Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Martí en la raíz

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

Detrás de la renunciación estaba la vida. Detrás de esa paradoja terrible, casi inexplicable, que es la de ir con toda serenidad y conciencia al encuentro de la muerte, se encontraba el nacimiento de un nuevo mundo, de una sensibilidad diferente.

Aun cuando se tratara de detener, justo cuando los ahogos más recónditos salieran a flor de piel y de manera callada en algún momento de intimidad, la mirada hacia la realidad tenía que hacerse, inevitablemente, de otra forma.

Aquella noche, la del 25 de julio de 1953, cuando los jóvenes se preparaban para el asalto al cuartel Moncada, Haydée Santamaría Cuadrado vivió ese estado.

«Fue la noche de la vida —contó años más tarde— porque queríamos ver, sentir, mirar todo lo que ya tal vez nunca más miraríamos, ni sentiríamos, ni veríamos. Todo se hace más hermoso cuando se piensa que después no se va a tener».

Un repaso más detenido a esas palabras permitiría encontrar enseguida lo contradictorio de esa valoración en la afirmación inicial: «la noche de la vida», y la confesión, casi convertida en sentencia final, cuando asegura que todo se torna bello bajo el convencimiento de que no se tendrá más.

¿Cómo entender tal razonamiento? ¿Cómo armonizar en un instante, por muy breve que sea, dos condiciones tan opuestas como lo pueden ser la vida y la muerte?

Resulta, en verdad, algo difícil de aceptar. Sin embargo, cuando se tienen en cuenta los motivos, la actitud y, sobre todo, el basamento moral de las ideas que sustentaban la acción, enseguida lo contradictorio desaparece para dar paso a la coherencia más completa y sublime: la que emana del sacrificio para hacer palpable el bien común.

Esa idea, ubicada en la misma raíz del pensamiento y la obra de José Martí, fue la que sustentó el 26 de julio de 1953, el acto que, a decir de Cintio Vitier, «barrería el círculo vicioso de las palabras y las “actitudes”, para abrir por la brecha de la dignidad, el coraje y el sacrificio la posibilidad de la lucha revolucionaria definitiva».

Dentro de la historia de América Latina, y específicamente la de Cuba, ese sustento moral, sobre todo en los momentos extremos de la nación, se han cimentado como la línea que define las diferencias entre la acción aventurera o llena de impulsos, incluso de sentimientos loables, de aquella que emana de la justeza y la responsabilidad revolucionaria.

Mientras que en la primera hay un impulso donde llega a primar lo personal, a veces sin llegar a definir exactamente qué, en la segunda las ideas se encuentran nítidas, forman parte de una colectividad y son las que permiten sustentar los hechos y soportar sus consecuencias e, incluso, protegerlos de los contubernios y errores éticos que hacen olvidar las razones por las cuales se es revolucionario. Al mismo tiempo, esa base moral dignifica; incluso en el espacio más dramático.

Eso es lo que percibió otro héroe de Cuba, Frank País García, cuando días más tarde, en medio del terror que se adueñó de Santiago de Cuba por la represión batistiana, observó los cuerpos sin vida de los moncadistas y los vio «llenos de sangre, de balas y de honor».

Visto en el tiempo, ese sentido ético se convirtió en uno de los pilares que ha permitido la supervivencia de la Revolución en sus momentos más difíciles.

Cuando, en distintas épocas, ciento de miles de personas, fundamentalmente jóvenes, marchaban a alfabetizar, a cortar caña o a cumplir riesgosas misiones internacionalistas, lo hacían bajo el principio de ese sentido martiano del bien colectivo, cuyos extremos más conmovedores fueron vividos por los moncadistas horas antes del asalto.

En la actualidad esa idea es más necesaria que nunca. Ante la agonía e incertidumbre por las dificultades acumuladas, frente a la burocracia y acomodamientos oportunistas, ante las sutilezas corruptoras del egoísmo capitalista, el Moncada y la raíz martiana de su ética se yerguen como el puente que une a aquella generación con las cubanas y cubanos de hoy.

Allí está uno de los legados del 26 de julio de 1953. Un legado que no se puede reducir al mundo de las palabras. Ellos nunca lo hicieron. No lo hagamos nosotros tampoco. Ahí está la esperanza de Cuba.

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