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El tesoro de John Silver

Un proyecto de desarrollo local en Ciego de Ávila apostó por los fertilizantes orgánicos y logró garantizar ingresos por más de 67 millones de pesos

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

CIEGO DE ÁVILA.— Tal vez el Largo John Silver, célebre pirata de La Isla del Tesoro, hubiera lanzado una de sus carcajadas si alguien le hubiera dicho que el premio tan buscado no se encontraba escondido bajo tierra, sino entre toneladas de basura.

Pero sí, risas e incredulidades aparte, la fortuna, o la clave para muchas cosas, se hallaba a la vista de todos. Eran, de inicio, 1 500 toneladas de desechos al año que salían de la unidad empresarial de base (UEB) Vegetales, de la empresa agroindustrial Ceballos. Luego se añadirían las más de 5 000 toneladas del Combinado Industrial. Al final no era una montaña, sino una cordillera.

«Eran lomas y más lomas de basura que generaban molestias entre los vecinos por el mal olor —cuenta Exnier González Suárez, director de la UEB—. También preocupaba el impacto al medio ambiente. Si un nivel de tomate venía con plaga, durante el procesamiento la materia prima se esterilizaba; pero los residuos mantenían los gérmenes que podían propagar la enfermedad entre los cultivos cercanos a la zona».

El gran problema se hallaba en un detalle: no sabían qué hacer con esos vertederos. Hasta que llegó el campanazo en 2016. Ese año se concretó la prohibición de usar una serie de productos químicos conocidos con el nombre genérico de biosidas.

Para eliminar a los nemátodos (parásitos que en este caso habitan en el suelo y atacan a las raíces de las plantas) eran muy buenos; pero también actuaban con mucha agresividad contra todos los microrganismos en el área, incluso, los necesarios para la vida del suelo. De ahí el veto para su comercialización.

Sin embargo, al cumplirse la medida y no aplicarse ningún otro producto, los «bichitos» vivieron su fiesta, y entre 2016 y 2018 el colectivo de 600 trabajadores de la UEB presenció con impotencia la pérdida de sus cultivos. No importaba si estaban protegidos o al aire libre. Todo o casi todo era una mortandad de color amarillo.

«Fue muy duro —dice la ingeniera Jakeline Cagigal Faber, jefa de producción de la UEB-—. Los rendimientos se fueron al piso. Sembrábamos y a los 15 días morían las plantas. No veíamos la solución por ningún lado hasta que nos fijamos en los desechos».

Un salto a lo sotomayor

¿Qué pasaría si de toda esa basura se obtuvieran fertilizantes? Esa pregunta rondó la mente de técnicos y trabajadores. «No es que existieran dudas del resultado de los abonos orgánicos —explica González Suárez—. Lo que pasa es que transitar de una agricultura convencional a una ecológica implica un cambio muy grande de mentalidad, y eso no lo puedes lograr sin resultados».

Una de las válvulas en el corazón de ese cambio, casi un salto a lo Javier Sotomayor, se encuentra en un campo cercano al poblado de Ceballos. Allí, a media mañana se escucha el golpeteo del pico y las palas. Es un sonido seco y áspero. Un ruido continuo, bien preciso, que sale de las manos de Rolando Sánchez Lugo y Yasmany Martínez Rivero, obreros de la UEB que atienden la producción del abono orgánico.

Julio Samón Romero, jefe de colectivo de la producción de biofertilizantes, observa, mientras aclara que es un trabajo duro: comienza a las 7:00 a.m., con pausa al mediodía para reiniciarse a la 1:00 p.m. y terminar al filo de las 4:00 p.m.

«¿Usted ve esas hileras? —señala unas aglomeraciones largas, de color oscuro—. Cada una mide 75 metros. Se conforman con la mezcla de los desechos de vegetales. Ahí se originan los microrganismos que ayudan a la fertilización; pero esa masa tiene humedad y removerla es muy duro».

La labor implica cargar en una carreta las lomas de desecho, bajarlas, triturarlas y removerlas a pico y guataca durante tres meses de trabajo bajo el sol del verano o los fríos del invierno, para obtener 500 toneladas de abono orgánico.

