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La rara historia acerca de cómo Woody Allen llega a parecerse a Brad Pitt

En el filme, uno de los anunciados estrenos de agosto, el gran comediante Woody Allen opta por una historia de afectos modernos (¿posmodernos?) en la más modernista de las ciudades españolas

Autor:

Juventud Rebelde

Del maestro Woody Allen siempre me han llamado la atención dos cosas. Por un lado, su firme carácter de autor, al punto de que «vicia» a los intérpretes de sus películas, y estos llegan a actuar exactamente como él: casi todos los intérpretes que actúan para Allen terminan reproduciendo, en la dicción y los gestos, el personaje del neurótico —si no psicótico— que fascina al director: jadeo, frases nerviosas y entrecortadas, gestos suspendidos, imagen de inseguridad y turbación, etc. Actuar para él implica dejarse permear por la galaxia-Allen. De otra parte, esa neurosis tiene un indudable centro: la ciudad de Nueva York, fuente de todas las crisis, las ansiedades, los desvelos y los amores de Woody. En el futuro, difícilmente pueda conocerse el complejo perfil de esa ciudad sin apelar a los penetrantes retratos psicosociales, y hasta demográficos, de Woody Allen o Martin Scorsese.

Pero sucede que como parte de su feroz independencia y su propensión a pensar con cabeza propia, a alejarse de la corriente principal (es conocido que Allen no cambia un partido de fútbol o un pequeño concierto de jazz por el megaespectáculo del Óscar), en los años más recientes el gran comediante de la contemporaneidad —tal vez el más importante seguidor del espíritu tragicómico de Charles Chaplin— ha decidido ventilar su cine y mudarse a otras ciudades del planeta. Ha rodado en Inglaterra, y ciertamente no le fue mal cuando intentó arraigar sus obsesiones en la nueva escena cultural. En Vicky Cristina Barcelona, uno de los anunciados estrenos de cine para el mes de agosto, Allen opta por una historia de afectos modernos (¿posmodernos?) en la más modernista de las ciudades españolas, y la verdad es que por esta vez no le fue nada bien, al menos con la crítica, que ha abucheado y aporreado la película.

Vicky Cristina Barcelona (el título no podía ser peor: joder, Woody, ¿no podías pensar en un título fuera de los nombres de los personajes y la ciudad?) hace parte de esa producción menor con que Allen «coge aire» entre clásico y clásico. A las claras se trata, casi confesadamente, de un filme menor, sin demasiadas aspiraciones, «de cámara» (de cámara urbana, y valga la paradoja). Un filme pequeño, de la misma estatura física que su director. Y en ello no hay nada reprobable: es insana la pretensión de ciertos críticos que esperan de cada filme una obra maestra.

De Vicky... molesta, eso sí, el paseíto epidérmico y turístico de Woody por Barcelona. De no ser por ciertos matices que irán apareciendo en esta crítica, habríamos podido titularla Turiallen. Imagino que a los españoles ese folclorismo exotista con la arquitectura escultórica de Gaudí y el movimiento por los grandes centros culturales de la ciudad les haya molestado tanto como a los cubanos esas coproducciones —la mayor parte de las veces, debidas a capital español— alrededor de la Catedral, las rumberas, las mujeres negras con tabaco en la boca, los cocoteros, etc. La imagen de Barcelona que ofrece Allen no es seria; resulta como salida de unas gafas de sol que solo tienen graduación para comentar la bonitura. En la fotografía está el maestro español Javier Aguirresarobe, y no me explico cómo no advirtió a Allen sobre el peligro de esos colorcitos pop restallantes, saturados, brillantes; índices de una modernidad externa, alrededor de una comedia sombría, medio triste. Bueno, quizá lo advirtió, pero no pudo conseguir otra cosa. Por la dudosa fluidez de la guagüita turística en que nos pasea Allen, los primeros minutos de Vicky... son francamente intransitables. Mientras más pulcra y de postalita Barcelona, menos interesante la película.

