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Entre la gracia y la iluminación

Con La noche de los inocentes, una comedia cubana de estreno, su director busca comunicarse con la mayor cantidad posible de público

Autor:

Joel del Río

Jorge Perugorría logró expresarse con inteligencia en los diversos registros genéricos que exigía el filme de Sotto.

Actores y actrices consagrados se unieron a nuevos rostros para ofrecer un cuadro bastante parejo de actuaciones dignas y ajustadas.

Por mucho que se diviertan a mares miles de cubanos viendo La noche de los inocentes, el más reciente estreno del ICAIC (tercer largometraje de ficción cubano visto este año, luego de La edad de la peseta y Madrigal), no deberán sorprenderse cuando lean algunas críticas que le reprochan su humor grueso, populista y vernáculo, las incoherencias de la historia, o sus abruptos cambios de tono. Supongo que algunos colegas severos y cerebrales no quieren perdonarle al director y guionista Arturo Sotto la «traición» respecto al registro habitual de sus obras anteriores (Talco para lo negro, Pon tu pensamiento en mí, Amor vertical), afiliadas a una cierta variante del cine de autor, por momentos hermético y experimental, muchas veces rebuscado y siempre barroco, violentamente intertextual, posmoderno.

En vez de continuar por tales derroteros, luego de una pausa de diez años, Sotto ha decidido volver al ruedo con una película que él mismo cataloga de sencilla, alentada por el propósito expreso de comunicarse con la mayor cantidad posible de público. Pude atestiguar que la película cumple cabalmente con tal intento cuando estuve, el domingo por la noche, en el cine Yara, atestado hasta los bordes de gente muy joven, en medio de una platea que respondía con desmelenado entusiasmo ante cada chiste expedito, giro sorpresivo, o sugerencia velada, de esta historia perfectamente comprensible, llana, pero planteada en diversos y contrastantes estratos, colmada de señales diferidas, guiños perspicaces, indicios de trascendencia.

No quiero ocultar que me dejé llevar por el entusiasmo, y en la segunda repetición, la película me divirtió tanto como la primera vez que la vi, cuando me empeñé en superar los disímiles prejuicios que me inspiraba la obra anterior del cineasta. ¿Para qué tratar de negar que los críticos carecemos de prejuicios cuando, en realidad, muchos de nosotros no hacemos otra cosa que acorazarnos con ellos a la hora de evaluar una película fresca, efusiva, graciosa y bien plantada como esta? Venía haciendo falta una comedia cubana que, otra vez, distribuyera risas por aspersión y se acercara a espinosos conflictos filiales, sociales, sicológicos y sexuales, más allá de la burla consabida al diferente. El filme busca el reflejo verosímil y responsable de la vida en la capital —nada que ver con las recetas y los esquemas que promedian en el dramatizado televisivo, donde La Habana puede reducirse a una letras en los créditos o en el título, pues el nervio de esta ciudad se pierde en la grandilocuencia verbalista de guiones imposibles y personajes casi inanimados. Pero eso es otro tema, sobre el cual volveremos en otro momento.

De La noche... me importan, sobre todo, la extrema libertad de registro genérico, más allá de la habitual oscilación entre la comedia de costumbres y el melodrama filial (paradoja aparente que nuestro cine ha pulsado en algunas otras ocasiones) puesto que se trata, más que todo, de un filme policiaco, recorrido en toda su extensión por el empeño de un agente del orden por descubrir la identidad de quien golpeó salvajemente a un joven disfrazado de mujer. La trama policiaca, bastante poco habitual en nuestro cine (un referente anterior pudiera ser Kleines Tropicana) llega al espectador flanqueada por momentos farsescos, de humor vernáculo, absurdo, esperpéntico, de enredos y equívocos, o por las numerosas, y muy graves observaciones respecto a la disfuncionalidad de esta familia, o la gigantesca brecha generacional abierta entre padres e hijos. Cada uno de los personajes va aclarando los matices de su relación con el joven herido, y al parecer inconsciente, en una sala hospitalaria de emergencia, de modo que cada quien tiene a su cargo varios momentos retrospectivos que sacan la trama de esa locación dominante y nos permiten entender los antecedentes inmediatos.