Aunque no son los únicos que deben andar con paciencia. A unos dos kilómetros de la UEB, en dirección a la ciudad de Ciego de Ávila, se encuentran las casas de cultivo del colectivo agropecuario Cepellón.

Al final del área, bajo unas naves, el jefe de producción, Yunier Machado Aldana, muestra unos canteros de 12 metros de largo por tres de ancho pintados con cal, donde se deposita la cachaza de los centrales. Cada cinco centímetro de materia orgánica, habitan unas 30 000 lombrices que, lentamente, engordan y se reproducen mientras liberan felizmente sus propios desechos.

El resultado son 8 000 litros de humus de lombriz, que permiten sustituir en 30 por ciento los fertilizantes químicos en el fertirriego, y unidos a las 500 toneladas de abono orgánico favorecen a 31,5 hectáreas de cultivos protegidos y 56 ha con riego eficiente. «Es decir —apunta el Director— la basura nos ayudó a salir de la crisis».

Lo mucho y lo poco

«A partir de 2018 se comenzó a producir fertilizante orgánico —explica Cagigal Faber—. Crecimos poco a poco hasta llegar a las cantidades que hoy tenemos. Eso permitió garantizar las 2 600 toneladas de productos obtenidos el pasado año y que dieron ingresos por encima de los 67 millones de pesos, a pesar del golpe que dio la COVID-19 en la provincia».

La vitalidad de esa UEB, la cual obtuvo la condición de vanguardia nacional en vísperas del pasado 1ro. de Mayo, no es de juego. Entre otros logros asegura la exportación de 73 toneladas de chile habanero, con una alta demanda en el mercado internacional, más la sustitución de importaciones por la venta a la red hotelera de sus vegetales.

«El propósito —asevera González Suárez— es alcanzar las 5 000 toneladas de compost y 50 000 litros de humus de lombriz al año, en correspondencia con el crecimiento de nuestras áreas. Esa forma de nutrientes tiene varios beneficios, y el primero es que abarata los costos, pues el precio de un fertilizante químico oscila entre los 9 000 y 30 000 pesos la tonelada».

También ubica a la UEB en la línea de producciones agroecológicas, cuya demanda ha crecido en los últimos tiempos por los beneficios para la salud. Y otra de sus ventajas es asegurar la calidad de los suelos y las aguas, ya que usa abonos más compatibles con el medio ambiente.

Para el crecimiento, la UEB espera apoyarse en las 300 toneladas de desechos generados por ocho unidades avícolas ubicadas a no más de ocho kilómetros, junto con los desperdicios de 24 vaquerías (la más lejana a 12 kilómetros) y más de 3 000 toneladas de cachaza del central Ciro Redondo.

«Aquí se debe aprovechar lo mucho y lo poco —insiste el directivo—. Cuando presentamos la iniciativa como proyecto de desarrollo local, lo pensamos también dentro de una alianza con los servicios comunales y los Gobiernos municipales».

Por ejemplo, un encadenamiento entre ambas entidades podría ayudar a un manejo integrado de los vertederos, que permita clasificar la basura y dirigir hacia la UEB lo que pueda utilizarse en la producción de fertilizantes.

Otro vínculo pudiera estar en asegurar los recursos para la limpieza de las ciudades. Cualquiera se asombraría al conocer que los desechos de los caballos son muy valorados por su capacidad de generar altos contenidos de compost. Son, como dicen los especialistas, verdaderas joyas en la obtención de fertilizante orgánico.

Una tercera novedad sería la de comercializar ese tipo de abono a otras formas productivas e, incluso, exportarlo. Sin embargo, para lograr todas esas proyecciones se necesita algo básico que hoy no está: el equipamiento para humanizar el trabajo y procesar mayores volúmenes de materia.

«Necesitamos 90 000 pesos en moneda convertible para adquirir un tractor pequeño y otros implementos que mecanizarían lo que hoy se hace a mano. Hasta el momento no lo hemos podido hacer porque no tenemos crédito en moneda dura; pero vamos a buscar las alternativas. Ya estamos en este camino y vamos a seguir por él», asegura el Director de la UEB Vegetales.

El humus de las lombrices asegura el fertirriego a más de 80 hectáreas de cultivos.

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