DEFINITIVAMENTE, las maletas que llevan las delegaciones de la UPEC en sus muy contados viajes al exterior tienen serios traumas freudianos, suerte de desarraigo que no hace honor al amor patrio que sentimos los periodistas. Resulta que, cada vez que un grupo sale a dar una vueltecita de trabajo, a la hora del regreso surge una disputa de trapos sucios que termina en ruptura por unos días: «¡Tú, por aquí; yo, ¡por allá!», sugiere la sentencia de este divorcio a la cubana.
Si en otras áreas a veces sucede que ciertos enviados abandonan con poca gloria sus encomiendas, incluso dejando atrás el equipaje; los reporteros cubanos —estos seres un tanto raros, de rosca izquierda (nunca mejor dicho)— vemos con pena que a menudo las que desertan son las maletas. Naturalmente, viejas comadres de nuestros closets de pocas perchas, al cabo retornan, arrepentidas.
Les sucedió recientemente a cinco colegas que fueron al queridísimo Vietnam y luego tuvieron un retorno tan accidentado que parecían más bien los personajes de alguno de esos juegos de consola digital que, de un nivel —un vuelo en ese caso— a otro, elevan sobremanera la dificultad del viaje.
Al fin llegaron, llenos de polvo de nube y de sueño viejo, pero estaba claro que sus maletas no alcanzaron la resistencia mostrada por ellos y quedaron varadas, seguro exhaustas, en algún punto del laberinto hasta que fueron «deportadas» —déjenme usar la palabrita de moda— para La Habana.
Cuando en el gremio no acabábamos de hacer el cuento de Yoleisy, Taimí, Odalys, Ana Teresa y Juan Carlos, otro grupo, más pequeño aún, partía rumbo a China, pero a su vuelta el Síndrome de la Maleta Perdida no perdonó ni siquiera al presidente nacional, Ricardo Ronquillo, que iba al frente de esa «canoa biplaza». Llegamos al Aeropuerto José Martí y, tras marearnos parados al pie del carrusel de la estera, comprobamos que habíamos sido terriblemente plantados por lo que suponíamos «nuestras propiedades».
Las propiedades, en realidad, éramos nosotros. Como amigas de secundaria que se fugan del brazo de un turno de clase, las dos maletas se habían otorgado a sí mismas una prórroga de estancia en el madrileño aeropuerto Adolfo Suárez, de Barajas, que nadie pidió por ellas.
Así suelen ser las cosas: yo aquí, pasando trabajo, y ella de rumba flamenca. Ustedes me perdonan, pero es que conozco a mi maleta, sé lo que da, y mientras ella estaría sin visa, barajando controles y rodando a sus anchas entre un depósito y otro, me dejó desprovisto de parte de esos pequeños accesorios que dan sentido a la vida.
Fueron ocho días peinándome con un tenedor, huérfano de las mejores chancletas y lejos de mi amada Gillette, esa caricia relajante de cuchillas intercambiables, cuya ausencia me produjo una tenue sombra en la barbilla que insinuó mejor en la cara mi creciente estampa asiática.
Mi amada maleta regresó, pero ultrajada como la mozuela de una canción de infancia, cuando volvía del río: el candado abierto, intacta la carga. Yo la quiero igual; no importa quién, dónde ni cómo la hayan profanado.
De averiguarlo, seguramente me entero de que, en cualquier lado, fue obra de Fuenteovejuna, mas lo realmente importante es que no hay «comendador» que llorar.
Imagino que, si el interior fue chequeado con detalle, alguna alma dadivosa procuraría en el aeropuerto una reunión de emergencia dirigida a acopiar donaciones con destino a este… ¡periodista…! ¡cubano!
No hay nada que lamentar; por el contrario, otra crónica ganada. Mi maleta recorrió más mundo que yo y, como pareja abierta que somos, no le preguntaré qué hizo en esa semana adicional en España. ¿Conocería a una hermosa maletilla gallega que conmoviera sus fibras de mulato equipaje? Mejor no angustiarme; prefiero seducirla de nuevo para ver si, aunque sea en nuestras bodas de oro, la vida invita a otro viaje.
(*) Juventud Rebelde comparte las crónicas del colega durante su participación en el 8vo. Foro de Organizaciones de Periodistas de la Franja y la Ruta, celebrado en China en julio último.
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