Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La otra cara del maltrato

Autor:

Laura Fuentes Medina

A sus escasos 24 años, su nombre es, para quienes la conocen, sinónimo de una alegría contagiosa y despreocupada. Es vanidosa en el mejor sentido, con un estilo tan singular que hace que todas las miradas la sigan al pasar. 

Su presencia ilumina cada habitación y siempre llega con un chiste bobo, de esos que rayan en el absurdo, pero que, narrados con su ingenio único, terminan por arrancarte una sonrisa casi a la fuerza.

Me atrevo a decir que todos nos hemos topado alguna vez con un alma así. Radiante, impredecible, un poco loca. Así era mi amiga, hasta que llegó él y comenzó un meticuloso eclipse.

Al principio, no supe discernir qué se apagó primero, si la sonrisa espontánea o el esmero en su imagen. Tampoco logro ubicar el momento exacto en que esos celos disfrazados de halago se transmutaron en patrones de control. 

Creí, ingenuamente, que su vida social se reducía por su afán de mostrar compromiso genuino hacia la relación. Pero las banderas rojas ondeaban, imperceptibles solo para quien no quería verlas.

Cada actitud que ella toleraba fue un permiso que él ganó. Lo que empezó como «sugerencias» sobre una ropa más recatada, derivó en comentarios que la ridiculizaban en público. 

Las discusiones subieron de tono, y pronto sus promesas de enmienda ya no bastaron. Él necesitaba más, así que invadió su intimidad, interceptó sus mensajes y, con la excusa del amor, comenzó a bloquear a sus amigos uno a uno. Fue un aislamiento calculado, un desgaste que la fue separando de sus redes de apoyo, incluida su familia, hasta dejarle solo a él como único pilar. 

Cambiaron dos veces de provincia, y en cada mudanza, ella dejaba atrás un pedazo de su identidad. Se fue olvidando de sí misma, hasta que solo quedó un eco de aquella mujer radiante, un fantasma dedicado por completo a hacerlo feliz a él.

La historia de mi amiga es el manual de una violencia silenciosa que no necesita de golpes para dejar cicatrices. Es el relato del maltrato sicológico, una forma de agresión tan dañina como la física, pero a menudo más insidiosa por su falta de evidencias tangibles.

Este tipo de violencia se cons­truye con herramientas letales como el menosprecio sutil, el control disfrazado de preocupación, el aislamiento progresivo, la ridiculización y la erosión sistemática de la autoestima. 

El agresor no busca magullar la piel, sino anular la voluntad. No quiere moretones, busca sumisión. Es un proceso de lavado de identidad donde la víctima, confundida y desorientada, termina creyendo que el problema es ella y que su verdugo es su único salvador.

Como sociedad, tenemos la obligación de desenmascarar esta realidad. La ausencia de un golpe no significa ausencia de crimen, ni de maltrato. Debemos educar para reconocer estas señales tempranas, tanto en nuestras relaciones como en las ajenas, y entender que a menudo el grito más desgarrador, es el silencio de quien ha perdido su voz. 

Legislar con contundencia, apoyar a las víctimas y, sobre todo, nombrar este maltrato por lo que es, una forma de tortura emocional que destruye a las personas desde adentro; será el primer paso para combatirlo. La violencia que no deja moretones duele, aísla y también mata.

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