Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Una visita a Oscar López Rivera con las manos en el cristal

Puertorriqueños y cubanos hemos dicho en este septiembre tan especial en la historia hermana y compartida: ¡Libertad para los nuestros!

Autor:

Juana Carrasco Martín

Viste de negro, y sobre su pecho  un distintivo donde en fondo verde destaca el rostro de Oscar López Rivera; es Clarisa López Ramos, hija del prisionero político más antiguo de nuestro hemisferio, quien lleva ya 32 años encarcelado en Estados Unidos y mantiene la gallarda actitud de un patriota en lucha por la independencia de su patria: Puerto Rico.

Con tono suave, pero visiblemente emocionada, Clarisa habla del sufrimiento personal, expresado en los recuerdos de un primer encuentro…

«Conocí a mi papá, Oscar López Rivera, preso político puertorriqueño, cuando yo tenía diez años de edad.

«Cuando yo nací, en Chicago, ya él era un luchador por la independencia; y era muy perseguido por el FBI.

«Ante el ambiente hostil que había allí contra él, mi mamá decidió que nos mudáramos con mi hermana materna a Puerto Rico. Entonces todavía yo era muy pequeña».

Aunque ya él había preparado una casa confortable y segura para convivir con la familia, nunca pudieron hacerlo.

«En noviembre de 1975, el FBI comienza a buscarlo y él se va al clandestinaje, y no es hasta 1981 que tengo el primer encuentro con mi papá. Lo apresaron el 29 de mayo, a las 10:30 de la mañana. Nunca se me va a olvidar.

«Yo no lo presencié, estaba en Puerto Rico y en la escuela en ese momento.

«Recuerdo que mi mamá fue a buscarme rápidamente; cuando nos enteramos que mi papá había sido apresado era en horas de la tarde y de inmediato me compraron un pasaje para ir a Estados Unidos y poder verlo.

«Imagínese a una niña de diez años que por primera vez iba a ir a un sitio que era tan inhóspito y conocer así a esa figura paternal, y tener esa secuela, porque yo tenía el reflejo de lo que la memoria familiar ha ido atesorando y añorando. Porque en mi casa, mi mamá sí nos dejaba que tuviéramos fotos de mi papá y nos contaba historias. Mi mamá y mi papá habían sido amigos desde la infancia, y la familia de mi papá siempre trataba de mantener ese vínculo bien estrecho con-migo.

«Así que, cuando trajeron a mi papá, vino con un traje naranja, el pelo todo desaliñado, esposado de pies y de manos, en un cuarto bien estrecho, que no era en el salón de visitas y se negaron a quitarle las esposas. Esa fue mi primera impresión…».

Un suspiro se le escapa y la voz se hace más queda, pero prosigue su relato «… la imagen de ver a tu papá así, cuando siempre te han dicho que es una persona que ha luchado por la causa más justa y noble que un boricua puede defender, que es por la independencia de su pueblo, pues provoca un impacto bien grande en uno.

«Pero a pesar de eso, siempre mi papá trató de que nos pudiéramos transportar fuera de esas condiciones, es decir, él trataba de hablarme o preguntarme qué era lo que me gustaba, mi color favorito, qué había comido, cosas que a lo mejor para otras personas no eran tan importantes, pero para él era importante saber cómo había pasado el día, cómo me trataba la vida o qué había hecho, si había cogido bicicleta o algo así.

«Y de ese modo se pasaron mis veranos, mis Navidades, mis Pascuas, entre Estados Unidos y Puerto Rico, visitando a mi papá».

Lo ha hecho durante años en las tres cárceles donde ha estado encerrado: Marion, en Illinois; Florence, en Colorado, y ahora en Terre Haute, en Indiana. Va tres veces al año, desde su querido Puerto Rico: invariablemente en marzo; en junio por el día de los padres; y en noviembre. También desde hace algunos años la acompaña su hija Karina, quien pudo conocer al abuelo cuando ya tenía siete años. Karina ya concluyó estudios universitarios en Chicago.

«En 1986, mi papá tuvo un nuevo juicio. En el primer juicio lo condenaron a 55 años, y en el segundo, que dijeron era por un intento de fuga, lo condenan a 15 años más, para un total de 70 años.

«Pero esa vez, lo tendrían en una prisión donde mi papá no iba a tener contacto físico conmigo por tiempo indefinido. Eso fue en la prisión de Marion, en Illinois. Entre Marion, Illinois, y Florence, Colorado, estuvo encerrado 12 años en solitaria. Era un espacio que medía 6x9 pies, según me describe, pasaba 23 horas y media al día, y algunas veces nada más lo sacaban 45 minutos a la semana. En ese espacio tenía que hacer sus necesidades básicas y la celda era monocromática, del mismo color de su uniforme, lo único que había de metal era el lavamanos y el inodoro.

«Imagínese, si era difícil visitarlo, imagínese que difícil era visitarlo sin poder tocarlo. Era crear un lenguaje a través de un cristal a prueba de balas, era que lo trajeran nuevamente esposado de pies y de manos, que lo sentaran en esa silla con las esposas y las cadenas, tratar de mirar a algún lado donde no hubiera una burbuja que tuviera una cámara de seguridad.

