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¿Realidad re-inventada?

El Malecón habanero es el protagonista de las historias actuales de Roberto González, que confluyen en la exposición El Muro, abierta en la galería Carmen Montilla, de la Oficina del Historiador

Autor:

Toni Piñera

Roberto González (La Habana, 1972) es un hombre de muchas paradojas e imaginación: minimalista en los recursos —y en estos tiempos también en la composición—, conceptual, surrealista, salpicado con tintes de humor (es cubano) y, sobre todo, con ojos muy abiertos al entorno humano, provisto de una técnica excelente en el campo de la línea y del color… Una suerte de combinación de «ingredientes» que lo visten como un artista original y de su tiempo.

A lo largo de los años, en sus pinturas y dibujos ha armado, con mucha sabiduría, un puente entre lo sicológico y lo físico. Su obra es una continua exploración de la evolución y supervivencia de la humanidad por hallar fuerzas en sueños, esperanzas y aspiraciones, pero también de la vida en dondequiera que esta se encuentre. Cual arquitecto de las formas, a cada golpe de pincel reinventa la realidad para alertarnos. Un trabajo personal que muestra en composiciones cuyo núcleo roza las emociones humanas.

El Malecón habanero es el protagonista de sus historias actuales, que confluyen en la exposición El Muro, abierta en la galería Carmen Montilla, de la Oficina del Historiador (Oficios 162, La Habana Vieja), en saludo al aniversario 500 de La Habana. Ese «balcón» hacia el Caribe para el artista (con su obra ha desandado en diversas ocasiones las salas de audición de destacadas casas subastadoras como Sotheby’s y Christie’s, tanto en Nueva York como en París) resulta un enorme sofá donde reposamos de las inquietudes cotidianas, un laberinto por donde encauzar los pensamientos, la «frontera» de algún utensilio cotidiano, una estrella ¿trampolín? hacia el infinito, una cuerda que se anuda a su antojo, y hasta lo llega a comparar con un árbol de profundas raíces…

La figura humana, que multiplicada colmaba las superficies en anteriores series, en esta se resume, si acaso, en una figura solitaria, que, si bien pequeña, domina el ambiente. Y no es más que el propio creador que aparece como un personaje, aunque siempre aclara que no es un autorretrato. Lo utiliza como modelo, por la comodidad de tenerse a «mano» para tomar la foto y utilizar esa imagen. No hay nada de narcisismo ni de «copia» de Hitchcock. 

Su personal figuración tiene puntos de contacto con la realidad y se organiza en el plano, de forma caprichosa. Del día a día extrae y expone, con cierta dosis de humor en las imágenes, los problemas sociales universales del hombre sobre la Tierra. A veces lírica, otra misteriosa, es la atmósfera creada en sus escenografías de fondos neutros, que coquetean con la abstracción.

Tintes surrealistas

Roberto González descubre al mundo el surrealismo del tiempo en que vive. Un movimiento iniciado en 1923, con un segundo manifiesto hacia 1930, para cantar el desencanto de una humanidad que se encaminaba al desarrollo de la tecnología con creciente incertidumbre. «Hermoso como el encuentro fortuito de una máquina de coser y una sombrilla sobre la mesa de disección», es la frase de Isidore Ducasse acuñada para ilustrar la actitud del surrealismo, que recogió los elementos de una realidad destrozada por las guerras de un pensamiento en crisis desde que Einstein dio a conocer la Teoría de la Relatividad, que revolucionaba las nociones del espacio y tiempo; y desde que Freud ponía en duda la validez de la conciencia, para priorizar la autenticidad del mundo de los sueños.

En esta evolución de ideas, imágenes y filosofías del siglo XX, pero renovadas y matizadas con tintes de la realidad y la conciencia, podría insertarse la pintura de Roberto González. Razones e interrogantes se conjugan en un arte que busca la continuidad histórica, siguiendo el hilo invisible que da sentido a la tradición. Su creatividad despliega sobre el soporte elegido las imágenes libres, delineadas desde su propio mundo interior.

En cuanto al tratamiento de la imagen, Roberto González se acerca al surrealismo. Él trabaja más directo con la realidad, y no a partir de sueños, como hacen los seguidores de ese movimiento. Pero no son «historias» contadas. Juega —en pocas palabras— con las escalas surrealistas, mas desde el punto de vista de imagen, no de concepto.

No hay dudas, en la base de la propuesta de este creador, cuya obra se encuentra en importantes colecciones y se ha expuesto en galerías, museos, ferias de arte de América Latina y el Caribe, Europa, Asia y Estados Unidos, yace también, y con fuerza, el tema de la percepción de la existencia, no solo desde el lugar tanto del espectador como del artista, sino como planteo artístico-filosófico-conceptual de la época, de nuestra época. En lugar de aquella ambición de totalidad que pretendía el Arte del Renacimiento, Roberto González presenta una suerte de puestas en escena intimistas, que aluden a un diálogo entre una realidad y otra (objetiva/subjetiva). Esos espacios —que atraen los sentidos cual imanes— funcionan en muchos casos a manera de espejos, se vuelven hacia quien observa el conjunto para profundizar el acto mismo de percepción. Intensidad, agudeza, pasión… Como atributos del mirar, se desprenden de sus visiones y nos hacen pensar, piel adentro.

Peso, composición frontal y de angularidad zigzagueante, materia pictórica que se presenta en bandas y rectángulos estables, tendencia a la organización tectónica, por un lado; veladuras, límites duros que por momentos encierran espacios, por el otro… Las armas están servidas, y Roberto González organiza entonces una batalla, una interacción entre estructuras sofocantes y ensoñaciones poéticas que constituye el elemento más valioso, original y reconfortante de sus cuadros (acrílicos/lienzo) ante nuestra vista y nuestras almas. Estos recursos, utilizados con parsimoniosa sabiduría, plasman una obra que se sedimenta con los años, pero que exige tiempo y serenidad para apreciarla en toda su importancia y dimensión.

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