Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Regaños de una madrina especial

Los relatos de una de las ahijadas de Celia Sánchez nos llevan de nuevo a la mujer excepcional, pero de carne y hueso

 

 

Autor:

Osviel Castro Medel

«Te vas a ir con tu madrina», dijo el abuelo con un tono solemne mientras miraba el físico de la pequeña, maltrecho de tanto cargar agua del pozo.

«Tenía la columna virada por estar haciendo fuerza para ayudar a mi abuela», relataría ella mucho tiempo después.

Hubo una ceremonia espiritual de despedida, como dictaban las costumbres del viejo, y finalmente la niña de ocho años, llamada Eugenia Palomares Ferrales, emprendió el largo viaje hasta La Habana. Era octubre de 1966 y desde entonces su vida experimentó un giro radical.

Encandilada en su travesía —vio por primera vez el asfalto y la luz eléctrica—, acaso le llegaron a la mente chispazos de su historia entre lomas. Había llegado al mundo luego de una rústica cesárea, practicada en una cueva próxima a la Comandancia General de La Plata (en el actual municipio granmense de Bartolomé Masó). Su padre, integrante del Ejército Rebelde, había dejado de existir con solo 20 años.

Esos sucesos —lo supo con el goteo del calendario—jamás fueron olvidados por su madrina, principal impulsora del viaje a la capital. Todavía hoy su nombre le provoca relámpagos en los ojos: Celia Sánchez Manduley.

De la legendaria heroína, nacida el 9 de mayo de 1920 en Media Luna, aprendería la disciplina, el rigor y el crecimiento ante la adversidad. «Yo era rebelde, malcriada y muy fuerte. No solo cambió mi comportamiento, también me enseñó dónde estaba la virtud», diría al cabo de cinco décadas.

Retrato

Eugenia lo miraba todo extrañada: la ciudad, la gente, el apartamento donde se había instalado junto a su nueva protectora, en la calle 11 del Vedado habanero.

En más de una ocasión derramó lágrimas, porque echaba de menos a sus abuelos, pero Celia siempre sabía secárselas con una ternura maternal.

«Quizá por haber perdido a la progenitora cuando tenía seis años y convertirse en puntal de su hogar, desarrolló tanto los instintos de madre», razonaría Eugenia.

Pronto supo que ella tenía decenas de ahijados, muchos llegados también de la Sierra Maestra; y que era exigente al extremo, especialmente con los temas escolares.

«Luis Antonio García, Teresa y Fidel Lamorú estaban becados, iban algunos fines de semana. En oportunidades otros ahijados nos visitaban y ella preparaba unas literas para que durmieran», explicaría.

A poco llegaron los castigos, consistentes en leer libros sin salir del cuarto. «Insistía en que leyera mucho sobre Máximo Gómez, no sé si porque esa figura le recordaba de alguna manera a su padre; también estaba obligada a leerme los textos de Martí y de otros próceres. Era una apasionada de la historia y una meticulosa acopiadora de documentos», narró Eugenia hace poco.

Un buen día estuvo en la casa el padrino de Eugenia: Fidel. Él le dio un beso, la abrazó con cariño y le hizo una lluvia de preguntas, algunas relacionadas con sus abuelos. La pequeña lo miró reiteradamente, maravillada por la pulcritud de sus botas. Esos encuentros en el modesto apartamento se repetirían; a la sazón, Eugenia comprendería la admiración que sentía Celia por el Comandante en Jefe.

En una fecha «difícil» su madrina la llevó ante un doctor llamado Rodrigo Álvarez Cambras. Él «recetó» un corsé y unos zapatos ortopédicos, aditamentos que la muchacha encontró «horribles» y decía no soportarlos. «Eso me costó varios regaños fuertes, aunque lo mejor es que se resolvió la desviación de mi columna», repasaría.

