Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Los quilos de la existencia

Autor:

Nelson García Santos

En el incremento de los salarios, una necesidad más que un anhelo, cifra el cubano las esperanzas para enrumbar su maltrecha economía doméstica, lo que transita, inexorablemente, por el aumento de la producción de bienes de una manera eficiente.

Otra exigencia será despojar a la comercialización de impedimentos artificiales, y echar a un lado la manía de fijar los precios más por conveniencia que por raciocinio.

No siempre los disímiles sistemas de estimulación monetaria lograron en la práctica un aumento de la producción o la calidad, ni mayores cosechas significaron precios más bajos. Incluso, de un año para otro estas aumentaron, aunque los desembolsos personales para esas compras se mantienen invariables. Quizá el ejemplo clásico resulte que un mazo de lechuga cuesta ahora más que en los tiempos del período especial.

Para revalorizar el peso se necesita una economía fuerte, que debe transitar también por el incremento de las exportaciones de productos y servicios, y producir en el país todo lo posible a precios competitivos, para facilitar la entrada de capital financiero.

La cuestión resulta compleja, pero para revalorizar el trabajo el que lo realiza debe devengar una cantidad que le facilite vivir sin tener que recurrir a artimañas, como vía para completar el dinero que necesita para una existencia modesta o desahogada, sin hablar de las ilegalidades en que incurren muchos con el pretexto del deprimido sueldo.

En esto del valor del salario habrá que recuperar que la eficiencia es el patrón de la rentabilidad, y nunca el incremento de los precios al consumidor, lo que ha primado.

El hecho de que entidades comercializadoras ganen millones indica, a las claras, la posibilidad de abaratar las ventas, a lo que podemos añadir que se deterioran o pierden productos sin que se rebaje su precio, a pesar de existir el mecanismo para ello.

La comercialización, agazapada en la demoledora realidad de que compras o no comes, está sustentada en fórmulas vigentes que limitan el poder adquisitivo del peso y que benefician, más y más, al comerciante, y así muchas veces la gente costea a las empresas por la falta de calidad o las adulteraciones de sus producciones.

Sobre esto último, es común comprobar que cuando los inspectores determinan que una mercancía está adulterada, pero apta para el consumo humano, proceden a imponer una multa al vendedor, que después sigue comercializándola.

Lo lógico sería decomisarla o, en última instancia, rebajarla de precio para que la entidad asuma la pérdida, además de advertir al comprador de que está adulterada para que sea este quien decida si la adquiere o no.

Los ejemplos sobran. Llega al mercado un camión cargado de gallinas, y de inmediato el vendedor pregona: a 40 pesos, señores, hagan su cola. Claro, no importa que una pese una libra y la otra dos o tres. Lo mismo cuesta al cliente una libra de plátano a tres kilómetros de donde lo producen que a cien. Así ocurre con infinidad de productos, sin tener en cuenta que a menor gasto por transportación corresponde un menor costo para el cliente.

También tenemos el caso de que un kilogramo de bonito, que hay que pescarlo en alta mar, gastar combustible, conservarlo..., cuesta 25 pesos, mientras al picadillo de tilapia de cultivo le pusieron nada menos que 32 pesos con 60 centavos. ¡Apretaron!

Otro ejemplo: Las viandas y hortalizas valen lo mismo aunque tengan diferente calidad. La primera, segunda o tercera calidades se mantiene sin encontrar su espacio. En el mercado tienen que existir ofertas al alcance de todos: para los que más devengan y para los menos retribuidos.

Y esa diversidad resulta factible sin que las empresas dejen de ser rentables.

Hay que acabar también con otras trampas de la comercialización encaminadas, sin justificación, a subir el precio a una mercancía cuando tiene mayor demanda. O desabastecer al mercado de determinados productos para obligar a consumir los que tienen poca demanda.

Un botoncito de muestra: el lomo natural cuesta 17 pesos la libra, casi nunca hay; ahumado, más dañino para la salud, vale 29, una diferencia de 12 pesos solo por aplicarle el proceso.

Las contradicciones están a la luz. Hay que desaparecer esas prácticas que aguijonean los salarios, desestabilizan la economía y sirven hasta de pretexto para buscar los quilos de la existencia de cualquier manera.

Comparte esta noticia

Enviar por E-mail

  • Los comentarios deben basarse en el respeto a los criterios.
  • No se admitirán ofensas, frases vulgares, ni palabras obscenas.
  • Nos reservamos el derecho de no publicar los que incumplan con las normas de este sitio.