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Cosme Proenza y el poder del demiurgo

El reconocido artista de la plástica falleció este lunes en Holguín, su tierra natal, desde donde creó una obra universal altamente estimada en Cuba y allende los mares

Autor:

Lourdes Benítez Cereijo

Este lunes 12 de septiembre la muerte encajó otro golpe: falleció el destacado artista de la plástica Cosme Proenza, en Holguín, su tierra natal, donde después de varios días perdió la batalla contra la COVID-19, según dio a conocer su hija, Sandra Proenza, en su perfil en Facebook. 

Pintor, dibujante, grabador, ilustrador y muralista, nació en Tacajó, Báguanos, Holguín, en 1948. Discípulo de Antonia Eiriz, de quien siempre hablaba con el respeto, agradecimiento y amor que se les profesa a los grandes maestros, cursó estudios en la Escuela Nacional de Arte (1973), en La Habana; y posteriormente se graduó de Pintura Monumental y Pedagogía Artística en el Instituto de Bellas Artes (1985), en Kiev, Ucrania.

Considerado profeta en su tierra, desde la Ciudad de los Parques, patria pequeña que nunca abandonó, creó un universo estético de inigualable encanto. Su cosmovisión pictórica y su estilo altamente depurado lo convirtieron en un creador muy estimado en Cuba y allende los mares.

Autor de obras sublimes como Cecilia Valdés, La expulsión del paraíso y San Cristóbal de La Habana, Cosme se caracterizó por el estudio y reapropiación de los clásicos del arte universal, códigos que también trasladó a otras manifestaciones como la escultura, y que tomaron vida en el proyecto Parque de los Tiempos, inaugurado en 2016.

Series de la hondura de Manipulaciones, Boscomanías y Los dioses escuchan dan cuenta de la excepcionalidad  de su arte, de esa capacidad de dominar las fantasías para llevarlas al lienzo. «Este maestro domina a la perfección la técnica de su oficio, es poseedor de un don: la visión en profundidad de las cosas, privilegio palpable que le permite captar el parpadeo de una hormiga y dejar en vilo, por centésimas de segundos, el vuelo del colibrí, a él le fue revelada la receta de alquimia con que fueron decoradas las alas de las mariposas. Contemplar sus pinturas es como ingresar en el gabinete de Pentesilea, la maga y adivina del Renacimiento, es vivir como si estuviésemos anticipadamente en otro estado del cuerpo y del alma, o en un lugar extraño donde una vez vivimos y cuya coincidencia nos sorprende como si viésemos nuestro rapto reflejado en un espejo», aseguró Eusebio Leal.

En 2016 la Asociación Hermanos Saíz le otorgó la distinción Maestro de Juventudes. Al respecto, el creador compartió sus consideraciones: «El joven nunca mira para atrás cuando no le hace falta. Si no tienes una obra interesante, ellos no te tienen en cuenta. Me siento muy satisfecho, porque cuando la juventud te reconoce es que algo hiciste.

«No vivo para obtener premios, a uno lo premia la sociedad porque cree que su obra mereció la pena. Con el Maestro de Juventudes estoy felicísimo, no necesito más ninguno. Si a alguien se le ocurre dar otro, sabrán por qué. Vivir en un lugar donde la gente te conozca y aprecie lo que haces es el premio más importante».

Cosme Proenza se definía como una persona que defendía la espiritualidad humana, más allá de códigos asociados a elementos de carácter religioso. Era«espiritualista» por encima de todas las cosas. Aseguraba que en su quehacer «había de todo, como buen caldo cubano que somos de cultura, y si bien en algún momento partí de un criterio posmoderno de manipular ciertas obras de arte universal, luego mi pintura se fue transformando (…). No es más que mi propia personalidad».

Apostaba por la emoción de lo impredecible, por el descubrimiento, por la travesía hacia lo desconocido. «Yo no hago bocetos porque no quiero. Hacerlos sería como que te cuente la película, y eso para mí resulta poco interesante. La verdadera aventura es ver cómo salen esos personajes, insectos, paisajes... cosas inéditas que están dentro de uno. Como resultado, todo es más personal, más disfrutable, pues se siente la frescura de lo no muy pensado. Se siente ese arte más puro que parece haber sido creado sin esfuerzo y que deja siempre esa sensación de haber salido espontáneamente».

Cuando se inauguró su exposición Voces del Silencio, en el Museo Nacional de Bellas Artes, como espectadora, tuve la sensación de que todos los secretos del universo se revelaban ante la mirada atónita. Pero había que saber observar, más que mirar. Parecía que los ojos no alcanzaban para contemplar tanta belleza. En sus imágenes estaba la esencia de la eternidad, la puerta de los sueños.

«Mi pintura es romántica y nostálgica. Hay un poco de esa intención en el color de mis obras, porque mi pintura es otra dimensión, no se ve lo real, y aunque hay objetos reconocibles, en realidad es la dimensión del pensamiento, esa que como ser humano uno no puede ver», decía el artista.

Por eso, mucha razón tuvo Miguel Barnet al sentenciar que Proenza «lleva el hálito del mundo en su entraña holguinera. Él no cree en falsos nacionalismos ni en estereotipos de la identidad. Él no conoce el pudor. Se enfrenta al lienzo, dueño y señor de su cabeza, de sus fantasías. Nadie se ha apoderado de la tradición como él, nadie con manos más firmes y ondulantes ha recreado al Bosco como él; no creo que en Cuba haya un pintor más excéntrico, más aparentemente ajeno. Él tiene el poder del demiurgo, la llave del castillo encantado».

En una entrevista concedida a RT, en 2017, confesó que pintaba bajo un estado total de felicidad. «Cuando no lo estoy, no pinto, porque estoy lanzando al soporte una energía tan negativa que ni yo la voy a resistir. La mente humana está preparada para eso: lo bueno se recuerda siempre, lo malo se olvida, o por lo menos lo tienes en segundo plano. Le agradezco a la vida, a Dios y a todo el mundo que mi vida haya sido una vida de pintor, ni bueno, ni regular, ni malo; pero de pintor».

Gracias, maestro, por tu pintura. Gracias, también, por habernos hecho inmensamente felices.

Cecilia Valdés.

De la serie Los Dioses escuchan.

Obra de la serie Boscomanía.

San Cristóbal de La Habana. Obra pintada para el Papa Juan Pablo II en su visita a Cuba.

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