Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Buquenques

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

En la terminal de Ómnibus Nacionales de Ciego de Ávila, un buquenque se paró en la puerta del salón de espera a las ocho y tanto de la mañana del pasado domingo, 5 de mayo.

Echó un vistazo y voceó: «Habana, Habana: una guagua para La Habana».

Las personas permanecieron inmutables. Había sueño, y algunos llevaban una espera larga. Eran los que no habían tenido suerte con los fallos o venían de salto en salto; de provincia en provincia; de esperanza en esperanza.

«Habana, Habana —repitió el hombre—. Una guagua para La Habana».

A lo largo de la madrugada, varios de sus colegas pasaron con el mismo llamado, ya fuera para un ómnibus, un camión o un auto.

Como a las cinco de la mañana, uno pasó insistiendo en que el carro que, con mucha ansiedad aguardaba en la Carretera Central a sus estimados pasajeros, era una Yutong.

¿Una Yutong?, se preguntaba uno en silencio. Sí, una Yutong. Caramba, qué novedad. Bueno, ¿y cuál era la diferencia? No debía tener ninguna porque nadie se movió.

El hombre en la puerta frunció el ceño. «Arriba, una guagua para “La Vana” —gritó con un tonillo de molestia, comiéndose las letras—. ¿Nadie quiere ir pa‘ La Vana?»

Una mujer, sin abrir los ojos, se cubrió el rostro con una colcha. En una esquina del salón, un hombre estiró las piernas, cruzó los brazos, se acomodó lo mejor que pudo en el asiento y echó la cabeza hacia atrás para seguir durmiendo.

«La Vana, arriba, La Vana», voceó irritado el buquenque. Con la mirada, parecía decir: acaben de montarse ya, ¿cuál es la gracia?

Paseó la vista sobre las personas. Apretó los dientes y volvió a tomar aire: «Arriba, hay una guagua allá afuera pa‘ La Vana».

Ahora sí se veía molesto: lo mejor era dormir. El caso es que la cosa estaba dura; pero la espera en una terminal podía ser torturante, y más con niños. Los deseos, para ser francos, estaban con el buquenque, pero el bolsillo andaba en otra parte.

Un hombre cuchicheó: «Oigan, ¿y unas guaguas de esas no tienen que pasar por aquí y recoger a la gente?». «Bueno —dijo una muchacha—, a lo mejor son rentadas». El hombre abrió los ojos: «¿Todas?». Hombros encogidos. «A lo mejor es un nuevo sistema
—dijo una mujer con un bostezo—. Por eso no entran».

«Y nosotros aquí, de bestias», refunfuñó en nuestra mente un soldado español de los muñequitos de Elpidio Valdés.

El otro tema es que nadie decía el precio, porque a esas alturas del juego, el que no lo sabía, se lo imaginaba. «Como 10 000 pesos oí allá afuera que pidieron ahorita», dijo un hombre echado para atrás.

«Arriba, ¿nadie quiere ir pa‘ La Vana?», gritó el buquenque. «¿Nadie va a ir?» Una mamá preguntó a su niña: «¿Quieres un chupa-chupa?».

El buquenque insistió: «¿Nadie quiere ir…?» Silencio en la sala, señor Juez. El agente lanzó un manotazo al aire: «¡Ah, pues quédense ahí!». Y salió a paso duro.

La mujer de la colcha volvió a acomodarse y, mientras volvía a taparse, movió los labios como si hablara dormida. Parecía decir: hay algunas torturas que duelen más que otras.

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