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Maquillar en el cine no es echar base y colorete (+ fotos)

El más alto premio que se confiere en la cinematografía nacional irá en este 2023 a las manos de una sencilla y anónima creadora, justamente las mismas que han dado aspecto y forma a las más emblemáticas caracterizaciones del séptimo arte cubano

Autor:

Yoelvis Lázaro Moreno Fernández

Más rojos que un tomate maduro se le pusieron los ojos la tarde en que se casó con el padre de su hija, de tanto polvo y pintura desperdigados por la cara. Y desde ese memorable día de boda se divorció para sí misma del que ha sido, paradójicamente, su compañero fiel y uno de los más grandes amores de su vida: el maquillaje.

«Yo nunca me pinto ni me arreglo. Sufro de una alergia que es algo terrible. Por eso siempre me verás así como estoy hoy. Ni porque me dijeron que vendrían a hacerme una entrevista me puse diferente», afirma sin retoques expresivos, con fuerte carácter y una seriedad que asombra, Magaly Pompa Batista, una mujer que jamás ha creído en los ensombrecimientos y las difuminaciones del anonimato para dejar de hacer bien su trabajo, desde que llegó con 18 años a los estudios del Icaic, pocas semanas después de arribar a la capital para becarse y probar suerte, proveniente de una zona campesina de la actual provincia de Granma, su tierra natal. Con el tiempo y la persistencia a su favor ella ha sentado cátedra en un arte de matices, rasgos y estilos dentro de la cinematografía cubana, entre sets, camerinos, esponjas, pinceles, pinzas y brochones.

Magaly Pompa Batista, premio nacional de Cine 2023.

Por encima de un justo reconocimiento a su consagración, algunos críticos y especialistas han estimado como un acto de justicia histórica la entrega del Premio Nacional de Cine en 2023 a esta sencilla y virtuosa maquillista, de cuyas manos han salido rostros antológicos de nuestra filmografía.

A la destreza y el afinado talento de Magaly se deben en buena medida, por ejemplo, las rigurosas caracterizaciones de prominentes figuras de la historia, la música o la literatura que han sido llevadas al cine cubano, como Martí, Maceo, Máximo Gómez, Cecilia Valdés, Benny Moré y muchos otros nombres que sería imposible mencionar aquí.

Junto las consagradas actrices Consuelo Vidal, ya fallecida, y Daisy Granados, a quien la une una buena amistad. Foto: Cortesía de la entrevistada

Suman más de 40 las producciones, tanto cubanas como foráneas, la mayoría emblemáticas, en que ha puesto su impronta de artista íntegra, sin ningún brillo, afeite o resplandor de vanidad que la transforme, más bien desde una sinceridad que es tajante, y de un recogimiento de las palabras que a primera vista puede parecer timidez. Pero no: es rectitud y prudencia consigo misma, algo que asimiló de quienes la enseñaron.

«Con el profesor Rolando Zaragoza, todo un maestro de la especialidad, del que tomé las primeras lecciones cuando entré al grupo de maquillaje del Icaic el 3 de septiembre de 1962, y poco después con el especialista checoslovaco Vladimir Petrina, me di cuenta de que este trabajo requiere de mucha observación, pues mirándolo todo enseguida aprendí a hacer implantes, barbas, bigotes, chivos y hasta pelucas. Y también se necesita mucha concentración. Hay que estar sin hablar, casi muda, de lo contrario te entretienes con cualquier cosa y dejas de hacer lo que te corresponde.

Cariño y admiración siempre han distinguido el vínculo de trabajo de Magaly con la actriz Thais Valdés. Foto: Cortesía de la entrevistada

«No me importa que me digan majadera, insoportable, pero en mi salón tiene que haber silencio. Yo soy muy exigente». Y esta última frase me la repite una vez y otra vez durante nuestro diálogo, en el que, como en un juego a adivinar películas, por momentos me vi obligado a combinar títulos, directores y papeles protagónicos, para de ese modo desperezar la memoria y el hablar bajito de esta humilde y casi desconocida enciclopedia viviente de nuestro séptimo arte.

De todos los filmes en los que ha participado, ¿su favorito?: Lucía, de 1968, y por extensión su director más entrañable ha sido Humberto Solás, como también se ubican entre sus preferidas las actrices que encarnaron el personaje protagónico en los tres episodios epocales de este clásico: Raquel Revuelta, Adela Legrá y Eslinda Núñez. Lo dice categórica, aunque resalta que le gustan casi todas las obras en las que ha intervenido, mantiene buenas relaciones con los miembros de cualquier reparto actoral y no recuerda haber tenido problemas con los que han estado al frente o la asisten, porque ella sabe darse su lugar y cumplir con lo que le toca.

Magaly en funciones de retoque en exteriores, durante la filmación de la película El siglo de las luces (1992), de Humberto Solás. Foto: Cortesía de la entrevistada.

