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Incómodo con la música industrial

La misma industria que promete oropeles y triunfos nos mata por dentro, nos aleja del arte y de la ingenuidad, del bardo que saca su guitarra y compone en una tarde una «Longina seductora, cual flor primaveral»

Autor:

Mauricio Escuela

Voy a ponerme incómodo, pondré en duda el término y su necesidad: ¿existe acaso una industria de la música que valide verdaderamente el talento? El término nos remite a las hechuras en serie, la mercadotecnia y la reiteración del molde, cuando debiéramos hablar del más alto vuelo de las artes. ¿Cómo predecir y sustentar desde el dinero el valor de una carrera genial? Conozco de un pianista excelso, compositor clásico, poeta del pentagrama, que durante una de sus giras por Remedios me enseñó el magro instrumento que lo acompañaba, pues su industria no daba para más.

Por otro lado, ¿qué pasa con nuestro legado musical, con Caturla, Cervantes, Esteban Salas, acaso no formarían parte del objeto de mira de esa industria? En lo concerniente al genio remediano, me constan los daños que desde hace seis años recibe su Museo-Casa en la ciudad que lo vio nacer, además de que la inmensa mayoría de sus partituras permanecen sin grabarse adecuadamente y, ¡oh, industria!, venderse. Cuando me hablan de potenciar el mercado dentro del arte siempre entra una carcoma en mi cerebro, pienso en cosas (nunca mejor usado este plural) como el trap, al que escribo con la minúscula que merece aunque haya músicos de supuesta valía, cubanos, que lo señalen como el nuevo camino a seguir por el ritmo popular bailable.

Cuando desperté, el reguetón todavía estaba allí, se había vuelto más vulgar, era trap, decía lo indecible, no lo digo por pacato. Lo escribo porque resulta perjudicial en el sentido más intenso, en la intención más malsana. El reguetón pasó por encima de cientos de músicos de talento, su industria, ¡vaya palabra!, fue de pueblo en pueblo haciendo mucho dinero. Mientras, hubo que esperar al aniversario 500 de la villa de San Juan de los Remedios para que viniese el genio de Frank Fernández a darnos un excelente concierto. Dicho sea, él mismo pudo visualizar el deterioro insalvable del piano de Caturla.

Taylor Swift, un ejemplo claro del denominado interaccionismo simbólico. Foto: Twitter.

Dije de mi incomodidad con el término industria y mentaré otro que suena a disparo contra el arte, a sordina, a anti-música: comercialización. Y no hablo de esos puestecitos, donde en efecto encontramos valiosas grabaciones de los Van Van o de Carlos Varela, sino del gran negocio, ese que no vemos, pero late en las alianzas que se hacen, en las concesiones que están dispuestos a aceptar algunos «triunfadores». Cuba tiene la peculiaridad de ser una isla musical y es rara la ciudad que no posea algún que otro bardo, o un ritmo que la distinga, de hecho, existen varias sonoridades dentro de un mismo registro musical popular. Toda esa diversidad se coloca en las antípodas del mercado, pues la lógica de este, tal y como funciona, es hacer más sin importar qué, y claro, que se venda. Por eso alarma el trap y su inmundicia, porque se trata de algo más fácil que el reguetón, mucho mayor en su mal lenguaje y que además moldea ya los gustos de los más adolescentes, quienes, se sabe, consumen no de acuerdo con una instancia propia, sino con  una mentalidad formativa que nos está fallando.

La misma industria que promete oropeles y triunfos nos mata por dentro, nos aleja del arte y de la ingenuidad, del bardo que saca su guitarra y compone en una tarde una seductora «Longina seductora, cual flor primaveral», no, lo que se busca es más de lo mismo, de lo que ya el público, trabajado, está esperando. Lo peor, todos los que estudiamos filosofía, conocemos que la industria cultural incide en algo conocido como el interaccionismo simbólico, la relación entre la conducta social y los valores. El dinero no va a apostar por lo diverso, porque el que paga no quiere música, quiere más ganancias, ese solo sabe de subidas de pico mercantil, ni siquiera le interesan las vertientes underground que pueda tener un género refractario como el rap. La industria cultural, léase musical, sufre la eterna tentación del aplanamiento de los gustos.

Algo que quizá nos salva de caer en el agujero, donde ya se hallan los países caribeños que nos circundan, es la sólida formación de muchos de nuestros maestros y el dinero devengado como subsidio para tales fines por el Estado. Pero esa lógica, por demás justa y protectora de la identidad, es vista por el mercado y la industria o como escollo o como un instrumento que pueden usar en la banalización de gustos y ritmos. Recordemos que en manos del tecnocapitalismo la razón humana, la ciencia o cualquier saber, se torna instrumental, o sea usada y desechada, finiquitada por alguien para algo y ya.

Miley Cyrus, otra superestrella mundial creada por la industria musical. Foto: Twitter.

Quienes miran hacia Cuba y tienen aquí ya sus húsares del mercado, saben que la isla por naturaleza produce talentos, muchos de ellos no cuentan ni con los recursos ni con las oportunidades, así que les ofrecen una única vía: ven al mercado. Guitarristas clásicos que se marchan a hacer backgrounds de reguetón, diseñadores que abandonan la estética más vanguardista porque está de moda la palabra vintage. Por tanto, debemos potenciar más lo nuestro, ya que desde afuera lo que interesa es el dinero, no se puede ser ingenuo ante la lógica del capital, ni creer, como dicen algunos, que ya usar el término burguesía deviene anacronismo. La situación que Marx describió es aún el drama humano, solo se espera un agravamiento, algunos lo llaman «calcutización», de las condiciones. Pero aquel clamó en el desierto y otros hoy nos les parecemos, somos los incómodos.

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