Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Un viaje inolvidable

Autor:

Juan Morales Agüero

La vida no me alcanzará para «agradecerle» lo suficiente a la persona que me reservó un pasaje en el tren No. 15 La Habana-Guantánamo para que viajara de vuelta a mis predios tuneros, desde la copiosamente poblada terminal capitalina de La Coubre, en este bullanguero, carismático y complicado mes de diciembre.

«Amigo mío, prepárate para sufrir», me advirtió un colega con una sonrisa burlona retozándole en los labios. Y, en efecto, así fue. Lo que viví durante casi 15 horas dentro de aquel convoy rodante bastaría para escribir un enjundioso ensayo sobre lo mucho que tiene de real maravilloso la cotidianidad de los cubanos.

El primer impacto lo recibí al llegar a la estación y apreciar la cantidad de personas allí conglomeradas. Eran tantas que apenas se podía caminar por los recintos de la instalación. Pensé por un momento que todos los guantanameros radicados en la capital —seguramente muchos— se habían puesto de acuerdo para visitar al unísono a sus parientes en la más oriental provincia cubana.

Estaba por acomodarme en un recodo del salón de espera cuando escuché por un altavoz que la partida demoraba por dificultades técnicas con la locomotora. Lamenté bajito mi suerte. Alguien a mi lado dijo. «Cálmese, señor. Este tren jamás sale a su hora». Entonces, ¿para qué el 6:53 p.m. escrito a lápiz en mi boleto como presunta hora de salida? Recordé a mi pueblo natal, donde la gente sincronizaba sus relojes cuando los trenes partían.

Tres horas después, por el mismo altavoz, notificaron que ya se podía pasar al andén y subir a los coches. Fue una suerte de disparo de arrancada. Un incontrolable tsunami humano se abalanzó sobre las puertas de acceso en una puja monumental por ver quién las franqueaba primero. Hubo empellones, obscenidades, insultos… Mujeres, niños y ancianos llevaron la peor parte.

Fui de los últimos en montar en mi vagón. A pesar de que cada boleto consignaba un número de asiento, muchos hallaron los suyos tomados. «¡El 64 es el mío!», aseguraba uno. «¡No, es el mío!», ripostaba otro. La ferromoza se las ingenió para encontrarles sitio a unos jóvenes reclutas, pues como varios números estaban repetidos, otros viajeros ya los habían ocupado primero. 

Se desató un trasiego infernal de personas de un lugar a otro. Algunas lo hacían llevando a cuestas paquetes de dimensiones descomunales. Pensé en los sofismas que soporta el papel, pues en los boletos figura impreso la siguiente advertencia: «Pasajeros mayores de 11 años: peso máximo: 20 kg. Volumen máximo: 70x40x25 cm (caja solo 10 kg y hasta 40x40x40). Pasajeros menores de 11 años: hasta 10 kg». No vi a nadie controlar tal exigencia.

Cuando, finalmente, logré sentarme (antes permuté dos veces de sitio, pues una madre me rogó hacerlo para estar cerca de su hijo y luego una hija me pidió lo mismo para estar cerca de su madre), advertí que mi asiento —y los de mi entorno— estaba tan bajito que apenas levantaba del suelo. Aún me duelen las rodillas por la incómoda posición que debieron adoptar.

Sobre las 10:00 p.m. el tren avisó con sus pitazos que emprendía la marcha. Respiré aliviado. «Bueno, ya pasó lo peor», pensé. Me equivocaba de plano. ¡Recién comenzaba! Lo primero fue el hedor procedente del baño, inconcebible en un tren que acababa de salir de su estación de origen. A eso se sumaron los golpetazos de la puerta de entrada al coche. Un tripulante lo resolvió amarrando el picaporte con una cuerda fijada en el portaequipajes.

Una hora después comenzaron a ofertar comestibles en un carrito: refresco al tiempo, bocaditos, galleticas, caramelos, sorbetos, chicles, bombones… No imaginaba ni por asomo que, durante el azaroso trayecto, los empleados del convoy tendrían que competir con vendedores por cuenta propia salidos de todas partes. Ignoro si ya venían como pasajeros o si montaban en los tramos. Sí sé que proponían tantos productos como un mercado convencional.

Los pregones a lo largo de los pasillos de los coches eran de este tenor: «Coge tu cuña de queso aquí». «Vaya, hilo de coser y agujas de máquina». «Vinagre sellado, bueno para el chilindrón»; «Mira, cadenitas para el cuello a 60 pesos». «Conserva de guayaba a diez y a 15». «Pulóveres en colores para niñas». «Pan con jamón y refresco frío». «Galleticas de mantequilla». «Deliciosas cremitas de leche». «Botas de trabajo número 42». «Aguardiente de caña a 20 pesos la botella y a diez la de viña». «Café calientico…».

A pesar de que había hecho oídos sordos a todas las ofertas, me rendí cuando oí pregonar el café. «¡Cafetero!», llamé. Vino hacia mí. Ya iba a servirme del termo cuando se me ocurrió preguntarle: «¿A cuánto?». Me respondió: «A cinco pesos el buchito». Me quedé de una pieza: «¿Cinco pesos? Compadre, apretaste», le dije. Y él: «Es que los vasitos son de la shopping y el café también».

Pero el producto de más demanda fue el aguardiente. Las botellas se vendían como pan caliente. Perdí la cuenta de los que en mi coche las compraron durante el anochecer, la madrugada y la mañana. Como supondrán, los malhablados y los fumadores estaban de pláceme, en especial en una peña que se formó en la plataforma con el consentimiento de la tripulación, que —pienso— debió amonestar a quienes turbaban la frágil tranquilidad del tren.

No me moví de mi lugar en todo el viaje. Solamente me dediqué a evocar al otrora ferrocarril cubano, con asientos confortables y atención de excelencia. Nunca vi a un adulto viajar en pantalones cortos y camiseta, los baños resplandecían de limpios, en la alta noche se apagaban las luces de los coches para que los pasajeros descansaran y no se permitía oír música a elevado volumen. 

Sé que nuestro ferrocarril ha sido fuertemente gol- peado por la crisis económica. Pero hay cosas en las que la economía no tiene ninguna incidencia. Sé también que existen planes para mejorar su infraestructura. Pero mientras se concretan deberían diseñar opciones que propicien pintar los coches, mejorar los asientos y, sobre todo, garantizar tranquilidad y disciplina a bordo.

Mi viaje en el tren La Habana–Guantánamo resultó, a pesar de todo, una experiencia interesante por solo 23 pesos, una cifra irrisoria en estos tiempos de precios alucinantes. Tan pronto llegué a mi ciudad, decidí escribir lo vivido antes de que la vorágine del día a día me escamoteara detalles. Porque, como dijo Gabriel García Márquez, «la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla».

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