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Brasil va por más

Con la llegada del primer presidente obrero al poder en 2003, Brasil inició una gestión marcada por programas de inclusión; sin embargo, más allá de lo logrado en esa materia, aún hay insatisfacciones

Autor:

Marina Menéndez Quintero

Ninguna frase podría ser más elocuente para dejar ver, en pocas palabras, el trasfondo, luego de la sorpresa que han provocado las manifestaciones de los últimos días en Brasil: (el país) «está maduro para avanzar y ya dejó claro que no quiere quedarse parado donde está», concluyó la presidenta Dilma Rousseff.

La aseveración, una de las primeras con que la mandataria se solidarizó e hizo parte de las preocupaciones de los manifestantes, deja claro no solo que el Palacio de Planalto es consciente de que hay carencias tras la exitosa labor que permitió, con Dilma, la reelección del PT (Partido de los Trabajadores), después de la salida de Lula. Además, dio cuenta de su disposición a atender esas demandas.

Evidentemente, no ha bastado que con la llegada del primer presidente obrero al poder en 2003, Brasil haya iniciado una gestión marcada por programas de inclusión que condujeron, entre otros logros sociales, a una disminución de la pobreza del 37,5 al 20,9 por ciento, y a que la indigencia acumulada bajara del 13,2 al seis por ciento, según datos de la Cepal, lo que engrosó la clase media (subió del 38 al 53 por ciento de la población) y, por ende, mejoró los ingresos de millones de personas. Miles de familias accedieron por primera vez al mercado de consumo.

Tres mandatos del PT (dos de Lula y el que encabeza ahora Rousseff) proveyeron de ayuda y vivienda a las familias más desfavorecidas, combatieron el hambre —aunque todavía no llegue a cero— al tiempo que, en lo macroeconómico, la nación crecía y se convertía en la más prominente de América Latina y la séptima del mundo, a tenor con los análisis del FMI y el Banco Mundial.

País que brega junto a la vanguardia de la integración latinoamericana por la independencia y la unidad de la región, Brasil y su modelo, que algunos califican como un capitalismo reformado o «con rostro social», ha sido tomado hipócritamente como ejemplo desde la derecha de no pocas naciones vecinas para mimetizar a la izquierda... y manipular.

Pero está claro a estas alturas que en la búsqueda de la no dependencia y del desarrollo con justicia social, cada quien labra su camino de acuerdo con las propias circunstancias; y el país sudamericano hace diez años boga convencido de que es posible el crecimiento y, a la vez, la distribución social, mediante el denominado neodesarrollismo o lo que ha dado en llamarse, con cierto desdén por algunos, el «lulismo»: un modo de hacer donde viejas prácticas económicas se dan la mano con la creación de empleos y proyectos sociales, se impulsa el rol de la burguesía local y, lo más importante: se rescata el papel del Estado frente a la libre demanda.

Entre otros muchos proyectos puestos en práctica en los últimos diez años en Brasil mirando hacia los de abajo, podría citarse, a manera de ejemplo, la conformación de los denominados consejos nacionales: una vía para la participación social en las políticas públicas, que los gobiernos petistas pusieron en práctica buscando construir una nueva relación entre este y la sociedad civil.

Sin embargo, a tenor con la «presencia protagónica» en la democracia que siguen pidiendo todavía los manifestantes, puede entenderse que lo logrado en esa materia no resulta suficiente aún.

Un ingrediente importante para entender el contexto y la gestión Lula-Dilma es la heterogénea alianza de 13 partidos que los catapultó a la primera magistratura, y donde el PT no decide solo, pues debe considerar los intereses de las diversas leyendas políticas que integran la coalición gubernamental.

Esa condición marca la obra de Lula y Dilma, y pesará sobre la Rousseff a la hora de llevar a feliz término los cinco pactos que ha anunciado para llegar a ese gran pacto nacional que satisfaga el clamor de las calles.

Por eso las demandas de mejoras al transporte, la salud y la educación, y contra la corrupción, que fueron las primeras en las pancartas, no deberían verse como un dedo acusador contra el Gobierno. Por el contrario, muchos las interpretan como el mandato popular que impulsará al ejecutivo a actuar; un espacio de acción para Dilma que debe provocar nuevos avances al Brasil que se inauguró con el PT. Nunca hacia atrás.

¿Catarsis?

Si algo sorprendió de la erupción popular que llama la atención de propios y extraños fue su inicio, apenas como un leve salpullido por una causa aparentemente inocua, razón por la cual un prestigioso colega uruguayo bautizó los acontecimientos como «la revuelta de los 20 centavos».

El aumento de 20 centavos decretado al pasaje urbano y que se verificó no solo en el servicio de autobuses sino también en el metro y el tren, removió primero a la gran urbe de Sao Paulo liderada por el movimiento Pase Libre, y luego se extendió a otras ciudades y sumó reclamos, al tiempo que exponía, entre los principales motivos de descontento, los gastos millonarios que acarreará la celebración en Brasil del Mundial de Futbol 2014, y luego las Olimpiadas, en 2016.

