Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Cita inaplazable con la memoria

Rescate oportuno, eficaz, elocuente de esa institución nuestra que es orgullo de la cultura cubana y de mucho más allá, es la exposición Teatro Nacional de Cuba, germen y huella, que acoge la galería Raúl Oliva del Centro Cultural Bertolt Brecht

Autor:

Frank Padrón

El Teatro Nacional cuenta su historia. No se trata de una prosopopeya, esa figura retórica que implica la personalización de un objeto, sino de una realidad, solo que ese recuento, cita con la memoria y el devenir a través de las décadas, es posible gracias a la exposición Teatro Nacional de Cuba, germen y huella, que en la galería Raúl Oliva del Centro Cultural Bertolt Brecht se expone hace varios meses. (Aunque cerrado por las condiciones epidemiológicas, los interesados pueden personarse cualquier día laborable en horarios de oficina y se les permite el acceso, manteniendo los conocidos y obligatorios protocolos sanitarios).

Con dirección de la destacada diseñadora escénica e investigadora Nieves Laferté, quien realizó la curadoría junto a la también relacionista pública Alina Morante, asistimos mediante fotos, programas de mano, maquetas, diseños y una selección de vestuarios empleados en obras significativas mediante maniquíes colocados al centro de la sala.

No olvidemos que, como apunta el prestigioso Jorge Brooks Gremps, en el útil programa de mano, «la historia de la construcción del Teatro Nacional de Cuba, desde su proyección en 1951, fue una odisea. La Revolución se encuentra con una obra inconclusa, no obstante se decide abrir la institución el 12 de junio de 1959».

Los vestidos hablan per se; demuestran el esfuerzo, dentro de tantas dificultades materiales y económicas como siempre hemos afrontado, de llevar a escena piezas del teatro universal. Foto: Maykel Espinosa Rodríguez

A partir de entonces, el coliseo se convirtió, más que en un espacio donde presentar obras escénicas y conciertos, en un verdadero complejo cultural que irradiaba, promovía y era, en sí mismo, arte, enseñanza, formación.

Bajo la certera guía de la doctora Isabel Monal en los dos primeros años, se creó el Departamento de Folclor que dirigiría el ya célebre etnólogo y compositor Argeliers León, mientras Ramiro Guerra, ese monstruo del mundo danzario, se encargó de la investigación en torno a ese campo, lo cual se correspondió de inmediato con la práctica: la fundación del Conjunto de Danza Moderna, que devino años más tarde, en la hoy prestigiosa compañía Danza Contemporánea de Cuba.

Por su parte, lo específicamente teatral recayó en las manos de Fermín Borges, procedente de la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo (1953), antecedente inobjetable de muchas de las conquistas culturales tras el triunfo revolucionario, mientras la música fue regida en los inicios por un nombre esencial en nuestras vanguardias: Carlos Fariñas.

De entonces a hoy, se pierde en el recuerdo la gran cantidad de galas, puestas en escena, conciertos, funciones de ballet y danza en general, eventos y festivales de los que ha sido (y es) (sub)sede mediante sus dos salas: la Avellaneda (mayor) y la Covarrubias (hogar perenne de las presentaciones de la Orquesta Sinfónica Nacional, los domingos en la mañana durante los últimos años).

Pero, ¿se pierde, escribí? No del todo, gracias, precisamente, a una exposición como Teatro Nacional de Cuba, germen y huella. El montaje de Sara Díaz y Harold López, apoyado en la producción de Niurka Avilés, ha cuidado la distribución espacial y el equilibrio entre la papelería y las instalaciones, sin olvidar la pantalla donde de manera audiovisual se recrean momentos importantes, de entre la inmensurable colección de estos, que nos devuelven desde ese lenguaje, la historia viva y latiente del afamado recinto de Paseo y 39.

 Las artes plásticas han sido constante y maravilla en el Teatro Nacional de Cuba. Foto: Maykel Espinosa Rodríguez

Los vestidos hablan per se; demuestran el esfuerzo, dentro de tantas dificultades materiales y económicas como siempre hemos afrontado, de llevar a escena piezas del teatro universal, clásico, frecuentemente de épocas remotas, que demandan estudio e investigación acaso mayores, además de recursos y mucho trabajo, algo de lo cual se traduce en esos pedazos de tela tan elocuentes de etapas y estilos.

Ello entronca, de manera simbólica y desde el lenguaje sintético de la sinécdoque, con todas las artes plásticas, que han sido constante y maravilla en el Teatro Nacional de Cuba; desde la especialidad de diseño, no solo de vestuario, sino de interiores y escenografía, donde sobresalen nombres como los de Zilia Sánchez, Andrés García, Raúl Oliva, Salvador Fernández, Eduardo Arrocha… (muchos, como se aprecia, verdaderas instituciones fuera del recinto teatral) hasta la presencia de obras e instalaciones que, tanto en el lobby de sus dos salas como en sus verdes exteriores, han representado lo que más brilla y vale en esa manifestación.

Portocarrero, Raúl Martínez, Rita Longa, Adigio Benítez, Sandú Darié se han hecho notar en los jardines, mientras dentro ha habido muestras de grandes virtuosos del pincel y/o la fotografía, como ocurre durante las ediciones del Festival Internacional de Ballet de La Habana (en la actualidad Alicia Alonso) mediante fotos y gigantografías alusivas a la prima ballerina assoluta y a figuras claves de nuestra escuela danzaria.

No ha quedado fuera, al menos en una pequeña muestra, la huella de tantos visitantes ilustres, tanto a nivel de personalidades de todos los ámbitos del saber y la cultura (desde Jean Paul Sartre a Maurice Béjart u Osvaldo Dragún, entre otros tantos) como de colectivos destacados a escala internacional (Ópera de Pekín, Ballet Bolshoi, La Candelaria…), algo que ojalá hubiera estado un poco más presente, como quizá pudo visibilizarse con mayor destaque una práctica constante y trascendental del costado docente en el coliseo: los talleres de creación, que sobre todo en los años iniciales, fueron verdaderos laboratorios de (in)formación y capacitación de profesionales relacionados con el arte, en las más diversas disciplinas.

De cualquier manera, Teatro Nacional de Cuba, germen y huella es un rescate oportuno, eficaz, elocuente de esa institución nuestra, orgullo de la cultura cubana y de mucho más allá. Ojalá, cuando todo regrese, otros tantos interesados se lleguen al Centro Cultural de Línea e I, en el Vedado, para acudir a un encuentro inaplazable con la historia y el imaginario de la nación.

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