Los nombres de Sana, Saba y Mohammed Dahliz han cobrado triste celebridad. Han pasado a engrosar una trágica lista: la de los niños asesinados por el régimen sionista en la Franja de Gaza que, de acuerdo con el Ministerio de Salud del enclave, superan ya los 16 500.
Sana y Saba eran gemelas de cuatro años. Vinieron juntas al mundo y juntas partieron, porque el odio y la metralla les robaron la vida, porque la codicia y el terror inclinaron la balanza en detrimento de la infancia y la inocencia.
Los padres de Mohammed Dahliz aguardaron la llegada de su primera y única hija durante siete años. Las bombas israelíes que cayeron en días recientes sobre Khan Younis, en el enclave costero, han dejado vacía el alma de esa familia. Se ha ido la alegría del hogar, y esos seres tienen una profunda tristeza empozada en el alma, que por largos instantes se traviste de impotencia.
Pero el denso olor a guerra y sangre parece ser más fuerte que la razón y la justicia. Caprichoso belicismo que siega futuros infantiles, corta existencias como si se tratase de números y no de personas. Daños colaterales, dirán algunos. Horror y genocidio, digo yo.
Los rostros de los pequeños me siguen aguijoneando las pupilas. Sus fotos se han diseminado por la red, en un océano de tristezas y soledades, en un oscuro abismo de desconcierto.
¿De cuántas cosas las privaron? Nunca experimentarán la sensación de ir a la escuela, de salir a jugar con los amigos, ir a bailar, enamorarse, desarrollarse como profesionales, tener un negocio propio, concebir hijos o envejecer.
Gaza vive un verdadero infierno. Uno que ni siquiera Dante Alighieri alcanzó a concebir. Y más allá de la muerte que es, sin duda, el peor de los destinos, cabría preguntarse también si puede llamársele sobrevivientes a los heridos, los mutilados, los infantes que quedan traumados para siempre, a los que sufren el hambre, la desnutrición o cualquier enfermedad imaginable ante el bloqueo de suministros a que está sometida esa zona del Oriente Medio.
Sus habitantes, especialmente los más pequeños, enfrentan un complejo escenario. Varios miles de ellos viven en refugios o tiendas improvisadas tras haber sido expulsados de sus hogares, a los que, probablemente, no puedan regresar jamás. A la espalda cargan mochilas con sus menguadas pertenencias, en lugar de libros y cuadernos, y el camino a la escuela se ha trocado por el angosto y cada día más incierto sendero de la supervivencia.
El miedo se ha convertido en amo de la Franja. Avanza indetenible, acompañado por la incertidumbre y la desolación, como verdaderos señores de la guerra. A ellos se suma el hambre, para integrar la fatídica sucursal del caos.
El periodista Sarah El Deeb, quien ha dado cobertura a los acontecimientos del Medio Oriente durante casi dos décadas, describe con horror la experiencia de Khaled, de nueve meses, que solo pesa cinco kilogramos, la mitad de lo que debería alcanzar un niño sano de esa edad.
«El pequeño llora y, comprensiblemente, está irritable. La diarrea lo ha aquejado durante la mitad de su breve vida. Está deshidratado y muy débil. Tiene conectado a su diminuta mano izquierda un tubo amarillo que lleva alimento líquido a su frágil organismo», narra el reportero.
Mientras, los niños de Gaza siguen muriendo. Continúan los bombardeos, los desplazamientos, el desarraigo y el terror. Nuevamente pienso en Sana, Saba, Mohammed Dahliz y el pequeño Khaled.
Me persigue también la imagen de la familia de María, que conduce el cadáver de la niña de 13 años a la morgue del Indonesian Hospital; la de Ahmed, un sobreviviente de cuatro años que alberga en sus pequeños ojos todo el horror del mundo, y la de la madre de Omar, quien durante diez años anheló ser madre y hace pocos días perdió a su único hijo.
Tras 19 meses de conflicto, esta situación solo promete empeorarse. Así lo ha asegurado, de manera cínica y vergonzosa, el exdiputado sionista Moshe Feiglin: «Cada niño en Gaza es el enemigo. Necesitamos ocupar Gaza y colonizarla, y no quedará ni un solo niño gazatí. No hay otra victoria». Queda así demostrado el grado de bestialidad del régimen de Benjamín Netanyahu.
No puede haber silencio hasta que cese el crimen. Hoy son los gazatíes, pero mañana pueden ser nuestros niños.