Por eso, la marcha atrás dada en el incremento de las tarifas del transporte por más de una decena de alcaldías y gobernaciones que incluyeron a las populosas Río de Janeiro, Porto Alegre y Recife, entre otras —contando a la propia Sao Paulo—, no frenó la toma de las calles, en un movimiento que ya había engrosado su agenda.

A la hora de desmadejar este entuerto difícil de entender, todos admiten que hay insatisfacciones acumuladas, más allá de lo mucho que se ha hecho por la inclusión. Lo paradójico resulta que algunas de esas insatisfacciones vengan a cuenta, precisamente, de los logros.

En entrevista concedida por João Pedro Stedile, un líder del Movimiento Sin Tierra, a la publicación Brasil de Fato, este apoyaba la tesis de que «la crisis» solo estaba instalada en las ciudades, provocada por una especulación inmobiliaria que aumentó los precios de los alquileres, en tanto la venta sin control de autos «convirtió el tránsito en un caos» sin que se invirtiera en el transporte público, donde está focalizado uno de los motivos de las manifestaciones.

Pero lo más interesante resulta su explicación de que precisamente un programa para los pobres como el proyecto Mi casa mi vida —lanzado por Lula para reducir el déficit habitacional entre las familias más desprotegidas— les dio viviendas a quienes no tenían, pero en zonas carentes aún de infraestructura, a lo que se suma el déficit de servicios públicos.

Así, expertos aseguran que las manifestaciones se focalizan en lo esencial en el marco urbano, protagonizadas principalmente por jóvenes de la clase media y de la periferia, y que aún no involucran ni al mundo rural ni a los trabajadores.

Se trata de un movimiento por reivindicaciones sociales, no partidistas; sin un programa, apartado de las estructuras tradicionales, y que muchos consideran como una nueva forma de hacer política.

Oportunidades… y riesgos

No debe soslayarse, sin embargo, el peso que en la movilización vuelven a tener las redes sociales como vía de comunicación y búsqueda de consensos, en un rol que a algunos vuelve a recordar —¡salvando las distancias!—, los acontecimientos de la llamada primavera árabe; sucesos parecidos, si se toma en cuenta los intentos oscuros de los elementos de derecha que, ahora, otra vez, infiltraron las manifestaciones pacíficas y genuinas en Brasil —así como en el Medio Oriente se introdujeron elementos armados— y generaron actos violentos para provocar la reacción policial que, al propio tiempo, enervó a los que protestaban.

Trataron, incluso, de torcer las protestas y virarlas contra el Gobierno federal, directamente contra Dilma, en un intento que no puede deslindarse de la próxima celebración de las presidenciales en 2014: sería incauto pensar que la derecha continental no está apostando ya a desbancar al PT de Planalto, en un momento que algunos piensan es la coyuntura propicia para revertir lo avanzado en Latinoamérica.

Si el ejecutivo brasileño, como lo ha hecho, debe atender los reclamos populares —tal cual señalan estudiosos de los movimientos sociales—, no es menos cierto que estos también deberán permanecer alertas para que sus demandas no sean capitalizadas por quienes aspiran a la marcha atrás.

Todos los espacios abiertos apuntan a seguir desbrozando camino. Así lo dejó ver Lula, al afirmar, a tenor de las protestas: «La democracia no es un pacto de silencio, sino una sociedad en movimiento en busca de nuevas conquistas».

Los cinco pactos

Luego de entrevistarse con una representación de los manifestantes, la presidenta Dilma Rousseff propuso cinco pactos: el primero, por la estabilidad fiscal, para garantizar el control de la economía y el control de la inflación. El segundo en torno a la construcción de una reforma política que amplíe la participación popular y «los horizontes de la ciudadanía». El tercer pacto se refiere a mejoras en el sistema de salud, con la confirmación de su deseo de contratar a médicos extranjeros. El cuarto propone una reducción de tarifas del transporte, y una inversión de 50 millones de reales para infraestructura en el sector. El quinto pacto está centrado en la educación, con el propósito de obtener para ese rubro un mayor presupuesto.

En marcha las reformas

Aunque la aspiración de la Presidenta de una Asamblea Constituyente fue rechazada por la Cámara de Diputados, varias propuestas de Rousseff ya están en proceso de aprobación en el legislativo para atender las demandas populares.

Durante la semana que termina el Senado aprobó un proyecto de reforma del Código Penal que califica la corrupción como «crimen hediondo», lo que equipara su gravedad con la de un asesinato o una violación, y endurecerá las penas por ese delito e impedirá la libertad bajo fianza para sus ejecutores. El texto pasa ahora a la Cámara de Diputados.

También fue rechazada por ambas cámaras del Congreso una propuesta de enmienda constitucional conocida como PEC37, que limitaba el poder de la Fiscalía para investigar delitos de desvíos de fondos públicos y que, se afirma, aumentaba la impunidad de los corruptos.

La Cámara de Diputados aprobó, además, destinar un 75 por ciento de las regalías del petróleo para la educación y 25 por ciento para la salud. El proyecto deberá ser aprobado ahora por el Senado.

Antes de octubre, el Gobierno convocará a un plebiscito, en el que se consultará a la ciudadanía el contenido de la reforma política que se reclama.

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