Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Días de enero (II y final)

La Habana vivió una semana de espera apasionada. Desde el 2 de enero careció de día y hora fijos la entrada de Fidel a la capital. Parecía que su arribo ocurriría en cualquier momento, pues lo mismo se le situaba a bordo de un avión que haría inminente su llegada, como al frente de la Caravana de la Libertad que paso a paso avanzaba hacia Occidente por la estrecha Carretera Central. El héroe de la Sierra Maestra, que había sido capaz de derrotar a las fuerzas armadas de la dictadura, quedaba ahora, en su avance desde Santiago de Cuba, prisionero de un mar de pueblo que quería demostrarle su cariño.

El 5 de enero el Gobierno Revolucionario, constituido en la biblioteca de la Universidad de Oriente, en Santiago de Cuba, trasladaba su sede a La Habana. En espera del arribo del presidente Manuel Urrutia, un grupo de soldados rebeldes, enviado por el Comandante Camilo Cienfuegos, permanecía apostado en los alrededores del Palacio Presidencial y la escolta del mandatario asumía la custodia de sus entradas, mientras que el pueblo se aglomeraba en las inmediaciones hasta que, con la llegada del Presidente, las puertas se abrieron y un grupo considerable de ciudadanos accedió al edificio y sin obstáculo alguno penetró en el despacho presidencial.

Recibió Urrutia a monseñor Luigi Centoz, nuncio papal y decano del Cuerpo Diplomático, y a los embajadores de Brasil, Argentina, Chile, España y Estados Unidos, que acudieron a saludarlo y con los que se excusó por recibirlos de pie, ya que el pueblo entusiasmado ocupaba salas y salones del edificio.

El día 6, tropas del Directorio Revolucionario abandonaron sin mayores consecuencias el Palacio, cuya custodia y orden interior quedaron en manos del Comandante Camilo Cienfuegos y el capitán José R. Machado Ventura, nombrado jefe de su casa militar. En el transcurso de la jornada Urrutia designó a nuevos ministros y al día siguiente, en una sesión extraordinaria del Consejo de Ministros, se acordó la primera reforma de la Constitución de 1940 encaminada a suspender por 30 días la inmovilidad judicial y proceder así a la depuración de jueces, magistrados y fiscales que, traicionando sus altas investiduras, hicieron el juego a la tiranía derrocada. En tanto, el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz se acercaba a La Habana.

Nuestras montañas invictas

Los habaneros, inmovilizados frente a los televisores, esperan el momento de volcarse a la calle para saludar al líder rebelde. De balcones y ventanas cuelgan banderas cubanas y la enseña roja y negra del Movimiento 26 de Julio. Las mujeres lucen en su vestuario los mismos colores, perseguidos hasta poco antes.

Llega Fidel al Cotorro, a unos 30 kilómetros del centro de la urbe, y alcanza la Virgen del Camino para adentrarse en la ciudad. Repican las campanas de las iglesias, suenan los cláxones de los vehículos y los barcos surtos en puerto hacen sonar sus sirenas. En la Avenida del Puerto, frente al Estado Mayor de la Marina de Guerra, está fondeado el yate Granma y Fidel hace detener la caravana para abordar la embarcación que en 1956 lo trajo desde México a fin de iniciar la lucha armada en la Sierra Maestra.

Disparan sus salvas las fragatas José Martí y Máximo Gómez y la Caravana de la Libertad reinicia su marcha para detenerse frente al Palacio Presidencial, donde Urrutia y los ministros esperan al Comandante. Desde la terraza norte saluda Fidel a los que se congregaron frente el edificio; una multitud compacta que llega al Malecón y al Castillo de la Punta.

Debe esperar que se acallen los clamores de júbilo para empezar a hablar. No quiere, sin embargo, pronunciar un discurso, sino establecer con el pueblo un diálogo de amigo a amigo. «Este edificio nunca me gustó», dice y señala el trozo de la Muralla que protegía a La Habana colonial y que se conserva frente al Palacio. «Lo que más yo había subido fue ahí, a ese muro, cuando era estudiante», y alude así a cuando esas piedras le sirvieron de tribuna para denunciar la corrupción oficial.

