Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Por siempre tu risa

Autor:

Jaisy Izquierdo

La boca grande, desmesurada, descomunal. Aseguraba que le cabía su propio puño en ella, y no lo dudo, tanto como tengo la certeza de que en aquella bocaza de Carlos Ruiz de la Tejera se acumulaban todas las risas, carcajadas grandes y pequeñas, sonrisas sutiles, astutas o pícaras, que iban desbordándose, contagiosas, cuando abría los labios.

Con él era inevitable reír y pensar. Divertirnos con la noticia de un Cometa Halley que se enreda jocosamente al pasar de boca en boca, sin dejar de reflexionar en los equívocos que puede producir una larga cadena de comunicación entre los que trabajan y los que dirigen. O secundarlo en la experiencia cómplice de montar El camello y hasta en el absurdo de reírse de sí mismo, para luego entender que la risa es la mejor de las armas que podemos empuñar contra la mediocridad, contra la ignorancia, como repetía en su Elogio de la risa.

Un humor muy suyo con el que Carlos Ruiz tejiera —haciéndole honor a su nombre— su estilo auténtico, donde mezclaba la poesía, la sátira, el monólogo y el canto, subyugados todos por su dominio del gesto, de la mímica certera. Muestra de ello fueron sus recitales Cantos de Amor y Vida I y II, Amor de Ciudad Grande, Yo sacaré lo que en el pecho tengo, así como el unipersonal Carlos Ruiz de la Tejera en concierto.

En su repertorio había cabida tanto para la plegaria al Padre nuestro latinoamericano, de Mario Benedetti, como para la Oración a San Zumbado, de Enrique del Risco, convencido de que en materia de arte lo universal y lo autóctono van de la mano. Acompañado por el trovador Jesús del Valle (Tatica), lo vimos trastocar Humor y amor en sus presentaciones cubanísimas, y ya fuera en la televisión o en la escena, nunca se mofó de las narices feas, sino de las almas feas, como le gustaba decir.

Aunque por voluntad de su padre fue arquitecto, Carlos Ruiz de la Tejera nació para artista en 1932, y de ello fueron testigos no solo el teatro, la radio y la televisión, sino también el cine, donde incursionó en los filmes Las doce sillas y La muerte de un burócrata, ambas de Tomás Gutiérrez Alea, y El otro Cristóbal, del realizador francés Armand Gatti, entre otros.

Pero más allá de las luces, el Premio Nacional de Humorismo supo cultivar durante más de 20 años el contacto directo con el público en su Peña de amor y de esperanza, emplazada en los jardines del Museo Napoleónico, un espacio por el que hizo desfilar el talento de poetas, actores, trovadores, humoristas, teatristas, artesanos y pintores. Allí cantó por vez primera Sampling y resurgió también Compay Segundo.

Casi no nos dimos cuenta de que, a sus 82 años, nos podría faltar. Aún lo recuerdo con su alegre vitalidad hablándome del gracioso personaje de Meñique, ese malvado y delicioso Edecán, al cual diera vida recientemente con su voz y nada más.

Acaso por eso presiento que su arte, que en aquella ocasión se abstuvo del histrionismo de su presencia, permitirá que aun sin él, nos brote la sonrisa. Porque los resortes de la hilaridad se activarán ineludiblemente siempre que Carlos Ruiz de la Tejera se nos cuele en la memoria. Y lo hará, colgado de un hilo en el teatro Karl Marx para aparecer en un nuevo espectáculo, con la maraña de su melena, sus elocuentes manos, su boca generosa. Entonces, cada vez que subamos acalorados los peldaños de una guagua, su risa nos acompañará para siempre.

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