Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El pozo y la oveja

Autor:

Luis Luque Álvarez

Andan a lomos de camello, en burros o caballos, mientras buscan tierras para que sus ovejas pasten. Se las ingenian para, con lo poco que les ofrece el desierto, llevar su vida tranquila, sin molestar a nadie, solo ocupados de sus rebaños y siempre al tanto de brindarles a sus huéspedes ocasionales la mejor hospitalidad, cuya fama los honra.

Pero de pronto, ven aparecer un buldózer israelí, que les destroza lo que han edificado. Poco podría una piedra para detenerlo, pero de todos modos levantan los puños y arremeten contra la policía y el ejército, respaldado además por varios helicópteros. La superioridad tecnológica y las armas abruman. Cuando se retiran, dejan las ruinas…

El lector pensará tal vez que el relato versa sobre los palestinos. Pero no: es sobre los beduinos, árabes de costumbres nómadas que habitan los desiertos de Oriente Medio desde hace más de mil años, y que una vez enseñaron el arte de la guerra a aquellos que invadieron el norte de África y casi toda España durante la Edad Media. Lo singular es que los de nuestro relato, de cuyas pobres casas no quedó piedra sobre piedra en el desierto israelí del Neguev, son ciudadanos… ¡israelíes!

Sí, en efecto. Israel tiene dentro de sus fronteras a 160 000 beduinos, que cada día ven más difícil la posibilidad de desplazarse a lugares de mejores pastos, dadas las restricciones militares. Por el contrario, desde la fundación de Israel en 1948, Tel Aviv ha intentado concentrarlos en poblados pequeños, donde no poseen las condiciones que ellos demandan.

Es por tal razón que la mitad de los beduinos israelíes viven en pequeñas comunidades consideradas ilegales, y de vez en cuando sienten el terrible ronroneo del buldózer Caterpillar mientras derriba un manojo de frágiles viviendas —se calcula que demuelen anualmente unas 200—, muy similares a las que, en menos de una semana, han destruido dos veces en la aldea de Al-Arakib, en el Neguev.

Eran 300 las personas que la habitaban (entre ellas, 200 menores de edad). Todos, con la ayuda de activistas solidarios, tejieron nuevamente el caserío con los retazos que dejó la tijera israelí. Pero con mayor saña, esta regresó y terminó el picotillo. Y para no dejar lugar a dudas, las tropas destruyeron el único pozo existente en medio de aquel —como diría Rulfo— «llano en llamas». Sin agua no hay reconstrucción…

La excusa para arrasar fue una orden emitida hace 11 años para evacuar el asentamiento, y que, de tan ignorada, se agotó la paciencia. Era «ilegal», ergo, había que desmantelarlo. Y además desarraigaron y se llevaron hasta 850 olivos, que habían sembrado los beduinos con esa calma que solo poseen los que viven en un ambiente hostil.

Sería interesante enterarse de por qué el celo por la ley no ha inducido a Tel Aviv a sacar de la Cisjordania palestina los más de 200 asentamientos israelíes que desde 1967 ha plantado ahí, y que permanecen como roca inamovible en el camino hacia la paz con sus vecinos árabes. Pero además, vista la prisa con que se concede un pedazo de terreno fértil —normalmente palestino, claro— a los judíos de cualquier lugar del mundo que quieren establecerse en Tierra Santa, ¿a qué viene enzarzarse en despojar a los pacíficos beduinos —¡igualmente israelíes!— de un humilde pastizal y de unas cuantas chozas en una tierra que no interesa a nadie más que a sus ovejas?

Nada bueno puede cosechar Israel con estas acciones. El diario local Haaretz lo ve clarito: «Destruyendo sus hogares y empujándolos hacia las abarrotadas y pobres ciudades beduinas, se crea un agudo problema social y político, mayor que el peligro de permitirles vivir en tierra estatal».

Y los afectados también hablan. No quieren contienda, pero atisban los límites: «Vean lo que han hecho: nos están empujando directamente hacia los brazos acogedores del movimiento (radical) islámico», advirtió uno de los responsables de Al-Arakib, mientras un diputado beduino en el Kneset (Parlamento israelí) apuntó: «Las demoliciones llevarán a una Intifada (rebelión) en el Neguev».

Porque, ¿seguirá siendo mansa la oveja que se acerque a abrevar a su único pozo, y lo halle destruido…?

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