«Imagínate a tu papá tratando de mantener una conversación con algún sentido de cordura, y dando muestras de amor, y tú tratar de no demostrarle la tristeza tan grande que daba verlo en esas condiciones. Y era difícil para mí, de niña…».

Las primeras impresiones me las dice ahora esta mujer cuyos ojos se enrojecen y aguan, pero sigue con firmeza desgranando recuerdos y luchas.

Han pasado 32 años, Oscar López Rivera sigue preso en Terra Haute, y la narración depara una sorpresa. Por tres años, Oscar compartió calabozo con alguien muy querido y añorado también, por su pueblo —el cubano—, por su madre Magaly y su esposa Rosa Aurora: Fernando González Llort. De esa etapa, del encuentro de dos revolucionarios, de dos hombres íntegros y dispuestos a dar todo por la Patria, dice Clarisa que ya hablarán ellos cuando salgan, cuando sean excarcelados, y sonríe segura de que algún día habrá justicia.

Por supuesto, algo revela: «Fueron una buena compañía, en los cumpleaños y los días que sabían celebrar, compartieron labores de enseñanza; y mi papá —que sabe pintar y lo hace habitualmente—, enseñó a Fernando, que cuando fue trasladado a otra prisión, ya tenía tres pinturas».

Clarisa no es una pasiva visitante familiar a la cárcel, es una luchadora, y aunque reconoce —con el dolor reflejado en el rostro— que piensa en su hija y sería incapaz de hacer el sacrificio de su padre, no ceja en el empeño de lograr la «libertad de los nuestros». Nuestros son Norberto González, otro patriota puertorriqueño en las cárceles estadounidenses, y «los cinco hermanos cubanos. Por Gerardo, Ramón, Fernando, por Antonio, y por René que ya está en Cuba. Por todos ellos trabajamos».

Siguiendo el ejemplo de su padre, Clarisa está dedicada al trabajo sindical que desarrolla en San Juan, Puerto Rico, y al pelear por los derechos de los trabajadores, también lo hace por la libertad de su padre, un combate diario que va abriendo solidaridad, que ha ido ampliando caminos en la bella Isla caribeña. «No solo en las filas del independentismo y el nacionalismo, sino en otros sectores que se identifican con ese bregar por alcanzar la justicia», dice.

Clarisa menciona políticos como el Gobernador de Puerto Rico y la Alcaldesa de San Juan, haciendo declaraciones a favor de Oscar López Rivera; como también otros alcaldes y políticos de muy diversos partidos. Refiere emocionada los mensajes y saludos de apoyo que le llegan de su pueblo, de gente sencilla que se lo expresa al cruzarse en la calle, y de quienes con sinceridad le dicen: «No tengo las mismas ideas de tu padre, pero estamos contigo, con la familia, que tanto ha sufrido y no se lo merecen».

«Mira, hasta de la prensa. El diario El Nuevo Día, el mayor de Puerto Rico, ha abierto una columna semanal para las cartas de mi padre…». Y lo considera un impulso importante en la lucha por los presos políticos boricuas.

La primera misiva publicada por el periódico llevaba esta introducción: A partir de hoy, El Nuevo Día publicará periódicamente los sábados las cartas que el preso político Óscar López Rivera le envía desde prisión a su nieta Karina, a la cual solo ha conocido a través de los barrotes de la cárcel. López lleva 32 años encarcelado.

«Las manos en el cristal», fue el título de esa primera misiva, donde Oscar López Rivera dice: Escribiéndote a ti, cuya niñez y adolescencia irremediablemente me he perdido ya, siento que les hablo a miles de jóvenes puertorriqueños, para quienes mi nombre apenas significa nada.

Tan desgarrador como el relato de Clarisa cuando habló de la primera vez que vio a su padre esposado, encadenado, es esa carta de Oscar. Semejante la descripción y los sentimientos…

«No nos tocábamos, el cristal lo impedía, pero surgió un lenguaje especial entre tú y yo; entre las tiernas manos tuyas, Karina, y mis viejas manos, pálidas de encierro, deseosas de poder volar, pero contentas y sumisas cuando tú las acariciabas.

Durante años utilizamos esa danza de las manos para comunicarnos. El tiempo pasaba y tú crecías. No me estaba permitido el contacto físico con mis familiares, por lo tanto en los años que estuve recluido en Marion, no pude besarte, abrazarte, o sentir el roce y el olor de tu pelo. Tampoco el de tu madre, que me despedía con lágrimas, aunque yo sabía contener las mías».

(…)

Ese cristal, a pesar de todo, sigue siendo el cómplice entre tú y yo. A través de él, en estas páginas, te seguiré contando mis recuerdos, mis historias presentes, añorada nieta.

Con muchísimo amor, en resistencia y lucha...

Igual que podemos escribirle a los Cinco, escríbele al bravo boricua. Ese fue un exhorto de Clarisa al pueblo cubano…

Oscar López Rivera #87651-024

FCI Terra Haute PO Box 33

Terra Haute, IN 47808

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