Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Esas pequeñas cosas… cofres de la memoria

Autor:

Alina Perera Robbio

En estos días pandémicos, en que hasta un paisaje estampado en una postal resulta sorbo de agua cristalina en medio de tanta batalla por seguir adelante, un grupo de amigos nos hemos dado a recordar objetos que alguna vez tuvimos y que forman parte de ese universo agridulce llamado nostalgia.

Lo primero que dio motivos para conversar sobre el asunto fue un objeto al que llamábamos «ojero». De solo nombrarlo se produjo entre nosotros el asombro y la diversión: el ojero, además de su valor de uso, acariciaba con su belleza, era un verdadero adorno acristalado, por lo general azul, que resultaba infalible para bañar totalmente un ojo, para formar una tormenta dentro de él y así expulsar cualquier viruta intrusa.

Era rara la gaveta de los abuelos donde no hubiese esa diminuta copa con bordes curvos, capaz de dejarnos la mirada tan limpia como un cielo sin nubes.

El más grande de los asombros sobrevino cuando una amiga del grupo confesó desconocer a ese objeto conocido como caleidoscopio y que nos embelesó a tantos en los días de la infancia. Para comprender el goce que provocaba dicho objeto no basta con contar a alguien que, tal cual se lee en las redes virtuales, se trata de un instrumento óptico que consta de un tubo con dos o tres espejos inclinados y cristales de colores adentro, dispuestos de tal manera que si se mueve el tubo y se mira en su interior por uno de sus extremos, se verán figuras geométricas y simétricas, en combinaciones hasta el infinito.

En verdad me dio un poco de tristeza conocer que una amiga no había conocido al señor caleidoscopio en su niñez. Me consoló, sin embargo, saber que ella había tenido las aguas del monte y la alegría de los animales sobre la tierra roja. A fin de cuentas, pensé, hay objetos que una nunca tendrá en sus manos, o no ha tenido, como el astrolabio, ese antiguo instrumento astronómico, conocido desde tiempos remotos como el «buscador de estrellas», y del cual se han enamorado escritores y poetas tan solo por lo hermoso del nombre.

La matraca, ciertos exprimidores de frutas, las serpentinas de papel, los abanicos gigantes, prendas de madera con las cuales sujetar el cabello, el dedal, el filtro de agua (hecho a pura piedra y que pesaba un mundo), la copa metálica donde enjuagar la navaja con que el abuelo se afeitaba, todo mezclado afloraba en las evocaciones de los amigos. Pero la memoria se puso como mar encrespado cuando alguien habló del proyector soviético —porque los niños nacidos en los años 70 del siglo XX sí que tenemos historia con ese objeto.

Volvimos entonces a los días en que éramos los mismísimos inventores del cinematógrafo, poniendo sábanas a modo de pantalla, y haciendo pasar rollos de película cuyas imágenes aparecían frente a un público reconcentrado y feliz. Gracias a la extinta URSS tuvimos en casa filmecitos como Pinocho o El cisne salvaje. Aquella fiesta solo hubiese podido ser superada por el talento de algún mago o por la destreza de alguien haciéndonos sombras chinescas sobre la misma pared y en medio de la noche.

Esto de las pequeñas cosas parece una nimiedad. Pero algo me dice, por la manera en que hemos reaccionado por estos días un grupo de nostálgicos, que en los objetos, incluso a veces diminutos, habita la memoria. ¿Y alguien pondría en duda que estamos hechos de ese magnífico universo de lo intangible que llamamos memoria? Somos lo vivido; somos las personas conocidas; y también los objetos que hemos tocado en nuestras vidas terrenales y tan preñadas de sueños.

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