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Regaños a Martí

Pese a esas recriminaciones dolorosas, José Julián siguió viendo en Doña Leonor a su estrella

Autor:

Osviel Castro Medel

Ella lo amó siempre, pero muchas veces no comprendió sus pasos, ni su silencio en la lejanía. Por eso, con sinceridad contundente, le envió reproches y regaños.

Así era Leonor Pérez Cabrera, la mujer nacida el 17 de diciembre de 1828 en Santa Cruz de Tenerife ((Islas Canarias), quien trajo al mundo a un ser humano que fue océano, meteoro y faro, tal como sentenció el argentino Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964).

Repasando sus cartas a Pepe, uno encuentra la amargura y el dolor de una madre que ha visto cómo su retoño ha tomado un camino de peligros y no le escribe con prontitud.

«Hace días que quiero decirte algo de lo mucho que en mi alma rebosa y me ahoga; pero con la esperanza cada día de recibir carta tuya, lo dejo para el siguiente. Vana esperanza, vapores llegan a esta todos los días, y para mí no traen nada», le confiesa en octubre de 1880. 

En esa propia misiva deja letras sobrecogedoras: «Dios te perdone, hijo, todo el mal que me haces, y por ti le pido a todas horas, y porque te conserve tu hermoso hijo, y no te castigue en él lo que con tu abandono haces sufrir a tu Madre».

Diez meses después Leonor le ratifica lo que piensa sin ambages: «…Te acordarás de lo que desde niño te estoy diciendo, que todo el que se mete a redentor sale crucificado y que los peores enemigos son los de tu propia raza (…) Qué sacrificio más inútil, hijo de mi vida, el que estás haciendo de tu tranquilidad y de la de todos los que te quieren, no hay un solo ser que te lo sepa agradecer…».

Y en otra sacudidora epístola, el 25 de enero de 1882, señala: «…Dentro de tres días cumplirás 29, me resigno, pero no me conformo a que a esa edad con tantos elementos de vida sufras tantas angustias, y que mis muchas reflexiones nada hayan podido en tu destino».

Incluso, ese mismo año, en julio, le manda «un fuerte regaño para que no estés tan caviloso que este mundo no lo arregla nadie».

Pese a esas recriminaciones dolorosas, José Julián siguió viendo en Doña Leonor a su estrella. Sabía desde los tiempos de presidio que lloraba por él, por eso le dedicó aquel retrato de agosto de 1870, arrastrando cadenas en prisión, con la estremecedora cuartera: «Mírame, madre, y por tu amor no llores/ Si esclavo de mi edad y mis doctrinas/ tu mártir corazón llené de espinas/ piensa que nacen entre espinas flores».

En marzo de 1878, desde Guatemala, le afirmó a su amigo Manuel Mercado: «Mi madre tiene grandezas y se las estimo, y la amo —Ud. lo sabe— hondamente, pero no me perdona mi salvaje independencia, mi brusca inflexibilidad, ni mis opiniones sobre Cuba. Lo que tengo de mejor es lo que es juzgado por lo más malo. Me aflige, pero no tuerce mi camino».

Al propio amigo le cuenta, el 9 de diciembre de 1887, desde Estados Unidos: «¿Sabe que mamá está aquí? Esa es sin duda la salud repentina que todos me notan. Al fin pude hacerla venir, por unos dos meses». Aunque con poco tiempo para atenderla, su compañía le hacía sentir «menos frío en las manos» y «volver cada mañana con más estímulo a la faena».

Sobre esa visita de Leonor a Nueva York, el periodista Yelandi Milanés en su artículo Madre amantísima, publicado en La Demajagua, repara en un hecho interesante: ella le lleva una sortija, mandada a hacer por Martí con fragmentos de los grilletes del presidio, confeccionada por Agustín de Zéndegui. Tal suceso, después de las duras críticas y consejos, pudiera interpretarse como la aprobación de sus luchas revolucionarias, como refirió Milanés.

Al margen de reprimendas, el hombre de Versos Sencillos, hubiera querido pasar más tiempo al lado de Leonor, como le confiesa a ella en enero de 1892: «Mucho la necesito: mucho pienso en Vd.: nunca he pensado tanto en Vd.: nunca he deseado tanto tenerla aquí».

Tampoco deberíamos olvidar que, desencuentros aparte, Pepe veía en su madre a una persona que le ayudó a formar el carácter. «¿Y de quién aprendí yo mi entereza y mi rebeldía o de quién pude heredarlas, sino de mi padre y de mi madre? (…) A otros puedo hablar de otras cosas. Con Ud. se me escapa el alma, aunque usted no apruebe con el cariño que quisiera mis oficios», le exponía en carta remitida el 15 de mayo de 1894.

El 25 de marzo de 1895, en «vísperas de un largo viaje», que sería el definitivo, Martí reafirma estas ideas: «Yo sin cesar pienso en Vd. Vd. se duele, en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida; y ¿por qué nací de Vd. con una vida que ama el sacrificio?».

¡Cuánto debe haberse comprimido el corazón de Leonor al enterarse de que su hijo había muerto en los campos de Dos Ríos el 19 de mayo de ese año! «(...)No sé para qué Dios no me llevó a mí primero que, a él, pues no puedo tener el consuelo de ver su retrato ni sus letras», expresó al respecto, en carta dictada, dirigida a Carmen Miyares, el 4 de marzo de 1898.

Entonces, como narró el periodista Luis Hernández Serrano en su texto Los últimos días de Leonor Pérez, estaba ciega, olvidada, triste y tremendamente pobre. Esos sufrimientos crecieron cuando en 1900 perdió a tres de las cuatro hijas que quedaban vivas. De ocho retoños, solo quedó Amelia, con quien vivió hasta su último día, el 19 de junio de 1907. Seguramente se fue pensando en su amado Pepe.

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