Muchas veces Eugenia miró la delgadez de su madrina y supuso que surgía de su modo de alimentarse pellizcando la comida, del poco descanso y la adicción al cigarro. Pasaba madrugadas sin dormir, trabajando al máximo. No obstante, hubo domingos en los que sí se sentó a almorzar junto a su familia crecida.

Tal vez en esas reuniones, salieron a relucir las vivencias de las épocas de Media Luna, Pilón y Manzanillo: el día que las hermanas pintaron el caballo de un policía, la jornada en que acostaron a una niña de meses en una tabla de planchar… la ocurrencia de cerrar la llave de paso para dejar enjabonado a un visitante.

«Mi madrina estaba llena de cubanía, era jaranera, simpática y dicharachera. Pero su rostro se transformaba cuando veía algo mal hecho. Imponía un respeto inmenso. Conmigo fue implacable con los errores ortográficos», afirmaría Eugenia, para enseguida referirse a los círculos rojos con los cuales identificaba las pifias gramaticales y una orden debajo: «Repítelo».

Era tan sencilla que la ahijada descubrió paulatinamente ciertas pistas: apenas tenía ropa en su armario y usó el mismo traje de «ocasión», para bodas o recepciones, durante años.

Su fortaleza de carácter también la asombraba, pues nunca la vio llorando, aunque estuvo muy triste, por ejemplo, tras la muerte del Che. «Supongo que en la última etapa de su enfermedad, después que le extirparon un pulmón y sabiendo que estaba cercano el final, se desconsolaría a solas alguna vez, pero jamás lo mostró en público».

Reloj crecido

Aun abrumada por asuntos trascendentales del Estado, Celia sacaba tiempo para ocuparse del aprovechamiento escolar y la disciplina de su ahijada, también de su progreso en los quehaceres domésticos.

«Quería verme aprendiendo a tejer, a bordar, a hacer dulces o a cocinar. Cuando cumplí 11 años llamó a Ernesta, Ana Irma y Martha (sus ayudantes en la vivienda) y les dijo que a partir de ese momento se habían acabado mis dormideras y tenía que trabajar en la casa», detallaría.

También contó que la madrina estuvo en alguna reunión de padres. Y describió que su cabello infantil fue atacado por la pediculosis, «accidente» que originó una buena charla.

Una noche tremenda fue la que antecedió a su viaje a Santa María del Mar, lugar donde se becó para continuar los estudios. «No quería apartarme de ella», revelaría con la voz quebrada.

También permaneció nerviosa antes de su primer vuelo a Oriente para ver a sus abuelos en etapa de vacaciones. De esos momentos no ha podido borrar el regreso a la capital porque los campesinos de su zona la llenaron de cartas y papeles para Celia. «Me regañó de nuevo, me dijo que yo no era correo para estar cargando con eso, pero atendió una por una cada solicitud», expresaría al respecto.

Quizá la mayor reprimenda sobrevino cuando preguntaron en la escuela sobre los estudiantes que optarían por el magisterio: «Dije que no y mi madrina se ofuscó, hasta se lo comentó a Fidel para que me convenciera. Sin embargo, yo seguía firme en mi decisión».

Así surgieron varios desencuentros, aunque Eugenia terminó accediendo. «Me hice maestra de Historia, como ella quería», sentencia ahora, para luego decir con orgullo que aún imparte clases en el preuniversitario Tomás David Royo, de Plaza de la Revolución.

Al tomar ese camino, decidió dejar para la posteridad algunas vivencias personales. Así surgieron los libros Bajo el sol de la Sierra (2013) y Celia, mi mejor regalo (2015), en los que abundan la pasión y la nostalgia por los seres amados que ya no están.

Precisamente en este mayo, cuando se cumple el centenario de esa mujer excepcional, de carne y hueso, Eugenia quisiera abrazarla y contarle cuánto bien le hicieron sus regaños, sus consejos sobre la utilidad de hacer el bien y de amar en cualquier circunstancia.

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