Otro punto polémico radica en la voz y la insistencia del narrador. ¿Por qué? ¿Para qué? He sido yo de los críticos que no consideran al narrador, per se, un atentado a «lo específico cinematográfico». En algunos casos, he tratado de evidenciar cómo la narración explícita dinamiza y favorece lo fílmico; pero aquí sucede que si retiramos el narrador, no pasa nada. Y ya conocemos que cuando en cine algo resulta extirpable, lo mejor es olvidarlo. Las acciones se explican solas, y las consideraciones sobre los personajes puede y debe intentarlas el espectador. El narrador de Vicky Cristina Barcelona clasifica como una manía de autor; como un resabio. Es ahí donde se pierde el Woody: en la curvita.

Ahora, cuando avanza el metraje y hacemos abstracción del entorno, empieza el calado dramático y psicológico del maestro, y el filme dista mucho de ser un desastre. Otra vez Allen (Gaudí bufo) esculpe caracteres potentes, complejos, y lo mejor: sólidas y siempre agudas relaciones entre los personajes. La Cristina de Scarlett Johansson es una incisiva radiografía de ese tipo de muchacha —o de persona adulta, igual— que busca siempre, que permanece inconforme; para las cuales la felicidad radica en la búsqueda misma, en la incertidumbre de no saber, ni presuponer, qué sucederá mañana. El personaje histérico de Penélope Cruz (quizá el Óscar a la Cruz fue apresurado: no era para tanto, pero tampoco decepciona la actriz en un breve aunque intenso rol) es una maravilla de caracterización.

A estas alturas de la vida no quedan dudas acerca de que Allen se proyecta como un feminista rabioso, interesado sobre todo en el mundo psíquico de la mujer; tanto como Bergman, Antonioni o el propio Almodóvar. Sin que cuanto sigue suponga que el feminismo necesariamente simplifica los caracteres masculinos, los chicos son, en Vicky Cristina Barcelona, más lineales. Lo mismo el gris pintor de Javier Bardem (incoloro hasta en la actuación, cosa rara tratándose de Bardem), que su contraparte: el marido de Vicky.

Por encima de todos ellos, de unas y otros, importa aquí la riqueza extraordinaria de las relaciones que entablan. Digamos, los personajes de Cruz y Bardem se aman tanto, pero tanto, que no pueden vivir juntos y apenas aparecen cuando aflora la crisis de uno de ellos; llegan a necesitar un tercero, que venga a equilibrar la inestable relación, a punto de estallar a cada minuto. Si ese tercero tiene la sensualidad y la cierta paz interior de Scarlett Johansson (¡en esta película!), el triángulo está perfecto, tranquilo, y los personajes de Bardem y Cruz pueden amarse clamorosamente.

Es admirable que un hombre de la edad de Allen pase de todo moralismo y mantenga un pensamiento tan joven, como para plantear como sumamente natural, pertinente, conveniente, este tipo de relaciones cruzadas, o compartidas, donde los humanos pueden conocer la felicidad sobre la base de romper los ¿mitos culturales? de la monogamia, la posesión, la exclusividad, la propiedad privada de los afectos. Si a nivel visual Allen no pasa de los estereotipos, en lo dramático sí, y ofrece un plasma narrativo cargado de transgresiones y de sutilezas, de rupturas de convenciones, donde cada quien ensaya con su vida lo que le viene en gana, sean cuales sean los comodines sociales. Sigue tremendo Woody Allen: no se pone viejo, ni siquiera en sus películas menores. Una suerte de Benjamin Button del cine.

Otro ejemplo de sabiduría fílmica se descubre en el final, nada ampuloso, nada retórico, muy minimalista, de corte abrupto. Se acabó y ya, no más acentos, ni moralina alguna, ni grúa que sube al cielo. Se acabó, y los personajes quedan suspendidos en sus búsquedas perennes; tales como son y no como quisieran ser.

Me voy a hacer el de Woody Allen, y voy a terminar esta crítica aquí. Si se acabó, se acabó, caballeros.

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