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«Me gusta llegarles al alma»

La educadora espirituana Yeinsi Macías Concepción, no ha dejado de estar presente en la vida de sus alumnos

Autor:

Lisandra Gómez Guerra

PAREDES, Sancti Spíritus.— Cuando el sol refresca un tanto se le ve, sombrilla en brazo, caminar cerca de tres kilómetros. Se sabe en qué lugar detiene su paso, aunque están las inevitables paradas por los saludos: «Adiós maestra»; «Luego la llamo para una tarea de la secundaria»; «¿Cómo está la familia?».

Son frases que se repiten día tras día mientras Yeinsi Macías Concepción atraviesa de una punta a la otra este poblado espirituano con olor a hierro raído por tanto tren, casas de madera y trillos estrechos con plantas y animales silvestres.

«Tengo cuatro estudiantes que no tienen televisión digital, la única vía en Sancti Spíritus para acceder al canal por donde se imparten las teleclases. Por eso se las copio y se las llevo. Además, paso por la casa de los otros para revisar las libretas», cuenta a JR la joven educadora.

Adriani Noemí Pérez Roja es una de sus alumnas de quinto grado de la escuela Conrado Benítez, única de esa comunidad rural, que la espera siempre portaminas en mano: «Ella me explica lo que dicen y me revisa los ejercicios que deja la maestra de la televisión», describe.

En la mesa arrinconada en una de las esquinas de la sala de su casa, intenta imitar la letra de Yeinsi. Hablan de formas verbales y sus tiempos en el modo indicativo, de personas y números: «Así no», corrige la maestra cuando Adriani se equivoca. «Muy bien», dice con dulzura cuando la pequeña progresa.

«Hay muchas personas que me han cuestionado esta decisión, pero lo hago por mi tranquilidad, porque sé que cuando regresemos a la escuela no tendrán problemas: estaremos al día porque trabajamos sistemáticamente. Además, el estado me está pagando, no puedo actuar de otra manera», opina esta educadora de 35 abriles.

Cada clase es un rapto de amor. Lo sabe desde que se subía en la repisa de la casa para que sus abuelos enderezaran los trazos aprendidos con la campaña de alfabetización. Luego entrenaba con su hermana, su prima y cuánto muchacho estuviera cerca. Junto a sus títulos de licenciada en Maestra primaria y máster en Ciencias de la Educación, cuelga aún alguna que otra huella nacida cuando las paredes del hogar eran sus pizarras.

«Me apasiona enseñar. Me gusta llegarles a mis alumnos al alma porque estoy en constante comunicación con ellos. Entre los regalos más preciados está una postalita que me dio uno que dice “Nadie me entiende como tú”. Era un niño rebelde, pero conmigo se portaba muy bien».

En su memoria se posan muchas anécdotas. Vuelve al pequeño que lloraba mucho y se iba corriendo de la escuela cada vez que encontraba la oportunidad, hasta que ella lo acunó en su aula. O el alumno que al ser escogido como jefe de colectivo temía hablar en la plaza, pero bastó un papelito doblado sobre el buró de Yeinsi: «Si usted confía, yo lo hago» para que la escuela escuchara cada mañana la voz con fuerza del pionero.

«Ya son 17 años frente a un aula, y sólo el primero lo hice en la ciudad. Soy del segundo curso de habilitación para maestros primarios, y desde entonces les digo que no me hagan quedar mal porque siempre los defenderé».

Al indagar entre sus deudas como profesional, deja escapar el no haber impartido clases en primer grado. Desde hace varios cursos se ha «aplatanado» en el segundo ciclo.

«Cuando estudiaba, tuve una profesora en la universidad que nos decía: “El que no dé primer grado no es maestro”. Por eso, a cada rato digo que todavía no soy maestra», confiesa, y siento que detrás del nasobuco se dibuja una sonrisa.

Desde su aula de quinto grado le muestra el fascinante mundo de los conocimientos a dos alumnos con necesidades educativas especiales. Sabe que el pupitre de la inclusión exige de muchos más esfuerzos. Ese ha sido para ella otro comienzo: utilizar cuánto recurso los motive, felicitar cuando logran escribir sus nombres, aplaudir al sumar y restar… sensaciones que la devuelven siempre a los mediodías acomodada con ellos bajo la mata de mango de su escuela para aprovechar el silencio que les permite ganar en concentración.

«Tienen discapacidad intelectual. Uno es leve, por lo que sus aprendizajes responden a los programas de tercer grado. En la otra, es moderado: aún descubre el sonido de las letras con las vocales y los primeros números. Planifico actividades diferenciadas, les hago tarjeticas, los estimulo para que dibujen… Aprovecho el tiempo después de almuerzo. Que aprendan es un reto, pero sí lo logran.

«Es cierto que en las escuelas de la enseñanza especial están profesionales con competencias, pero como llevamos tiempo en el centro con esa experiencia y nos auxiliamos del sicopedagogo y la logopeda, además de la visita del maestro de esa enseñanza, tenemos resultados positivos».

Para entrar a la casa convertida en escuela se cumplen todas las medidas sanitarias. Foto: Lisandra Gómez Guerra.

La COVID-19 ha sido otro de los retos, porque su tiempo cuelga de un cronómetro: «Hablé mucho con mis niños antes de que cerraran la escuela porque se quejaban de que las teleclases son largas y no les da tiempo copiar. Les aconsejo siempre que escuchen la explicación y después copien la actividad independiente, porque al unísono es imposible.

«Cuando estoy frente a la teleclase no me paro para nada. Aunque grabo, no me gusta perderme ni un solo segundo. Visualizo las de mi grado y la de mis dos hijos. Dedico gran parte del día a eso y luego salgo a trabajar en cada vivienda».

 —¿Qué importancia concede a la integración de la familia en esta modalidad de estudio impuesta por la COVID-19?

—No es menos cierto que muchas apoyan, aunque no cuentan con todas las competencias para acompañar a sus hijos. Por eso converso mucho con ellos. Cuando ven a la familia involucrada reconocen que es un asunto serio y muestran mayor interés. Hasta en las propias teleclases se hace alusión constante a los padres».

En esos diálogos conoce de las últimas travesuras. Insiste en el lavado de las manos. Aconseja… Suceden lo mismo en los hogares de sus estudiantes que en su propia casa, hecha aula desde el cierre de la Conrado Benítez.

En el portal trasero, cerca del paso podálico y el pomo con hipoclorito, una pizarra atenta a cualquier duda confirma el porqué de tanto revuelo en el perfil de Facebook de Yeinsi el pasado 4 de abril, cuando felicitó a su actual grupo.

El portal de la casa de esta maestra de la comunidad rural espirituana de Paredes, se ha convertido en escuela en tiempos de pandemia. Foto: Lisandra Gómez Guerra.

«Alumnos que ya están en otras enseñanzas me reclamaron y debí hacer otro post para calmar celos», cuenta divertida. Todos son parte de mi vida. Es tanto el cariño que cada vez que termina un sexto grado, la despedida me mata… pero bueno, viene otro y otro grupo».

Enseñar es el eterno desvelo de esta maestra de Paredes. Al escucharla y mirarla de frente, contagia con esa pasión propia de quienes no conciben hacer en este mundo otra cosa que no sea educar. No cree que pueda estar alejada de la pizarra, las tizas y la algarabía infantil.

«Extraño tanto la escuela… Estamos divididos en equipos de guardia para ir tres veces a la semana, pero yo, cada vez que siento necesidad de prepararme, salgo para allá. Allí hasta se me quitan los dolores».

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