Precisó que el Palacio no despertaba en él ninguna emoción especial, y «para mí en este instante tiene todo el valor de que en él se alberga el Gobierno Revolucionario de la República». Confiesa que le gustaría vivir en el Pico Turquino «porque frente a la fortaleza de la tiranía opusimos la fortaleza de nuestras montañas invictas». Invita al pueblo a que acuda esa noche a la Ciudad Militar de Columbia. «Ahora Columbia es del pueblo y nos reuniremos allá».

Comenta que alguien al ver aquella multitud concentrada frente a Palacio dijo que se requeriría de una protección de mil soldados para atravesarla. «Y yo digo que no. Yo voy a pasar solo por donde está el pueblo…», expresa y pide a la multitud que abra un brecha por donde, sin escolta alguna, pasará en compañía del Presidente de la República para «demostrar al mundo entero… la disciplina y el civismo del pueblo de Cuba». Abandonan Fidel y Urrutia la terraza norte, salen a la calle y la multitud, en un gesto espontáneo, refluye hacia la línea de los edificios, se apretuja, se funde en una masa enorme. Avanzan el Comandante y el
Presidente y detrás de ellos vuelve a cerrarse el cuadro.

Lluvia de papel

La Caravana de la Libertad se pone otra vez en movimiento. Alcanza el Malecón y tuerce por la Avenida 23 camino de la Ciudad Militar de Columbia. Cada vez son más los que siguen al líder rebelde, pues la gente, lejos de conformarse con verlo pasar, se incorpora al impresionante desfile. Los turistas norteamericanos que se alojan en el Habana Hilton destrozan las páginas de los directorios telefónicos y, a la manera de Broadway, hacen caer sobre la caravana los finos pedazos.

Los corresponsales de prensa extranjera acreditados en Cuba no salen de su asombro. Pese a que hay entre ellos gente muy avezada, que ha caminado mucho, ninguno recuerda haber visto nada similar en el ejercicio de su vida profesional. El reportero de la Columbia Broadcasting System lo reconoce explícitamente y eso que él presenció la bienvenida a los generales Eisenhower y McArthur al finalizar la Segunda Guerra Mundial, muy inferior en público y en calor humano.

Jules Dubois, a quien le tocó «cubrir» los derrocamientos de Juan Domingo Perón, en la Argentina, Gustavo Rojas Pinillas, en Colombia, y Marcos Pérez Jiménez en Venezuela, está estupefacto. «Es el espectáculo más extraordinario que he visto en mis 30 años de periodista» —asegura—, y otro corresponsal norteamericano expresa que lo que está viendo es muy superior al recibimiento al general De Gaulle en París tras la liberación.

No había en Columbia soldados que impidieran la entrada del pueblo. La masa enorme, adueñada del polígono militar, daba fe de la magnitud de la victoria. Asisten también soldados y oficiales del ejército derrotado.

Comienza Fidel sus palabras. En su hombro izquierdo se posa una paloma blanca. Es un instante de emoción. El héroe de la guerra se desdoblaba en conductor de pueblos. «El pueblo, el pueblo ganó la guerra. Esta guerra no la ganó nadie más que el pueblo… por tanto, antes que nada, está el pueblo», dice.

En su histórica alocución, el Comandante en Jefe señaló los deberes de los revolucionarios, hizo un llamado a favor de la paz y recalcó la necesidad de que todas las fuerzas que lucharon contra la tiranía se unieran para trabajar juntas a favor del pueblo cubano.

En medio de una ovación frenética concluye Fidel sus palabras. Es ya de madrugada y le piden que se quede a dormir en la que hasta días antes fuera la residencia de Batista en la Ciudad Militar. No acepta la propuesta y se va a descansar al modesto hotel Palacios, en la calle Monserrate, en La Habana Vieja, donde solía alojarse en sus días de estudiante universitario.

 

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