A la altura de sus 77 años y con una plenitud de facultades creativas que la mantienen todavía en activo,  le pregunto por trances complicados en sus más de seis décadas de labor que hayan demandado de su astucia ante un desaguisado, y me explica que han sido muchos, que no puede acordarse de todos. Pero rememora con sensatez, sin que logre precisar obra, año, ni director, una filmación en pleno verano con Jorge Perugorría, Pichi, en la que se recreaba un ambiente de invierno y no sabían cómo impedir que aquel hombre casi que se derritiera en medio de un calor de espanto. Había que conseguir que agosto pareciera diciembre. Entonces ella tuvo que andar todo el tiempo con dos recipientes bien fríos envueltos en gamuza, para pegárselos cada rato al rostro del actor y así evitar que sudara, de modo que la cara simulara frescura y el maquillaje cumpliera su función.

Habla de técnicas para lograr las más disímiles caracterizaciones que se piden, y comenta que envejecer es lo más difícil, lo que más esmero y paciencia lleva. «No se hace de un momento para otro. Demora y demanda recursos que no siempre están a la mano. También hacer heridas o magulladuras, lo mismo en el rostro que en el cuerpo, se las trae. Yo, además, he peinado, pero realmente no me gusta».

 

Rostro envejecido construido por Magaly para el personaje encarnado por el actor Manuel Porto en la película La vida en rosa (1989). Foto: Cortesía de la entrevistada

Ustedes son de los primeros que llegan a trabajar...

—Sí, entre los primeros. Las recogidas en casa cuando hay filmación son bien temprano, a las cinco de la mañana por lo general.

―Una vez listo el actor y dispuesto para el rodaje, ¿ya el maquillista terminó?

―No, qué va. Hay que estar todo el tiempo en el set o en el lugar donde se esté grabando. No podemos descuidarnos ni un minuto de lo que pasa en escena.

―¿Y cuántas cosas pueden suceder?

—Muchísimas. Que el actor empiece a sudar, que se le caiga el bigote o la peluca por algún descuido, que se le corra la pintura, que se pase la mano sin querer y se limpie una parte del rostro... Tenemos que estar ahí para resolver cualquier incidente que se presente.

—¿Qué ha de distinguir a un especialista del maquillaje cinematográfico?

—Ante todo disciplina, pero también habilidad, chispa desenvolvimiento y creatividad, sin que esa iniciativa personal vaya en contra de lo que soliciten y decidan el director y sus asistentes. El respeto es lo primero, porque nosotros, los maquillistas, no nos mandamos. Estamos para servir, formamos parte de un equipo de creación. Y después que queda bien definido lo que se desea, es que comienza nuestra labor».

―¿Cómo se construye ese consenso?

―En el trabajo de prefilmación. Ahí participamos todas las especialidades técnicas implicadas: maquillaje, peluquería, vestuario... y otras más. Obligatoriamente los maquillistas tenemos que leernos el guion y de conjunto con el personal asistente buscamos fotos, si existen, de la personalidad histórica, o de la cultura, o de la literatura que se va a representar. Casi siempre hay que estudiar, contraponer, equilibrar. Maquillar en el cine no es echar base y colorete como algunos piensan.

«Una tiene que sentirse cómoda con lo que realiza. En ocasiones he tenido que decirle a más de un director: “Tranquilo, déjeme trabajar. Yo sé lo que estoy haciendo”».

Unas de las tantas imágenes que atesora Magaly de los momentos en que comparten los miembros de un equipo realizador durante el proceso de rodaje. Foto: Cortesía de la entrevistada

―¿Gajes del oficio?

―Muchos. La higiene es esencial. No puedes utilizar la misma esponja para todo el mundo porque pueden transmitirse enfermedades, granos. Hay que saber con qué pincel delinear los labios o quitar las ojeras, por ejemplo. Cada personaje lleva una caracterización muy particular, y cada actor, en dependencia de su rostro y de lo que va a interpretar, un tratamiento específico.

―¿Aceptaría entonces que algunos reduzcan lo que usted ha hecho durante casi toda su vida a una mera función para producir apariencias?

―No, al menos en el cine, y también en el teatro y la televisión, el maquillaje se hace imprescindible, —e insiste esta experimentada veterana en que tiene que verse como arte. Por eso ella considera que algunos personajes pueden resultar tan suyos como del actor—. «El actor entrega la actitud, pero yo pongo su envoltura, una envoltura que si falla, difícilmente el público crea en lo que está viendo.

«En otros quehaceres maquillar puede ser más o menos importante. No obstante, dondequiera hay que saber hacerlo. Yo he visto por ahí cada exageración de pintura en la cara que me da hasta miedo. Hay gente que, por rebuscadas, en vez de verse bien lo que dan es pena, quedan feas. Si no se realiza con mesura pierde la gracia. Y tampoco debe darse más de lo que hace falta. Mientras más natural todo, mucho mejor».

 

 

 

 

 

 

 

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