la olvidara, la muchacha les dejó el farol de alfabetizadora cuando terminó su misión, después de siete meses sin ir a Matanzas.

«Aquellas personas estaban en cero, no sabían ni escribir o identificar una simple vocal. Nunca pasó por mi mente irme y dejar a medias mi tarea, porque me acompañaba la convicción de cumplir con la Revolución y con Fidel. Todavía se me corta la respiración al pensar en aquellos instantes, porque hicimos algo grande por nuestro país, y lo principal, cumplimos», afirma.

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Lali escudriña en la memoria sus días como alfabetizadora. «Fueron tiempos muy difíciles, pero muy lindos a la vez —dice—. Tenía 14 años y pasé trabajo, pues no todas las personas que debían estudiar querían hacerlo. Algunos me miraban incrédulos, sin pensar que aquella muchachita rubia y de ojos azules los pudiese enseñar a leer y a escribir. Sin embargo, me respetaban y cuidaban».

Lali asegura que tenía que alfabetizar para ayudar a la Revolución. Foto: Dorelys Canivell Canal

Eulalia Lucía Martín Recio, Lali, tiene 75 años y habla con mucho orgullo de su vida como alfabetizadora: «Cuando Fidel hizo el llamado yo dije que quería alfabetizar. Mis padres no querían porque era una niña, pero me impuse. Me fui a Nuevitas, a un lugar que se llamaba Loma del Gato, y alfabeticé a 11 personas. En ese entonces yo vivía en Florida, Camagüey. Después el amor me hizo venir hasta Pinar del Río y aquí fundé mi familia».

Tiene un sinfín de anécdotas del año ‘61, como aquella noche, cuando recién acababa de llegar al lomerío, en la que tuvo que dormir a la intemperie, porque la señora de la casa que la acogió le puso la cama en el patio, pues no quería que otra mujer durmiera bajo el mismo techo que su esposo.

Fue tanta la pasión de la muchacha por enseñar, que cumplió los 15 años frente al aula e, incluso, llegó tarde a su propia celebración: «Mi familia en Florida me estaba preparando una fiesta con todos los amigos y yo, en medio de la alfabetización. Mi hermana fue a buscarme.

«Fue un viaje larguísimo. Llegué a mitad de la fiesta, la gente estaba comiendo y tomando. La celebración se acabó muy tarde, y al amanecer hice que mi hermana, que es diez años mayor que yo y siempre ha sido muy vivaracha, me regresara a Nuevitas», relata.

Muchas fueron las vivencias de aquella muchachita antes de que lograra su objetivo: las 11 cartas que confirmaban el aprendizaje de sus alumnos. Lali recuerda el viaje en aquellos vagones del tren hasta La Habana en el que, cuenta, se cantaba a viva voz, por la alegría del deber cumplido. La memoria la remonta a la Plaza de la Revolución, donde se ve a sí misma y a sus compañeros de aquella hermosa gesta educativa, gritando con todas sus fuerzas: «¡Fidel, Fidel, ¡dinos qué otra cosa tenemos que hacer!».

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