Dentro de la estructura de acción en presente, propulsada por los relatos individuales de los protagonistas en pasado (una estrategia narrativa común en el cine cubano), no todos los cabos quedan perfectamente atados, ni consigue sostenerse todo el tiempo la agilidad del ritmo o la intensidad del suspenso, pues decae, sobre todo, en los últimos 15 o 20 minutos del metraje. Entre las inconcordancias de un guión que requería mayor esmero en la urdimbre de acciones, pueden mencionarse, por ejemplo, las siguientes situaciones: si el muchacho le había gritado su amor a la muchacha delante del italiano, en un momento de connotada extravagancia, ¿por qué se sorprende este último, cuando los encuentra besándose, y actúa como si no estuviera advertido? ¿Por qué Cachita es obligada al silencio por el director-guionista cuando ella podría identificar al culpable desde el momento en que llega al hospital? ¿Por qué no se le confirió más tiempo y espacio a la relación de la víctima con los camilleros, quienes, de modo abrupto se convierten en cómplices sin que aparezca el móvil de su comportamiento? Estas son solo algunas entre las muchas interrogantes que pudieran surgir si uno se planteara la película en las claves narrativas de los buenos filmes policiacos, necesariamente atentos a una lógica bien armada y al comprensible encadenamiento de causas y efectos.

A muchos lectores, y espectadores gozosos del filme, puede parecerle pedante, y quisquillosa, una consideración como la anterior, que evalúa la coherencia de la trama en cuanto a sus códigos policiacos. Porque amén de la intriga detectivesca habría que valorar los muchos momentos en que los propios personajes y situaciones típicas de ese género (agente del orden, mujer fatal, culpable encubierto, intriga sostenida, sospecha transitiva) son presentados desde la ridiculez propia de la parodia, la exageración característica de la sátira, o la gravedad sentimental del melodrama. Es decir, que el arsenal de uno de estos géneros suele emplearse a fondo en esta anécdota, y enseguida, de forma repentina, cede su lugar a la batería completa de un código diferente, y hasta paradójico. Lo mejor es que policiaco, comedia y melodrama no se estorban para nada en un relato que quiso llegar al espectador de manera ligera, efervescente, y solo a ratos, turbadora. Solo así se explican los varios finales, todos ellos plausibles, pero que alargan innecesariamente el epílogo, por muy impactante que pueda resultar la onírica visión de las calles centrohabaneras cubiertas de nieve.

Tampoco veo al filme invalidado por su obvia voluntad de ligereza. Hay momentos, interrelaciones de algunos personajes, en que la película se convierte en una suerte de antología de frustraciones y problemas intergeneracionales, y se sumerge en un cauce tipológico que la emparenta con Plaff, Madagascar o Video de familia. Entre varias escenas que refuerzan este argumento, puede recordarse una bien destacada entre el muchacho (posterior víctima de la golpiza) y su madre. En tal escena, los dos se tiran en cara sus padecimientos, y quedan empatados, cero a cero, el presente detestable de ella y el futuro desangelado que el joven no quiere aceptar. Mucho informa esta película sobre la crisis de valores, y la manera de vivir de un par de generaciones que conviven en la Cuba contemporánea, y lo mejor es que se arriba a semejante estadio de develamientos esenciales con una naturalidad y una fluidez envidiables, que para ser honestos, no sospechaba yo en una película dirigida por Arturo Sotto. Por ello, mi regocijo y sorpresa se duplicaron.

Un cuadro bastante parejo de actuaciones dignas y ajustadas (destacan sobre el conjunto por el modo en que se enseñorean de sus personajes, y por la ductilidad de saber expresarse en los diversos registros genéricos que el filme propone, Jorge Perugorría, Susana Pérez y Edenis Sánchez); una banda sonora colmada de contrastes, sugerencias y sutiles llamados de atención, a veces totalmente desvinculados de las imágenes; un trabajo de fotografía apoyado en la profundidad de campo, en el uso eficaz del espacio y el emplazamiento propicio de la cámara, hacen de La noche de los inocentes no solo una película digna y comunicativa, sino también muy profesional y loable, amén de divertida, adjetivo encomiástico que ya le había regalado antes, pero estoy convencido de que la risa, aliada a la generosidad y a la inteligencia, se convierte en acto de iluminación que nunca se recomienda lo suficiente.

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