Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Dinero

Autor:

Rufo Caballero
He dicho, en más de un sitio, que amo profundamente la cultura popular. Me cuido mucho de la pose de esos críticos que confiesan, en público, detestar la canción de consumo, para luego en la ducha, a hurtadillas, como diría Amaury Pérez, tararear las tonadillas de Chayanne. Así que decidí compartir mi tránsito de años entre tres experiencias culturales muy dispares: una obra de teatro contemporáneo, una función de ballet con Shakespeare y sus máscaras, y un concierto de música popular cubana.

Me temo que asistí al teatro América el día menos afortunado. Me tocó en suerte una galería de grupos de reguetón, todos muy similares en cuanto a lo mismo: granjearse la bulla de los espectadores (así lo exigen: «¡una bulla para el artista!»), no sobre la base de la singularidad de la interpretación, sino a partir de la agresividad de los movimientos pélvicos. Los timbres, las letras, las melodías, las armonías se confunden entre sí. Los muchachos se parecen hasta por la manera de vestir: cintos con hebillas como anunciados por la Metro Goldwyn Mayer, cadenas doradas, pantalones que se deslizan peligrosamente por detrás, etc.

Quiero aclarar, de entrada, que este tipo de concierto me parece natural, y más que natural, necesario. Veo como útil que dispongamos de ciertos espacios para que los jóvenes se encuentren con sus estrellas, no importa si trascendentales o menos. Ese es un proceso cultural indispensable, en Cuba y en cualquier parte del mundo. Aunque dos años más tarde quienes ahora gritan no recuerden el nombre del idolatrado, no importa; también la gente necesita adorar, aplaudir, agradecer a quienes les llenan los días con canciones fáciles de aprender y repetir, y eso es legítimo. Aunque incluso adquiera a veces, todo sea dicho, ribetes de motín: por elemental cortesía, debo agradecer hoy la gentileza de los compañeros de seguridad del Teatro, quienes tuvieron a bien protegerme, a mí y a dos o tres tembas más, cuando la muchachada intentó hacerse sobre el escenario, al precio que fuere (y mi cabeza no hubiera sido una excepción, se los aseguro).

Ahora, no obstante la legitimidad de este tipo de espectáculo, hay que poner límites a las concesiones. El humorista que se presentó, no exento de talento, se excedió en frases y actitudes vulgares para con el público. Y, si en el caso de la mayoría de los reguetoneros, no interesaba demasiado el tema de las concesiones, porque antes tendría que importar el tema de la música misma, la aparición de Bárbara Grave de Peralta resultó patética, precisamente por tratarse de una buena cantante. Bárbara se quitó los zapatos y los lanzó, se subió encima de una luneta, y en definitiva, insistió en echar por tierra todo lo que ha sido su carrera. ¡Qué desesperación por impactar, por suscitar bulla, por la histeria colectiva! Daba pena ver a una buena cantante implorando el aplauso fácil.

Cuando concluyó el concierto, ya afuera, me percaté de la necesidad de violencia que quedó en los jóvenes, claro, debido a la excitación demandada por buena parte de los intérpretes. A ello se adicionó la antiética rencilla entre dos actores invitados a animar y cantar. Muy jóvenes ambos, tendrán tiempo de aprender que la fama y nada son lo mismo.

Sin embargo, no hubo exceso que me preocupara como lo siguiente: varios de los cantantes, al dirigirse al público, se referían al dinero como un valor sagrado, con preguntas como esta: «¿Quién tiene más dinero: las mujeres, o los hombres?». Esa fue una de las constantes del espectáculo: el lucimiento a partir de la necesidad del dinero, de la querencia y la tenencia del dinero. El dinero como ideal, como paradigma, como modelo.

No creo ser un tipo timorato ni pacato. He dicho mil veces, y sostenido, que calidad de vida es calidad de emociones; soy de los que defienden el proyecto de la soberanía desde la flexibilidad económica y la respiración social. Plenamente. Pero confieso que me sentí ajeno cuando escuchaba a algunos jóvenes clamar, vociferar por el dinero como uno de los valores primeros de la existencia. Llegué a preguntarme: ¿Dónde fue que nos equivocamos?

A unos días del concierto, regreso a la cordura. No debo exagerar también yo. Si por nada del mundo abandono mi trabajo como profesor universitario es porque me alimento de los valores de los jóvenes, de los estudiantes que, mejor preparados, honestos y exigentes, deben relevarnos en la tradición espiritual de la cultura cubana. Pero, es claro, no todo el mundo estudia Historia del Arte, y la calle, muchas veces, está que arde.

Nada tengo contra el reguetón y alrededores. He escrito en no pocas oportunidades que puede ser muy peligrosa la amputación de las expresiones culturales de la gente. Lo sigo pensando. Al mismo tiempo, comprendo ahora la preocupación de algunos colegas por la posible discontinuidad y la fractura del legado espiritual de la sociedad cubana. Y entonces confieso que, como un testarudo, al menos yo no cejaré en compartir con los más jóvenes todo lo que ha sido el viaje espiritual de este país, de su cultura, de su gente, las mayores elaboraciones estéticas de la vida del cubano. Mientras, pueden y deben sonar todos los reguetones. Nosotros, entretanto, continuaremos hablándoles a los jóvenes acerca de lo que ha sido la nación y la cultura cubanas, como parte de un recorrido universal que no tiende solamente al sonido de las monedas en el bolsillo.

Al final de la jornada, ojalá que la vida haga entender que la economía nunca sirve más que cuando apuntala el espíritu. Para que no se pierdan alma y cuerpo. Para que nadie vocee una y otra vez a tus oídos: «¡Dinero!», «¡Dinero!».

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