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Autohechura

El cuento inédito que publicamos hoy para los lectores de El Tintero pertenece a un nuevo libro de esta singular autora que actualmente se encuentra en proceso para su publicación, bajo el cincuentenario sello de Ediciones Unión

 

Autor:

María Elena Llana

Era una de esas precursoras (para su medio) que desde la más temprana juventud fumó (a escondidas) y cuando se lanzó a la conquista del mundo (local) usó la ropa más atrevida, se cortó los cabellos como los hombres (cuando los hombres se cortaban los cabellos) y llevó adelante sus planes profesionales, (sin miramientos) en las más altas esferas (del sector).

Mantenía un esquema (rígido) de mujer emancipada desde el vientre (materno), por eso no se sumaba al feminismo (que cada quien se libere como pueda) porque ella (lo que es ella) nació ya liberada. Por eso nunca pensó en el matrimonio y lo repetía cada vez que uno de sus amantes (fortuitos) decidía casarse (con otra). Ella lo asumía con un (despectivo) gesto de ellos se lo pierden y se entregaba (aun más) a sus tareas laborales, terreno donde era fuerte, decidida, autoritaria y capaz de cantarle las cuarenta a cualquiera (de nivel subalterno) en su misma cara. Y si no perdonaba las faltas (ajenas) era porque sería implacable  consigo misma en el caso (quimérico) de que pudiera cometer alguna.

Cuando se jubiló (con gran despedida) se encontró (como si acabara de mudarse) en la casa donde siempre había vivido y que (por primera vez) veía como un almacén de (imprescindibles) desechos, acumulados durante una vida de rigor en que jamás pudo ocuparse de las pequeñeces (circundantes).

Mientras buscaba el tiempo (totalmente perdido) para mejorar su hábitat, dejó de recibir (para que no fisgonearan) a las mismas personas a quienes pedía (le alcanzaran) esta o aquella medicina (para este o aquel achaque) porque su (delicada) naturaleza sufría las consecuencias de tanta entrega (a la causa). Apenas entreabría la puerta para recibir el encargo y cerraba (en el acto). Eso sí, (pasada la crisis) les daba (frecuentes) alegrones con sus visitas (inesperadas).

No hace mucho, coincidimos en un importante aniversario (de algo), ágape de esos que reúnen a (viejos) realizadores del mismo ramo (a quienes nadie conoce ya) y a jóvenes (principiantes) interesados (en el brindis). Apenas la saludaron, nuestras antiguas amistades comunes (misteriosamente) prefirieron alejarse y cuando me disponía a unirme a la diáspora, me tomó por el brazo y me brindó asiento (obligado) junto a ella. Entonces tuvo a bien decirme que me encontraba (demasiado) gorda y preguntarme por la novela (romántica) que nunca me publicaron, pese a que ella (misma) la recomendó.

Rápidamente su (innata) autoridad se adueñó del grupo con el (socrático) propósito de educar a la juventud, comunicándole sus experiencias (laborales), para lo cual comenzó con una (minuciosa) reseña sobre sí misma.

(Para mi asombro) oí lo bella que había sido y (sobre todo) los muchos hombres importantes (allí estaba yo que no la dejaría mentir) como Fulano, Mengano, Ciclano (y váyase a saber cuántos más), que suspiraban por ella. Y que ahora citaba (sin recato) porque eran tiempos pasados (ya todos estaban muertos). Pero (qué va) nunca se ocupó de sí misma, cuando el país (tanto) necesitaba sus servicios. Porque (aquellos) eran tiempos duros, no estos (de ahora) en que ustedes (los jóvenes) lo han recibido todo (ya hecho). Los aludidos (seguramente) se preguntaron si para comerse un pan (con timba) o un traguito (aguado) había que aguantar tanta perorata.

Olvidada de la (falaz) encomienda de servirle de testigo, yo trataba de identificar aquella vida (que se iba erigiendo ante mis ojos) y que no tenía nada que ver con la que yo (también) conocía (y tan bien). Confieso que no lograba mis objetivos pero (felizmente) en su propia autorreconstrucción ella no tenía tiempo para reparar en mi expresión boquiabierta (metafórica y literalmente).

Así, en el elegante sillón (oh, amada tradición) en el que se mecía, fue brotando una criatura (extraordinaria), llena de donaire y encanto, amable, gentil, delicada, de una belleza que... (¡bueno!), con un aval de entendida (en todo) que ahí queda (en la memoria colectiva), y unas manos (de ancestro español) siempre atentas a los detalles del entorno (cotidiano) pues la mujer tiene que batirse en muchos frentes. (A mi pesar) visualicé la casa cuya puerta ya no se abría (a los curiosos).

Yo seguía (más que oyéndola), mirándola, maravillada de que los otros (atrapados) en el corrillo lograran interesarse en su cháchara, sin recordar que buena era ella para que alguien se negara a escucharla.

Pero lo más curioso es que, a medida que aquella mujer se reconstruía (a sí misma), se iba (en realidad) transformando: se desencorvaba, se le ondulaba la melena; el cuello perdía el prolijo cordaje que había ido adquiriendo con los años; tras los lentes refulgían (renacidos) los (malévolos) ojillos que hacía tanto (por suerte) yo no sentía sobre mí. Incluso las caderas comenzaron a invadir espacio en el asiento (concebido para los grandes volúmenes) y las piernas estaban resultando anacrónicas con sus zapatos (ortopédicos) porque sin várices (ni inflamaciones) pedían a gritos unas sandalias (bien sexis).

De momento me entró una (opresiva) angustia ante la idea  de que se pusiera de pie y echara a andar. Lanzada al terror (gótico), vi a Frankestein oscilar sobre las (supuestas) sandalias (bien sexis) o a Drácula revitalizado a costa de su (exangüe) auditorio. ¿Acaso no era Hyde quién renacía del sillón donde se sentara un (aparente) Jekyll? Sé que caí en estereotipos, pero (mi mente) no estaba para originalidades (creativas).

Por si fuera poco, todavía evoqué a otro personaje igual de conocido. Un (verdadero) pavor me invadió, al imaginar que, en semejante plano (de trasmutaciones), su (nuevo) cuerpo se cubriera de pelos para dar paso a la Mujer Loba (que siempre había sido).

Me sentí culpable de aquella (posible) hecatombe, por no haber cortado (a tiempo) la sarta de embustes. Y decidí marcharme (huir) del lugar.

Todo lo que pude decir antes de echar a correr hacia la puerta, abandonando a su suerte al (cautivo) auditorio, fue:

—Ha sido un placer (conocerla).

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