Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La espina y el campo

Autor:

Luis Sexto

El correo postal trajo al comentarista esta espina: «Por qué usted y los demás periodistas, junto con tanto oficinista, no se van a trabajar al campo». Podría responderle groseramente. Pero comprendamos que el mencionado lector quizá piense que la insuficiencia agrícola del país se resolvería convirtiéndonos a todos en agricultores.

Mi airado corresponsal no se percata de que hace unos años dejamos por semanas y meses oficinas y redacciones, incluso fábricas, y el problema continuó pendiente de solución. En lo que atañe al periodismo, la sociedad necesita también de la prensa y de la cultura, también de las oficinas, para funcionar y desarrollarse armónicamente. Por supuesto, si abunda lo improductivo por sobre lo productivo, se establece un desbalance perjudicial. Y admitiéndolo, este comentarista reformularía la conminación recibida de esta manera: ¿Por qué ciertos habitantes del campo no trabajan en la agricultura? Una encuesta de principios de los 90, detectó que en municipios agrícolas solo el uno por ciento laboraba en faenas de la tierra.

A partir de esas preguntas y esos datos quizá podríamos comenzar a pensar con más tino sobre las causas de la baja explotación de nuestras tierras. A mi parecer, la fobia contra el campo ha sido una constante en la historia de Cuba. No le atribuyamos ese mal a la Revolución, a la que tantas culpas ajenas le hacen pagar ciertas visiones equívocas y sobre todo la propaganda de los enemigos del socialismo. A los revolucionarios, cierto, nos corresponde una parte de responsabilidad por haber enfatizado en la concentración y la centralización de la tierra. Pero desde hace siglos una campana de maleficios cubrió al campo. Los terratenientes —tanto en la colonia como en la neocolonia— jamás trabajaron los latifundios que alegaban poseer legítimamente: explotaron y abusaron de esclavos y de campesinos.

Por lo común, el campo no fue bien visto ni como paisaje. Por mucho tiempo, preferimos los días de playa a los días de campo para las vacaciones. Mirábamos más al horizonte del mar que a las azuladas neblinas del llano o la montaña. Súmele además que el trabajo era la demanda más apremiante de la población rural según la encuesta de la Agrupación Católica Universitaria, en 1957. Y la falta de oportunidades laborales, por tanto, obligó a migrar hacia las ciudades. Los móviles se mezclaban entonces. Muchos íbamos hacia la capital para evadir el destino de «hozar tierra», o procurar mejor vida. Entonces había también otras razones: qué médicos, qué escuelas en el pueblito remoto o en el caserío pobre… Y por todo ello, a mi modo de ver, el campo ha arrastrado un ¡solavaya! hereditario.

Tradicionalmente nos ha distinguido la pretensión de ser graduados universitarios. Uno de los escritores que con más certeza ha estudiado el carácter nacional, Jorge Mañach, escribió en 1930 que en los cubanos predominaba, al margen de circunstancias económicas familiares, el «prurito profesional»; los padres, incluso los más pobres, querían que sus hijos fueran «doctores». En lo personal, mamá nos entretenía de niños con ese sueño. En fin, el campo ofrecía muy poco.

Parte de la solución del conflicto radica, pues, en que acabemos de una vez de aceptar que Cuba es un país esencialmente agropecuario, y que el agricultor ha de ser tratado como el trabajador más importante del país, porque de ellos depende la base alimentaria de la población, y la eliminación de importaciones que desgastan el tesoro y aumentan nuestra vergüenza. Cará, mire que comprar frutas, o vegetales, y granos en el extranjero… Así podría decir uno de esos guajiros, no muchos, evidentemente, que hacen producir su tierra, amándola como raíz de creación.

Por tanto, habrá qué empezar a considerar al trabajador agrícola —sea campesino, o cooperativista, o asalariado, o usufructuario del Decreto Ley 259— como el trabajador básico de la economía cubana. Y para ello, hemos de vincular su vida a lo que cultiva, estimulando su bienestar y cediéndole autonomía, esto es, capacidad de decidir cómo hacer y qué hacer, aunque los intereses nacionales lo orienten. Y además se le respete pagando a tiempo, y con justicia, el producto del trabajo y distribuyéndolo con efectividad. Respeto genera respeto.

¿Ignoramos acaso que la agricultura no puede ser terreno de burocracia, sino atmósfera de confianza, a salvo de papeles cazamoscas donde se empantanen la necesidad y el deseo de trabajar? Si lo ignoráramos, el campo podría continuar padeciendo el síndrome de «pa’paisaje, L’abana».

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