Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Jirones

Autor:

Santiago Jerez Mustelier

A veces cierro los ojos y me remonto al regazo de mi abuelita. Cruzo el umbral del tiempo y vuelvo a ser su «rey»; recibo mimos y caricias; me apretujo a su piel, desvaída por los años, pero con un efluvio cálido; degusto la friolera de golosinas que siempre traía al regresar de la calle; escucho desde sus piernas a Estelvina y Sandalio, la voz incólume de Marlon Alarcón en Nocturno, y la radionovela del momento, en la que el galán impenitente —la mayoría de las ocasiones con nombre compuesto y rítmico— pelea por el amor de una suave doncella.

Las aguas de mi infancia desembocan en cauces tiernos y sosegados. Felices. Otros, tristes. Tristísimos. En soliloquio. Rodeado. O retraído. Extrovertido. Con amigos que todavía tengo el privilegio de seguirlos llamando así, y algunos de los que me separó una mudanza o una secuencia de sucesos. Sin tener los afectos que aún añoro ni aquel regazo que sesiones angustiantes de hemodiálisis no me pudieron devolver.

Hay días que me descubro junto a mi mamá, al compás del sonido filoso de la corneta china en las congas santiagueras. Mirando perdidamente las estrellas en las noches ardorosas de mi urbe oriental. Con ojos vivaces, preguntando más que el infante de la canción del gran Silvio. Interpelando con encono a mis fracasos deportivos de la niñez.

Hay días que los cuestionamientos interiores de Neruda, el poeta bestial, amenazan con derribar los muros de mi adultez: «¿Dónde está el niño que yo fui, sigue adentro de mí o se fue? (…) ¿por qué anduvimos tanto tiempo creciendo para separarnos?».

De aquel pozo de recuerdos, tan difusos y tan nítidos, todos arrancamos un jirón de lo que fuimos (¿acaso ya no lo seremos más?). Lo remacha mi amiga traviesa que solía jugar a la casita con el arroz sin hacer que tomaba de la cocina; o la que antes de aprender a leer, acomodaba tres o cuatro libracos bajo la almohada porque su padre le decía que en el sopor del sueño le invadían los saberes contenidos en el libro.

No riposta tampoco el que se trepaba a las encimeras causando pavor a quienes tenían el oficio de cuidarlo; el que chapoteaba desnudo en el lavamanos donde lo bañaba su tía; el que se colaba en el río con su horda de primos revoltosos; el que se desenfundaba con impactante agilidad el uniforme para volar su papalote con cuchillas y rivalizar con los otros «bellacos» del barrio. El barrio. Ahí ocurre casi todo. Ahí se define mucho de lo que seremos. O de lo que nos zafaremos.

La infancia es el dinosaurio que no se extingue. Se agiganta nostálgica con el paso de los años. A esa fuente de belleza miramos con amabilidad o recelo. Y nos reflejamos en el espejo de la existencia, tan trasparente y tan juzgante como solo puede ser quien nos conoce hasta la raíz. ¿Lo que soy ahora se lo debo al niño que viví? Entonces una amiga comparte en el muro de su red social una foto antigua acompañada de una frase perturbadora: «No logro recordar, ¿para qué queríamos ser grandes?».

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