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Moscú no cree en lágrimas

Los integrantes del colectivo teatral Et Cétera, de Moscú, recientes visitantes que engalanaron la sala capitalina Hubert de Blanck, demostraron, entre otros asertos, que pueden pasar del minimalismo al gran espectáculo musical

Autor:

Frank Padrón

La ironía corrosiva del cuentista Antón Chéjov (uno de los íconos de la modernidad literaria más allá de Rusia) y la Gran Guerra Patria que asoló la inmensa nación europea en la primera mitad del siglo XX, implican registros diferentes para llevar al escenario.

Sin embargo, los integrantes del colectivo teatral Et Cétera, de Moscú, recientes visitantes que engalanaron la sala capitalina Hubert de Blanck demostraron, entre otros asertos, que pueden pasar del minimalismo al gran espectáculo musical.

De ello dieron fe sus puestas Rostros y Esperanza, fe y amor…, que arrancaron aplausos y ovaciones entusiastas del abarrotado teatro.

Rostros, dirigido por Alexander Kaliáguin (inolvidable su Platónov en Pieza inconclusa para piano mecánico, el filme de Nikita Mijálkov también basado en Chéjov) en el que comparte escenario con el no menos célebre Vladimir Símonov —ambos, Artistas del Pueblo de Rusia—, presenta cinco relatos cortos del maestro de la cuentística.

Su habitual sarcasmo, su tratamiento visceral y sui géneris del absurdo y algunos de sus temas recurrentes (las relaciones de amor-odio entre rusos y franceses, la estupidez humana, la irracionalidad de la burocracia, el humor negro, la falta de transparencia y las redundancias comunicativas) afloran en estas breves piezas maestras, que los intérpretes nos acercaron en toda su energía e intensidad.

Con una economía de recursos escenográficos complementaria a la austeridad narrativa de los textos, Kaliáguin y Símonov derrocharon virtuosismo y concentración, dominio de la mímica y la gestualidad toda, empleo de los tonos adecuados para cada situación y personaje(s).

Desde el contrapunto de personajes aparentemente diferentes, que en el fondo resultan las dos caras de un mismo disparate, ellos dan vida a los sicópatas que discuten tonterías en torno a sus respectivos países; al sacristán y la vieja que confunden todo; al detective acusador y al campesino que no entiende su presunto delito... Y en el acaso más simpático y original de todos los relatos (Diplomático) al hombre que no sabe cómo darle a su amigo funcionario la noticia de la muerte de la esposa.

Harina de otro costal resultó la otra puesta: Esperanza, fe y amor…, dirigida por Ekaterina Granítova partiendo de una idea de Yuli Kim, que convocó a toda la compañía, bien nutrida por cierto, para recrear mediante canciones, bailes e historias recogidas del folclor popular, el «periódico animado» (presentaciones que compañías ambulantes hacían a los soldados) y caricaturas de la época, la triste y gloriosa historia de la Gran Guerra Patria, que culminó con la victoria sobre el fascismo en mayo de 1945.

Según los mismos artistas, si para los historiadores el gran suceso pudiera contarse a través de documentos, números, mapas y fechas, para ellos la contienda resuena en canciones y romanzas, en los relatos de los abuelos y las desteñidas fotografías, en las coplas, carteles y dibujos… y así lo han traducido en este majestuoso espectáculo que tuvimos la fortuna de disfrutar.

Admira de entrada en Esperanza… el sentido de integración: música y textos, diálogos y danza aparecen cohesionados notablemente; la directora supo aprovechar al máximo el escenario y fusionar los recursos: la pantalla que, además de lugar para la traducción (junto a la microfónica simultánea) funge como escenografía móvil y variable que contribuye admirablemente a la ambientación; los semitonos lumínicos que muestran los estadios de la hazaña bélica; la presencia protagónica del «teatro dentro del teatro» (no olvidemos que se recrean las puestas que los soldados recibían durante sus descansos), la muñequería, las ilustraciones y poemas…

La dirección musical y arreglos (Grigory Auerbach) constituyen un rubro indispensable en una obra de este tipo; un conjunto de cámara (piano, guitarra, acordeón, bajo y percusión) reproduce fielmente los motivos musicales de la época, mientras los actores (unos mejor dotados que otros para el canto) entonan con gracia y conocimiento de causa las hermosas  (o a veces simpáticas) romanzas.

Porque ahí descubrimos otro acierto: el esmerado equilibrio entre lo trágico y lo cómico, la alternancia feliz entre registros, como quiera que la larga y tortuosa guerra, con toda su carga de muerte y sufrimiento, dejó también solidaridad, hermandad, sentido de pertenencia…

Las sencillas coreografías (Anatoly Voinov) contribuyen a la dinámica escénica, mientras el vestuario, peinados y maquillaje (a cargo de otro artista emérito, Nikolay Maksimov) refuerzan la autenticidad histórica.

Desdoblados en cantantes y bailarines, asumiendo otros personajes dentro de los suyos, los actores llevan sobre sus hombros el peso del espectáculo: Anzhela Belyánskaya, Natalia Blaguíkh, Andréy Kondákov, Nikita Bychenkov, Marina Churakóva, Kiril Lóskuov, son algunos de ellos.

Rostros y Esperanza, fe y amor… nos pusieron en contacto con teatristas serios y profesionales: Et Cétera demostró también que muchos de aquellos lazos que décadas atrás se amarraron entre rusos y cubanos, siguen muy sólidos aún hoy.

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