En mi cuadra, y en casi todo el barrio, solo hay una planta. Está en casa de Ricardo, El Croma, que además tiene una paladar y una dulcería particular. Cuando se va la luz mucha gente se reúne alrededor de su casa, donde casi siempre se monta un dominó y también algunos tragos y hay hasta quien consume varias cervezas. Tal parece una fiesta.
A mí más bien me parece una tribu primitiva: alrededor del fuego hasta bien entrada la noche. Lo de tribu primitiva no lo tomen a mal, lo digo sobre todo por la imagen de Ricardo y de su prole que parecen cromañones. Por eso le dicen El Croma.
La imaginación viaja lejos y rápido, más si tratamos de entretener la mente para no caer en el malestar y la desidia. Quizá por ello el otro día, que como casi todos los días se cortó el servicio eléctrico, al ver que algunos se acercaban a la puerta de Ricardo, quien ya había encendido su ruidosa planta, recordé cuando era un muchacho y en esta misma cuadra solo había un televisor en blanco y negro, en casa de Pancho y Gertrudis, que ya murieron. Un viejo Phillips que en su interior tenía decenas de válvulas al vacío y a su alrededor decenas de chamas que nos reuníamos allí para ver las aventuras.
Cuando faltaban unos minutos para las 7:30 p.m. nos íbamos acercando a la casa de esta pareja de vecinos, que realmente eran muy buenas personas y nos permitían abordar su sala con una única condición: No se podía gritar ni armar discusión, sino se apagaba el televisor.
Todos velábamos por que se cumpliera dicha norma de control y buen comportamiento, aunque a veces sí se armaba alguna algarabía cuando era imposible no gritar ante las escenas de acción que tan magistralmente dirigían Erick Kaupp, Miguel Sanabria, Eduardo Moya…, entre otros grandes e inolvidables realizadores de nuestra tele.
Me acordé también de aquella vez en que llegamos a la casa de Gertrudis y Pancho casi a punto de comenzar las aventuras y estaba cerrada la puerta, algo inusual a esa hora. Tocamos y salió ella. Nos dijo que no se podía poner el televisor porque había muerto la señora Regina, que no estaba bien encender el televisor o el radio. Había que guardar respeto a su memoria.
Una vez más la señora Regina nos aguaba la fiesta. Sí, porque ella era de esas personas que no devolvían el trompo, la bola o la pelota que entrara a su casa. Realmente no era muy popular dentro de la plebe infantil del barrio. Los más grandes comprendimos de qué se trataba porque entonces era así: se guardaba respeto ante la muerte y el dolor ajeno; sin embargo, Joseíto, el más pequeño de la pandilla, que al parecer no tenía bien claro ese tema de la muerte y el respeto, y que además disfrutaba mucho del legendario espacio, desde su más profunda inocencia le dijo a Gertrudis: «Mire, ponga el televisor bajito. Nosotros no vamos a hacer bulla, la señora Regina no se va a enterar».